Literatura enterrada en cementerios
Una nueva novedad, de la narradora Mariana Enriquez, sobre el ámbito de los camposantos se añade a otros libros que han analizado tumbas y epitafios por todo el mundo.
rónica de observaciones viajeras, ensayo literario, anecdotario sobre célebres personalidades de las artes, las letras, la historia y la política. Todo esto quedaba reunido en Cementerios. Historias de lamentos y de locuras (Adriana Hidalgo, 2011) del italiano Giuseppe Marcenaro, un crítico de arte y escritor cuyos libros son una invitación al viaje literario por espacios y tiempos que se superponen y llevan al hoy desde el ayer, al pasado desde el presente. En el caso de este volumen, tal relación no podía ser más estrecha: Marcenaro acudía a un cementerio y una lápida, una tumba, un epitafio eran en realidad la excusa para penetrar en las vidas de los autores que más le interesaban, por lo que el libro, con su red de artículos de corte biográfico, constituía una forma de abordar la vida desde el lugar donde están enterrados los que ya se despidieron de ella. Asimismo, constituía una prolongación de su propio ámbito vital, pues «con frecuencia miro a mi biblioteca como a la representación casera de un cementerio. La gran estantería de pared es un soberbio columbario sin un fin reconocible. Los nombres de los autores impresos en los lomos son el paradigma imaginario de los epitafios de una urna funeraria. Los libros “muertos” están ahí por años, sin ser buscados, olvidados. Detrás de cada lomo, en polvo de papel, persiste el resumen de las existencias. Silenciosas. Bendito el hombre que es capaz de despertar un texto. Que equivale a resucitar a un muerto».
El autor genovés resucitaba a muchos muertos tanto abriendo sus libros como visitándolos in situ donde descansan. De manera concreta en capítulos como «Nevermore», sobre el fundador del género detectivesco, el narrador que elevó a categoría artística la trama de asesinatos y argucias policiales en cuentos como «El escarabajo de oro» o «La carta robada», Edgar Allan Poe, enterrado en el cementerio de Westminster Hall. Así las cosas, el visitante que hoy pise Baltimore que cuenta con un museo sobre el autor y hasta una cerveza local se llama como su célebre poema, «Raven» tendrá la posibilidad de asistir a una curiosa celebración que dio inicio en 1949: según pasa cada año de forma enigmática, un desconocido al que llaman «Poe Toaster» (que significaría ‘el que brinda por Poe’), al parecer vestido de negro y ayudado por un bastón así al menos era la descripción que se dio desde una agencia de noticias en 1999 colocará una botella medio vacía de coñac y un ramo de rosas rojas en la tumba del escritor que encontró la muerte en circunstancias que aún están lejos de desvelarse, el 7 de octubre de 1849, después de llevar seis días allí y ser encontrado inconsciente en una taberna, en esta ciudad de Maryland que fue para Poe verdaderamente crucial tanto en su vida personal como creativa. Allí el poeta de Tamerlane y otros poemas, obra concebida a los dieciocho años, decidió escribir narrativa, llegando a ganar un premio de cuento por «Manuscrito encontrado en una botella»; allí encontró el amor por su prima Virginia Clemn, que sólo tenía trece años el día de la boda.
Marcenaro estaría de acuerdo con lo que explicaba Cees Nooteboom en Tumbas de poetas y pensadores (Siruela, 2007), un precioso libro realizado a partir de toda una vida dedicada a visitar, alrededor del mundo, el espacio donde descansan sus escritores predilectos que no tenía nada de necrófilo, sino de delicado homenaje a aquellos que han hecho pervivir su canto poético a través del tiempo. «La mayoría de los muertos callan. Ya no dicen nada. Literalmente, ya lo han dicho todo. Pero no sucede así con los poetas. Los poetas siguen hablando». Esa paradoja de la muerte vivificada por la perpetua voz del creador alimentaba el deseo de Marcenaro a la hora de ir en pos, por ejemplo, del lugar donde está enterrado Arthur Rimbaud (en su localidad natal de Charleville) o Robert Louis Stevenson (en un monte inaccesible de la lejanísima isla de Samoa), cuyo epitafio consta de versos propios, al igual, añado yo, que en el caso de Unamuno y Rilke, o como este tan bonito: «Aquí yace el poeta Vicente Huidobro. Abrid esta tumba: al fondo se ve el mar».
MÁS ALLÁ DE LO MACABRO
El visitante se presentaba frente al nicho, lo describía, analizaba lo que le rodeaba e incluso abordaba la historia del cementerio para entender qué muertos descansaban en él. No en vano, como sucede en El Cairo, el camposanto ha acabado por llamarse Ciudad de los Muertos, pues «ha devenido sitio natural de refugio» para las gentes miserables que no pueden vivir en la caótica urbe egipcia: «Unos trescientos mil, como insectos enloquecidos, han ocupado con rapidez las casitas construidas originalmente para albergar a los peregrinos y a los guardianes de los grandes mausoleos. También han ocupado las tumbas. Cocinan, fornican y duermen en los elegantes nichos de los grandes visires. Ante el hecho consumado, el Estado ha proveído electricidad, ha asfaltado las terrosas calles y abierto escuelas en las antiguas tumbas».
Esta y otras muchas curiosidades, rigurosamente documentadas, empapaban un libro que, como en el caso del autor holandés, estaba lejos del morbo. Lo mortuorio aparecía como modo de comprender lo vitalista: las amantes y admiradores de Bertolt Brecht están reposando cerca de este, enfrente de Hegel, por cierto, en el berlinés Dorotheen-Friedhof; el suicida Maiakovski se encuentra en Novodieviche, «el cementerio de los escritores, los músicos y los personajes de la política». Allí están Chéjov, Gógol, Bulgákov. Mucho más al sur, en Portbou, fue arrojado Walter Benjamin a una fosa común. No muy lejos, vemos a Shelley en Roma. Al otro lado del Atlántico, Poe es visitado en su tumba por un desconocido que en cada aniversario le lleva flores y bourbon...
Otro apartado de Cementerios lo formaban aquellas tumbas que explican pedazos de historia y política. Marcenaro visitaba el mausoleo de la Plaza Roja y lo que ocurrió con el cadáver de Stalin. También seguía la huella de los restos de Napoleón en Les Invalides (se cuenta cómo se trasladó de la isla de Santa Elena a Francia y
de algunos de sus miembros, como su pene, que acabaron siendo reliquias subastadas), los de Marx en Londres y los de Rasputín en San Petersburgo. Y también mención aparte merecerían los cementerios que son en sí mismos lugares monumentales y simbólicos, como el Cementerio de las Trescientas Sesenta y Seis Fosas de Nápoles, que componen «un formidable calendario fúnebre, en forma de criptografía astronómica», y el de Recoleta, en Buenos Aires, delante de rascacielos que dan una rara perspectiva: «Desde el inmóvil más allá se tiene una vista del frenético más acá».
Pero, si se habla de camposantos letrados, ninguno como el que está en París, «la única ciudad del mundo donde aún se puede morir de hambre y ser enterrado en un cementerio entre gente ilustre»: Père-Lachaise. Según Marcenaro, presenta tres rasgos preponderantes: es histórico, insólito e incluso erótico. El centro de la ciudad del amor es su cementerio Eros y Tánatos; dicho de otro modo, lo que rige el día a día hasta que nos llegue el último , dice el autor, «por lo tanto el mundo tendría su punto geodésico en un cementerio». No en balde, desde el los albores de los rituales de enterramiento, la relación sentimental entre el ser humano y los cementerios es notablemente estrecha, llena de fe, ilusiones y esperanzas; el narrador holandés, por su parte, explicaba muy bien nuestra relación con los muertos en el prólogo a su libro: «Cuando se trata de tumbas, todo es irracional. Llevamos flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella». Más si cabe si el difunto dejó obra escrita: «Pues eso es lo que queremos; queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos leyéndoles, porque ellos siguen hablándonos».
DE GÉNOVA A LA RECOLETA
A estas referencias bibliográficas surgidas en los últimos años se añade ahora
una serie de muy particulares crónicas de viajes por medio mundo, obra de Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973), periodista, subeditora del suplemento Radar del diario Página/12 y docente. Previamente la conocíamos por sus novelas, relatos de viajes y libros tan singulares como La hermana menor, acerca de la escritora Silvina Ocampo. Ya Anagrama le publicó, aparte de este último libro, las colecciones de cuentos Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego, galardonado en 2017 con el Premi Ciutat de Barcelona en la categoría «Literatura en lengua castellana».
Dos años más tarde, ganó el Premio Herralde de Novela con Nuestra parte de noche, que también mereció el Premio de la Crítica, de modo que estamos ante una autora que ha recibido una gran cantidad de parabienes. Por ello, es una garantía de buena literatura este trabajo último suyo, tan especial, en que documenta su paso por algunos de los cementerios más famosos, como el de Montparnasse de París, el de Highgate en Londres o el cementerio judío de Praga. Y, como en los libros antes citados, en sus páginas asomarán grandes personalidades, además de epitafios, esculturas, criptas, catacumbas, etcétera.
Publicado por primera vez por la editorial Galerna en Argentina en 2014, esta edición de Anagrama incorpora nuevos paseos; de hecho, originalmente había dieciséis cementerios y ahora vemos veinticuatro. «Un libro hipnótico... Una suerte de cronista punk con una genuina adoración por lo fúnebre», ha dicho al respecto Martín Caamaño, en Los Inrockuptibles; «Su mirada mezcla el oficio de periodista e investigadora paranormal... Tiene un radar para lo extraño», escribió Roberto Abad en la Revista de la Universidad de México; «Con un agudo sentido del humor, Mariana Enriquez desentierra detalles históricos, necesariamente macabros, para revelar que los cementerios son mucho más que polvo y huesos: lugares cargados de sensualidad y misterio, como la vida misma», apunta Bernardo Esquinca.
Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios se abre con una cita de la escritora norteamericana Flannery O’Connor, muy bien elegida, perteneciente al cuento «Más pobre que un muerto, imposible»: “El mundo se creó para los muertos. Piensa en todos los muertos que hay –dijo, y luego, como si hubiera concebido la respuesta a todas las insolencias, añadió–: ¡Los muertos son un millón de veces más que los vivos y el tiempo que los muertos pasan muertos es un millón de veces más que el tiempo que los vivos pasan vivos!”. Inmediatamente después, Enriquez nos traslada al Cementerio Monumental de Staglieno, en Génova, que visitó en 1997. Una visita que no había planeado de antemano pero que le resultaba familiar al recordar que una de sus llamativas tumbas había sido la tapa del disco Closer y otra la del single Love Will Tear Us Apart, ambos de la banda de post-punk inglesa Joy Division.
Pero entonces Staglieno pasó a convertirse en una obsesión para la autora. «No sabía mucho de ese cementerio. Entonces no era catadora de cementerios, como ahora. Había recorrido intensamente el de La Plata, con sus pirámides y sus esfinges (está sembrado de masones), y bastante el de Recoleta, cuando todavía no era una atracción turística, cuando formaba casi una abandonada ciudad de bóvedas grises, antes de que los tours taponaran la avenida donde está sepultada Eva Duarte y se editaran libros sobre las curiosidades del cementerio y sus estatuas y sus historias de enterrados vivos», señala. E incluso habla de cómo decidió que, cuando muera, sus amigos arrojen sus cenizas dentro de una tumba en particular, en la Recoleta: la de Mendoza Paz, fundador de la Sociedad Protectora de Animales. Se trata de una pirámide muy austera