destino La Rioja
La quinta generación de la tonelería Gangutia insiste en aportar fuego, madera de roble y tecnología a vinos, wiskis y vermús. Sus barricas son la parte más antigua de una copa de vino
“Un tonelero es un híbrido a mitad de camino entre un carpintero y un enólogo”. Lo cuenta Teresa Pérez junto a los cubos hechos de tablas de roble que se secan al sol en el exterior de la tonelería Gangutia. Es una mañana primaveral en Cenicero (La Rioja), y la gerente se explica por encima del ruido de los martillos y las lijas junto a su marido, Fernando Gangutia, quinta generación de una empresa que celebra sus “150+1” años.
Los toneles no siempre fueron el maridaje inevitable del vino. Eran un medio de transporte, un contenedor para garbanzos o aceite o harina del que no se sospechaba que añadiera ningún valor particular a las uvas. “Los celtas ya los usaban como medio de transporte y como unidad de medida. Se dieron cuenta de que la madera de roble era perfecta para eso, porque se doblaba sin quebrarse y aguantaba sin pudrirse”, detalla Teresa. “El valor enológico de las barricas no se descubrió hasta los 80 –explica Fernando–, una época en la que parecía que este oficio se iba a acabar”. Esa revolución le encontró empezando Administración de Empresas en Bilbao. “Yo había vivido la tonelería desde niño y venía a ayudar los fines de semana. No pensaba que me fuera a dedicar a esto, pero luego vi que podía aplicar lo que había aprendido para modernizar una empresa que era muy importante para mí”.
Gangutia empieza con el tatarabuelo Santiago, que se traslada de Bérriz (Vizcaya) a La Rioja para ofrecer sus servicios. “Probablemente aprendió el oficio en un puerto. Entonces, tenían las herramientas e iban de bodega en bodega. Su hijo Tanis ya se ins
tala en el centro de Cenicero. Para cuando empiezo a trabajar yo, esto seguía siendo un taller artesanal en el que trabajaban dos señores que no solo es que no hicieran labor comercial, es que no tenían ni carnet de conducir”. Fernando convirtió Gangutia en una empresa moderna, pero mantuvo los principios artesanales, una larga lista de cuidadosos procesos: secar; mecanizar (cortar las piezas); canar (uniformar el tamaño); armar (trenzar las tablas); domar (ablandarlas con agua o fuego para poder doblarlas); tostar; ruñar (labrarlas); fondar (poner los fondos); vestir (dar forma a la barrica con los aros); hacer la prueba de estanqueidad; pulir; y marcar (poner los logotipos). Todas estas fases se completan en un taller que ofrece a diario un espectáculo coreografiado de fuegos y vapor de agua. Los 30 trabajadores de Gangutia alimentan las llamas, cortan las duelas, manejan el láser o trasladan las barricas de un lado a otro usando la punta de los dedos, como para confirmar la intuición celta sobre la idoneidad del formato como transporte.
De estos procesos, hay tres que marcan la diferencia, los que le dan la personalidad al vino y prueban la pericia del tonelero: la selección de maderas, el secado y el tostado. La primera se hace con bosques del Medio Oeste de Estados Unidos y de distintas regiones de Francia, aunque también se trabaja con roble europeo y acacia asturiana. Como pasa con las viñas, los suelos son importantes y además, “si un roble ha crecido más o menos un año la pieza tendrá un grano grueso o fino y será más o menos sabrosa”, explica Teresa. El secado se hace de forma natural.
“La madera necesita el aire y la lluvia para limpiarse y afinarse, hay que dejar que trabajen los hongos; nosotros diseñamos el curado de cada roble según su ADN”, cuenta la gerente. En cuanto al tostado, es el proceso más apreciado por los enólogos. Aquí es donde nacen los matices: de las intensidades del whisky a las sutilezas de la vainilla, los torrefactos y las notas afrutadas o especiadas de los tintos. “Todo el mundo pide tostado medio, pero para cada uno es una cosa
diferente, así que al final tenemos un tostado medio distinto para cada bodega”, explica Teresa.
La dimensión en la que operan las barricas es el tiempo. Son la parte más antigua de una copa de vino: un tinto con algo de crianza tiene una historia que comienza 100 años antes en un bosque de Missouri, Ohio, Jupilles, Tronçais o Vosges. El vino se contagia de longevidad y consigue una vida extra, como explica Álvaro Martínez del Castillo, enólogo de la bodega riojana Martínez Lacuesta y descendiente de los fundadores: “lo que hace la barrica es cambiar las características organolépticas del vino, las altera y consigue que viva más. Sin esa aportación de roble, el vino va a perder muy rápido esas cualidades y la intensidad de los aromas y los sabores”. Para subrayar la importancia de las barricas, Martínez Lacuesta recibe a los visitantes con una exposición de antiguas herramientas de tonelería, con las que la bodega, que cumple 125 años (+1, también), demuestra su tradición artesana. Tras una etapa en la que la madera fue protagonista en nariz y paladar, el presente y el futuro es de “unos vinos más suaves y ligeros, con menos grado” para los que las barricas seguirán siendo fundamentales, esta vez con tostados cortos con los que poner a prueba su sutileza. ¶
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