Baudelaire y el club de los asesinos
Detestaba el progreso, la democracia, y hasta a quien le leyera –“hipócrita lector”-. Hoy se le venera como el profeta de toda modernidad. Dandi decadente, ebrio de hastío y genialidad, su Invitación al Viaje tuvo como punto de embarque el primer templo europeo del cannabis. En compañía de candidatos a la Pléiade como Balzac, Dumas o Flaubert, el Embriagaos baudeleriano se inició con una space cake que prometía la inmortalidad. En el año de su bicentenario, el Club de los Hashischins preserva el fulgor de sus infiernos personales y sus paraísos artificiales.
i Champollion trajo de Egipto la piedra Rosetta, y Luis Felipe el obelisco de Luxor, los grognards de las campañas napoleónicas cargaban sus mochilas con una sustancia más leve pero bastante más estupefaciente. Esa resina de cannabis que había entrado en la historia europea con las Cruzadas, cuando se divulgó la leyenda de la secta ismaelita de los Asesinos. Aludía a un jeque tenebroso, Sheik al-Jabal, el Viejo de la Montaña, cuyo imperio se sustentaba en la eliminación de sus adversarios, pero aún más en el hashishs que suministraba a sus ejecutores como avance del paraíso. Desde entonces hashish y asesino pasaron a ser sinónimos. En el Oriente del XIX ya se prodigaba sin culpa para suplir al vino, proscrito por el Corán. En cuanto a los occidentales, una vez que la Grande Armée popularizó su consumo, se asociaría con la pasión romántica por todo exotismo.
Antes de que Inglaterra y Francia desencadenaran tres Guerras del Opio para imponer su mercado en China, ese y mil psicotrópicos se administraban
con libertad de Londres a Paris. Hasta su graciosa majestad, la Reina Victoria, rendía honores a la cocaína. Todo dependía del nivel de consumo, y de su finalidad. Cuando Thomas de Quincey escribe sus Confesiones de un comedor de opio, en 1821, lo hace tras publicar El asesinato considerado como una de las bellas artes. Nuevamente una relación tácita entre los alucinógenos, la transgresión y el crimen. No obstante, en esos días el doctor William Brooke ya predicaba los beneficios de los derivados canábicos. Si éste era inglés, la réplica francesa vino por dos frentes. El clínico lo inauguraría un alienista, Jacques-Joseph Moreau. El literario, quien tradujo a De Quincey presentándole como un “hombre espiritual”, y su literatura como el umbral de los “Suspiria de Profundis”. Ese traductor no podía ser otro que Charles Baudelaire.
SPLEEN, EXTRAVÍO Y ÉXTASIS
Por esos años el futuro “Dios Verdadero”, como lo ensalzaría Rimbaud, se postula como un perfecto King of Sorrow. Perseguido por las deudas, tras haber dilapidado la herencia familiar en mil disipaciones. Torturado por sus amores convulsos con prostitutas ínfimas, pese a declararse impotente, de ahí la “sorprendente castidad” que le imputarán sus musas. Sintiéndose desollado por una sociedad a la que desprecia, dandi provocador y autodestructivo, Baudelaire pasea su spleen por el París del Segundo Imperio, del éxtasis al horror y del horror al éxtasis. No cabe paradigma más acabado de esos precursores de la posmodernidad, como fueron los poetas malditos.
El retrato fotográfico de Nadar no le hace justicia. Veamos cómo lo pinta Edmond Goncourt: “La cabeza de un loco, la toilette de un guillotinado, su locución
del todo pedantesca”. El ditirambo remite a una de las obsesiones del conspicuo apocalíptico: ingresar en la Académie Française. Tampoco era tan grave. Verlaine llegó a tirotear a Rimbaud en dos ocasiones, y eso no impidió que fuera declarado Príncipe de los Poetas.
En cuanto a sus asiduidades con los psicotrópicos, se iniciaron cuando se padrastro, el general Aupick, harto de él, decidió facturarlo en un paquebote rumbo a Calcuta. Baudelaire frisaba los veinte años, pero su pasión por la aventura le alcanzó hasta la isla de Reunión. Ya entonces, los paraísos naturales le seducían bastante menos que los artificiales. Adicto al opio, la absenta y el láudano, como todo maldito que se preciara, los alucinógenos le generaban el estado de conciencia necesario para emular a su idolatrado Edgar Allan Poe –de quien también fue su primer traductor-. Ya en sus primeros poemas adopta la cadencia de los “pantums” eróticos malayos. Un ritmo narcótico, lánguido, percutiente, tanto más eficaz cuanto más reiterativo. Busca el encantamiento sonoro, la prosodia de la suspensión del sentido entre lo efímero y el infinito.
Nada le seduce más que las descripciones mórbidas, depravadas, obscenas. Una requisitoria contra las “herejías modernas” y su moral pudibunda –esa que alienta lo culturalmente correcto, hoy hasta la exasperación-. O lo que viene a ser lo mismo: lo sórdido, lo pútrido, lo excremental, impúdicamente arrojado a la cara de los buenos burgueses para provocar, a través de la ética de la antiestética, la emergencia border-line de la belleza ideal.
Tanto más le despreciaban, ya en el paroxismo de su depresión existencial, tanto más intensificaba las dosis de su hiperestesia. ¿Dónde encontrar un bateau ivre de más calado? En esa Revue des Deux Mondes donde otro parnasiano cultivador de momias, Téophile Gautier, describía así su primera visita a un palacio de ultratumba: “Una noche de diciembre, obedeciendo a una misteriosa convocatoria redactada en términos enigmáticos, me acerqué a un distrito lejano. Encontré un oasis de voluptuosidad frente a todas las impiedades de la civilización”. Fue así como se abrieron ante él las puertas de un Shangri-La que entraría en la historia como el Club de los Hashischins.
LA OTRA ISLA DEL DOCTOR MOREAU
En realidad no era para tanto, pero ya sabemos cómo tarifaban –y se tarifanlos parnasianos. Alzado sobre la isla de San Luis, el Hotel Lauzun –también conocido como Pimodan-, remedaba una residencia palaciega donde hoy se ubica el centro protocolario de recepciones de París. En su planta noble, un doctor no menos exótico, Jacques-Joseph Moreau de Tours, había emprendido una insólita experimentación, en todo homologable a las de su futuro homónimo en la obra de H.G.Wells.
Moreau estudiaba las propiedades terapéuticas del hashish para revertir estados alienados por medio de “alucinaciones controladas”. Su estudio sobre El hashish y las enfermedades mentales se convertiría en el primer análisis científico sobre las drogas basado en experiencias psicosensoriales. Una vez que incurrió en la temeridad de invitar a las mentes más selectas, aquello derivó en una sucursal de los deletéreos Jardines de Se
miramis rebosada de poetas en flor.
Como diría el tango, la culpa fue de Gautier. Por aquello de aportar un toque de lirismo a su iniciación, sólo se le ocurrió compararla con la de aquella truculenta Secta de los Asesinos –los mascadores de hashish-. No hizo falta más para que se incorporaran a la trepidante aventura, de entrada Baudelaire, y sobre su estela luminarias de la talla de Dumas, Flaubert, Balzac, Delacroix, e incluso Victor Hugo. Subrayo el “incluso”. Por sus teorías socialistas, el autor de Los Miserables presidía, a juicio de Baudelaire, el panteón de los abominables. Hasta el punto que llegó a plantearse escribir un Anti-Miserables sanguinario, con la intención de dejarle a la altura de Quasimodo.
¿Puedes concebir, amigo lector, una terna de autores de la talla de Vargas Llosa, Mendoza, Marías o Muñoz Molina, no sólo ingiriendo dosis considerables de estupefacientes, sino prodigando públicamente su apología? De ser así, huelga comentar el efecto de sus cantos a la ebriedad en la prensa del día. En el París de 1845, sin embargo, apenas suscitaron un parpadeo. Entonces a la gente de letras se le presumía la transgresión. Hoy prevalece la masturbación moralizante, al gusto de las rectas conciencias.
Bien es verdad que aquel Club de los Haschischins –embrión de los actuales clubs de marihuana-, se gestionaba como una experiencia más recreativa que terapéutica, muy lejos de los sórdidos fumaderos de opio de los arrabales. No obstante, sus distinguidos miembros experimentaron desdoblamientos de personalidad, alucinaciones sensitivas y hasta experiencias de muerte en vida.
Los “ágapes” narcóticos se celebraran un día por mes, a horas regladas –de las seis de la tarde a las once de la noche-, siempre tutelados por su maestro de ceremonias, el doctor Moreau. Sesión inaugural: Gautier declara haber visto a sus amigos “desfigurados, o decapitados, mutados en plantas, alguno en avestruz”. ¿Qué especie de hashish les conturbaba?
DAWAMESK, EL ELIXIR DE LA INMORTALIDAD
Si el opio entonces se ingería por inhalación, no sucedía lo mismo con la resina de hashish en Occidente. En vez de fumarse, lo tomaban a cucharadas, a la manera de una maternal confitura, o maridado con bizcochos y galletas. El que administraba el Doctor Moreau a sus egregias cobayas humanas procedía del Magreb y lo llamaban “dawamesk” –el elixir o la medicina de la inmortalidad-.
Quienes lo degustaron lo describen como una pasta verdosa batida con resina de cannabis y emulsionada con pistachos, almendras y azúcar. Anticipo de los space cakes de Jack Kerouac, cada brioche contenía treinta gramos de resina pura de hashish. Lo acompañaban bebiendo un café muy cargado, a la griega, mientras algún miembro del Club declamaba sus enfáticos ripios al compás de la gimnopedias interpretadas por Moreau al piano.
Balzac, habituado al ritmo olímpico de cincuenta cafés diarios, lo prefería en galletas. Más refinado, Gautier se lo hacía servir en una cuchara de oro, según él, regalo de un sultán. No consta que amenizaran las sesiones con su habitual cortejo de huríes prostibularias. De hecho, Baudelaire no menciona la presencia de su Venus Negra – Jeanne Duval- “mitad diosa, mitad vampiro”, la musa de Las Flores del Mal. Tampoco la de Aglaé Sabatier, capricho
simultáneo de un banquero y de Georges Sand, su Venus Blanca. Aun sin más delicias que las turcas comestibles, aquellos jenízaros a la violeta no dejaban de emperifollarse con chilabas y turbantes para ponerse en situación. “Entrar en el club era como retroceder dos siglos” –escribe Flaubert, no en vano el autor de Salambó-. “Por más que el tiempo avanzara fuera, allá las agujas de los relojes siempre estaban en la misma posición”. Y sigue Gautier: “Creíamos haber conquistado Argel, y es Argel quien nos ha conquistado”.
Del exotismo al éxtasis, la clave pasaba por propiciar lo que ellos llamaban “fantasías” (sic). Aunque, a juzgar por los resultados, aquellos transportes psicotrópicos se parecían más a los bad trips de Trainspotting. Balzac comienza atestando haber visto “imágenes divinas” y escuchado “voces celestiales”, a las que seguirá la aparición de “criaturas demoniacas” que le sumirán en un estado psicótico. En la misma línea, el Gautier que se recreaba ante la visión de sus hombres plantas con cabeza de avestruz, acaba experimentando un tétrico desdoblamiento de personalidad, sin perder la consciencia. Dumas cuenta su experiencia en un relato donde Simbad el Marino invita a sus leales a “desafiar los límites de lo posible y abrirse al infinito”. Victor Hugo fue el único capaz de ver en una galleta de hashish la anticipación de sus utopías libertarias.
¿Por qué sus “fantasías” derivaron en pesadillas? Tal vez por algo que los profanos ignoran: el principio activo del hashish, cuando en vez de inhalarse se ingiere, una vez absorbido por el hígado resulta cuatro veces más potente. Debió ser por eso que Baudelaire, cuya víscera hepática ya venía sobradamente emulsionada por mil licores espirituosos, fue el primero en llegar –hasta el punto de que alquiló por dos años una mansarda en el piso superior del Hotel Pimodian-. Y también el primero en desertar.
DEL ENIVREZ-VOUS AL INDIGNEZ-VOUS
Hay que estar siempre ebrio. Todo se reduce a eso; es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo, debéis embriagaros sin cesar (…) ¡Embriagaos! De vino, de poesía o de virtud, como os plazca». Así comienza ese inmortal Enivrez-vous que sugiere un canto a los esplendores del Club des Haschishchins. Nada más lejos de la realidad. Baudelaire lo compone en 1862, cuando su Invitación al Viaje –( from outer space)-, había quedado muy atrás. Dos años antes, en Los Paraísos Artificiales, ya decantó su preferencia por el opio, y siempre por el vino. No vacilará en calificar el cannabis como una “sustancia repugnante”. Le imputa aislar a quienes lo consumen, volviéndolos antisociales, a diferencia de los bebedores de vino, a los que encuentra profundamente humanos. Y así concluye: “El hashish no es milagroso, sólo induce a una exageración de la realidad. Cada hombre tiene el sueño que merece”.
Uno tras otro, aburridos de tanto épater le bourgeois, todos los miembros del Club fueron eclipsándose de sus sesiones. Iniciadas en 1845, cuatro años después Gautier firma su acta de defunción: “Tras una decena de experiencias renunciamos para siempre a esta droga embriagadora, no porque nos haya perjudicado, sino porque el verdadero escritor no precisa otros sueños que los naturales, y detesta que su pensamiento sufra la influencia de cualquier agente externo”. Una verdad a medias, pues siguieron ingiriendo opiáceos a discreción, al tiempo que experimentaban una nueva adicción, tanto más efervescente, como fue su implicación en los movimientos revolucionarios que propiciaron la debacle del Segundo Imperio.
Un año antes de que el doctor Moreau clausurara sus experimentos clínicos, Baudelaire ya se está inyectando la nueva terapia en las barricadas. La Revolución de Febrero instaura la libertad de prensa. Él lo celebra fundando una gaceta tan higiénica como su modo de vida. Bajo el epígrafe de La Salud Pública, lanza proclamas incendiarias que, sin embargo, se apagarían con el periódico mismo, no bien salió a la calle su segundo número. Al menos le sirvió para reconciliarse con Hugo, al fin hermanados por su fobia a Napoleón III.
Fue así como los jenízaros del hashish, estetas de lo imposible, transitaron del egolátrico Enivrez-Vous a un Indignez-Vous que anticiparía en dos siglos al de Stéphane Hessel. El eterno retorno de lo mismo, como bien sabía Nietzsche, además de en prosa, también se escribe en poesía.
Diez años después, en junio de 1857, Baudelaire edita la primera versión de Las Flores del Mal. ¿Su compromiso político habría mutado al maldito en un bendito? Basta un elemental balance de cuentas: esa edición apenas le reportó una miseria, doscientos cincuenta francos. La sanción que siguió a su condenación se elevaría hasta los trescientos.
Ya en caída libre hacia el epílogo de su vida, su Venus Negra, Jeanne Duval, le suministra las dosis de opio y los ríos de absenta -“Ô fangeuse grandeur! Ô sublime ignominie!”- que habilitan su pasaje al infierno. Última parada: Bruselas. Se aloja en un hotel infecto, pero viste sus mejores galas para asistir a las tertulias de Villa Hermosa, donde cacarea el príncipe de Gales. De madrugada, permuta su compañía por las habituales de La Reine-Mère, un burdel patibulario, a cinco céntimos por servicio.
Tras otro episodio de delirium tremens que le dejará hemipléjico, es traslado a París. Ingresa en una clínica cercana a la Plaçe de l’Étoile. Ya no hay estrellas en su cielo, ni sedantes que puedan atenuar su agonía. Él mismo lo había escrito: “Suministrar cloroformo a un condenado a muerte sería una impiedad, pues equivaldría a arrebatarle la consciencia de su grandeza como víctima y su oportunidad de acceder al Paraíso”. Así murió, un 31 de agosto de 1867, aquel Dante de una época desencantada, sin ningún reconocimiento oficial, podrido por la sífilis, quizá más por la sobredosis de un yo tan intransigente como incandescente. Manet inmortalizó Montparnasse el día del sepelio. Nubes de plomo y añil. ¿Tormenta o Dies Irae? Verlaine acabó de resolverlo: “No hay nada más alegre que un entierro: Los herederos resplandecen”.