Apropiación indebida
Rafael Ruiz Pleguezuelos
Leer la prensa francesa debería ser tarea obligada para todo aquel que quiera dedicarse al arte, porque no hay un espacio cultural que iguale al galo en actividad de pensamiento y fuerza de reflexión. No les envidiamos más porque no les conocemos más, sería la conclusión de esto que digo. Buceando en el Le Monde supe que en el mes de mayo la justicia francesa daba la razón a un pintor de la Bretaña llamado Xavier Marabout, llevado a juicio por fusionar sin contar con permiso ni derecho para ello los universos de Tintín y el pintor americano Hopper. Los herederos de Hergé, el genial creador del rubio reportero, no veían con buenos ojos que el bretón hubiera desacralizado su personaje y lo colocara en lúbricos encuentros con pin up girls. De lo que he leído entiendo que al tal Marabout le interesaba explorar un paisaje alternativo de Tintín, que se ocupara de su vida erótica. Qué quieren que les diga. Me interesan más sus historias de siempre.
Esta parodia ridícula de Tintín –que además jugaba con igual torpeza con los escenarios inolvidables del inefable pintor americano Edward Hopper, para que el escarnio fuera doble– me ha traído a la mente una polémica de nuestras letras claramente analógica: la que en su momento protagonizara esa generación Nocilla, capitaneada por Agustín Fernández-Mallo, que creía en esa literatura zapping en la que la apropiación era norma. Recordarán aquella historia de la retirada del remake de El hacedor en la reinterpretación de Fernández Mallo, por la denuncia de María Kodama, viuda de Jorge Luis Borges. Existió incluso una carta de protesta, en la que autores como Juan Villoro, Antonio Orejudo, Rosa Montero o Elvira Navarro (entre un centenar de firmas) defendían ese derecho a la apropiación como legítimo, y pedían a la se
Rafael Ruiz Pleguezuelos (Granada, 1974) es escritor y crítico literario. Es Doctor en Filología por la Universidad de Granada. Columnista habitual en medios culturales, su último libro es Saturno en Agosto
(Invasoras, 2019).
ñora Kodama que se lo pensara bien antes de ejecutar la sentencia.
Goethe dejó escrita una frase magnífica, que aclara esta polémica remando hacia el lugar en el que yo también me instalo. El alemán nos regaló esta advertencia: « Shakespeare es una lectura peligrosa para los talentos en ciernes; los impulsa a reproducirlo, y ellos creen que están produciendo algo propio.» A mí me parece que lo que debería hacer este tal Xavier Marabout, y todos los alegres acólitos de la apropiación cultural, es lanzarse de una vez por todas a la arena de la creación verdadera. Que es, obviamente, mucho más difícil. Pero infinitamente más meritoria. Mezclar el universo de Tintín con el de Hopper no es, en mi opinión, a lo que tiene que dedicar su tiempo el artista verdadero, sino a intentar crear en la medida de sus posibilidades un universo tan personal como el de cualquiera de ellos.
Que nadie pueda decirte que en vez de creando, inspirándote, o simplemente aprendiendo de los maestros, estás robando su halo de genialidad para llegar a donde quieres por un camino más llano.
lo largo de los años, ya convertidos en lustros y hasta en décadas, el editor Juan Casamayor se ha convertido en uno de los grandes artífices a la hora de colocar el género de la narrativa corta en un nivel editorial y literario superior. Lo ha hecho publicando a un sinfín de autores en lengua española, de un lado y otro del Atlántico, dignificando el relato y elevándolo a unas alturas que ha llevado a diversos de sus autores a ser realmente exitosos, incluso en el difícil ámbito de las ventas frente a un público absolutamente entregado a la novela como género preponderante.
Pues bien, uno de sus últimos descubrimientos es una autora peruana que le ha fascinado y de la que ha hablado en estos términos: «En verano de 2018 viajé a la FIL de Lima. (…) Allí me puse a leer todo el arsenal de libros que me habían recomendado, sugerido y aconsejado leer. Y todas las voces coincidían: tienes que leer a Katya Adaui, tienes que leer a Katya Adaui». De este modo leyó dos de sus libros y decidió que tenía que publicarla en Páginas de Espuma, y así tenemos entre nosotros lo que él califica de «libro absolutamente conmovedor, que arrasa con sus historias. Un libro que surge del conflicto y de la convicción y que desemboca en una elegía al padre que se fue. Un libro inmenso, bello; también rupturista, retador».
Katya Adaui (Lima, 1977), residente en la actualidad en Buenos Aires, es autora de los libros de cuentos Aquí hay icebergs y Algo se nos ha escapado, y de la novela Nunca sabré lo que entiendo. Sus relatos integran más de veinte antologías en el Perú y el extranjero y han sido traducidos al inglés y al italiano. En Geografía de la oscuridad, tenemos a personajes de presencia delicada y expresión contenida, pues el estilo de la autora es tanto lírico como sintético, y lo hace a menudo para ahondar en lo que significa la paternidad o cómo sobrevivir a la crianza.
«Los pulpos tienen tres corazones», «Por cosas de hombres no debes dejar de creer en Dios», «El reino de lo impar» o «Casas con cimientos en el río» son algunos de los títulos que ya sorprenden de entrada y que han recibido todo tipo de halagos. Es el caso de José Ovejero, que ha dicho al respecto: «Un libro atrevido y emocionante. Ráfagas en una sucesión de fogonazos que iluminan las grietas de la vida familiar».
Y en una reciente entrevista, la propia autora ha dado ciertas claves de cómo afronta la literatura, al decir que escribió este libro «pensando que, no importa qué edad tengas, seguimos buscando la mirada aprobatoria o reprobatoria de los padres. Incluso si están muertos. Apnea, arqueología, exploración alrededor de un misterio. Escribir, adentrarnos, mirar y hacernos cargo. Cuando escribo me dedico a asociar, a relacionar las cosas, ¿dónde he visto esto antes?, ¿qué aprendí con eso? Un recuerdo atrayendo un conocimiento, un conocimiento convocando a otro y también a lo que no sé, a lo que permanece velado, incluso para mí misma».
El lector tendrá la ocasión de comprobar entre líneas lo que afirma Adaui con esta su geografía oscura, que para su compatriota Gabriela Wiener significa «asaltar la elipsis del padre, es encontrarlo en su propio lenguaje: hermético, hierático, tan a menudo violentado por emociones sin nombre (…) Sus historias pueden partirte en dos. O dejarte el corazón lleno de dudas».
Un buen día del año 2001, aparecía, en la colección Arca del Ateneo, el libro Diario de un cinéfilo distraído, de Javier Ortega, que debutaba como autor con esta serie de escritos breves que habían visto la luz en la prensa durante la década de los noventa. Natural de Córdoba, este escritor con formación como jurista, editor de Almuzara y director de Berenice, presenta así una trayectoria como crítico de cine y columnista de opinión en periódicos y revistas: Diario Córdoba, ABC, Nuevo LP y Arte, Arqueología e Historia… Cabe decir, también, que fue coautor de la obra Los andaluces del siglo XX y director de la revista cultural El Arca, además de colaborador de la Cadena SER y Onda Cero Córdoba. Y es el mundo del cine, revisando su bibliografía hasta ahora, lo que destaca sobremanera dentro de sus variados intereses culturales.
ue el caso de Spielberg. El hacedor de sueños y Chaplin. La sonrisa del vagabundo, ambos títulos publicados por Berenice. En el primero, Ortega no hacía sino constatar la extraordinaria contribución de Steven Spielberg al imaginario popular y al séptimo arte, gracias a películas inmortales como E. T., Encuentros en la Tercera Fase, Tiburón o La lista de Schindler. Pero aparte de todos estos éxitos incuestionables, Ortega asimismo atendía a aquellos títulos del artista norteamericano que no han obtenido tanta aceptación, tanto en el plano artístico como comercial. El libro, profusamente ilustrado, analizaba y detallaba la filmografía completa de Spielberg, conteniendo citas, entrevistas y abundante información desconocida para el lector español.
Y en esa línea biográfica-artística estaba, por otra parte, el libro sobre el actor londinense, quien fuera sin duda, durante buena parte del siglo XX, el ser humano más popular del orbe, alcanzando su inmensa fama por igual a todos los estamentos de la sociedad, sin exclusión de razas, etnias o clases sociales. Ortega aquí nos recordaba tal cosa, pero a la vez siendo consciente de que su mayor predicamento se encontraba sobre todo entre los estratos más humildes de la población, al tiempo que Charlot se codeaba con lo más granado de la sociedad europea o estadounidense.
Pues bien, ahora Ortega vuelve a este tan querido terreno cinematográfico para ofrecernos Eso no estaba en mi libro de Historia del Cine, todo un apasionante recorrido por las entrañas de este campo. Así las cosas, veremos cómo se forjó su industria, quiénes fueron sus principales impulsores y cuáles sus secretos más recónditos. Y, como no podía ser de otra manera en el caso de un editor que ha impulsado tantísimas obras literarias, se aborda la estrecha relación entre el cine y la literatura; por otro lado, se analizan sagas y franquicias como La guerra de las galaxias o El Padrino, y se comentan las innumerables calamidades que se dieron cita en los rodajes de títulos tan míticos como Tiburón o Cleopatra.
En estas páginas aparecerán los directores más gloriosos de la historia — Hitchcock, Bergman o David Lean— y, naturalmente, las estrellas más rutilantes del firmamento cinematográfico: Greta Garbo, Marilyn Monroe, Marlon Brando, Robert De Niro…, al lado de detalles realmente curiosos. Ejemplos: Akira Kurosawa, el director japonés más célebre y admirado, intentó quitarse la vida tras el fracaso comercial de Dodeskaden; Martin Sheen sufrió un infarto durante el rodaje de Apocalypse Now; el principal creador del lenguaje cinematográfico era un fervoroso partidario del Ku Klux Klan; en 1921 Fatty Arbuckle, uno de los cómicos más célebres de su tiempo, fue acusado de asesinar a la joven actriz Virginia Rappe; Heddy Lamarr, que protagonizó el primer desnudo integral del cine comercial, fue la artífice de la invención que hoy sustenta tecnologías como el WiFi y el Bluetooth; o extravagancias tan llamativas en torno al film El resplandor, de Stanley Kubrick, que contendría según algunos una confesión de que la llegada a la Luna fue filmada por el propio director en un estudio.