NIDO DEL CUERVO
De rosas y libros
Me cuentan que en Sant Jordi faltaron rosas, y la imagen de esa Barcelona buscando más flores que acompañar con un libro es lo más bonito que he oído en este 2021 pandémico. No hay mejor poema que el que cobra vida, y esa es para mí la imagen de un pueblo que se echa a la calle a buscar lectura. El mundo necesita más rosas y libros de los que cree, así que a uno le gustaría convertirse en Gianni Rodari por un día y escribir uno de esos cuentos mágicos en los que un político, en lugar de soltar disparates al adversario y bucear eternamente en la nada como suelen, prometiera entregar flores y libros sin esperar nada a cambio.
La historia cultural del siglo XXI, por ahora, es la de la resistencia del viejo papel al envite del canibalismo digital, ese caballo de Troya permanente que entre emojis con la lengua fuera y colorines devora cuanto encuentra. Si creen que exagero, pregunten a la industria del cine y la música, grandes pilares de la cultura del siglo XX que la piratería digital ha esquilmado hasta convertirla en un animalito domesticado, que se mueve a su gusto y bajo su poder. Eso es precisamente el streaming, la domesticación y el dominio total de industrias que en su momento fueron relevantes.
Cuando me cuentan que en Sant Jordi faltaron rosas porque todo el mundo se lanzó a la calle, una voz interior me dice que la literatura lo resiste todo. Quizá porque es un arte que lo exige todo. En el libro, eres tú quien construye el mensaje del escritor. El lector es siempre protagonista porque es cómplice necesario de quien firma. El escritor pone la palabra, que no es poco ni empresa fácil, pero si la mente del lector no imagina el lugar, no construye el artificio en su interior y no le pone cara a los personajes, no hay literatura. La biblioteca de Alejandría ardió, pero no por ello desapareció el libro. Quemaron la biblioteca de Don Quijote, pero no pasó nada porque los libros estaban donde debían estar, dentro de la cabeza de este loco egregio que es símbolo universal de la preciosa locura del lector.
Ray Bradbury sabía muy bien lo que hacía cuando pintó un mundo en distopía en el que cada uno de los resistentes futuros memorizara un libro, para asegurar que el texto no desapareciera. Algunos libreros, en los rigores del confinamiento, difundieron un lema que me gustó mucho: «Leer es la forma más segura de salir de casa». Es rigurosamente cierto, porque a ver cómo iba uno a recorrer la pampa argentina, el Japón del siglo XII y una cárcel de Siberia en una misma semana si no es al calor de un buen libro.
En este perpetuo desconcierto pandémico, hay lugares de nuestra geografía en los que las discotecas ya están abiertas, y sin embargo no tenemos ferias del libro. Esto no es un debate entre alternar o leer, pero que alguien llegue a explicarme por qué el Covid muerde solamente donde los políticos dicen que lo hace.
En vez de tantas ínfulas y tanta conferencia sin talento sobre el futuro del libro (me refiero a esos gurús bien pagados que nunca aciertan en nada pero que cobran bien cada acto), a más de un intelectual le convendría enterarse de que lo único que le conviene a la literatura es la ilusión de que alguien, en algún momento, quiera acompañarla de una flor.