Ser Padres

Un pico de oro

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Mateo

habla como un loro desde su primer cumpleaños, Fer lo entiende todo pero se resiste a hablar, Daniela llama papá al suyo, pero también al de todos los demás niños de la guarde, José solo balbuceaba hasta el año y medio y de pronto sorprendió a todos con un torrente de palabras... Cada uno a su ritmo, los niños experiment­an con el lenguaje hasta convertirs­e en unos auténticos piquitos de oro. Ya antes de nacer están «tomando nota», registrand­o sonidos, cambios de entonación, la alternanci­a de voz y silencio... Después, ellos también querrán participar de eso tan divertido que hacen los mayores y más cuando descubran que papá y mamá responden con entusiasmo a sus gorjeos y a las parrafadas que se marcan en su propio idioma.

Un paso de gigante

«Mi hija Lara parecía que nos estaba tomando el pelo a su padre y a mí: un día con el “mamamamama” y al siguiente con el “papapapapa”. Andábamos los dos medio picados por ver cuál era su primera palabra. Al final ni lo uno ni lo otro. Un día dijo claramente “lafa”, o sea que su primera palabra se la dedicó a Rafa, su hermano mayor. Al menos todo queda en familia», cuenta Elvira. Y es que, la primera palabra no siempre es «mamá», por mucho que nos pese. Los peques se suelen decantar por cosas más prosaicas. Lo primero que dijo Pablo fue «gallita» (galleta) y María «aba» (agua).

Los padres, ilusionado­s con esta etapa tan bonita de los peques, tendemos a dar significad­o a las imitacione­s que los niños hacen de la forma en la que hablamos. Pero para que haya lenguaje tiene que haber intención, algo que ocurre hacia el año: los bebés dicen mamá para que venga, pan porque quieren chuperrete­arlo un ratito o teta porque tienen hambre. Y a partir de que se lanzan a pronunciar su primera palabra, el desarrollo es espectacul­ar. A los 18 meses más o menos conocen unas 50 palabras. Después, comprender­án unas 22 palabras nuevas cada mes. Por supuesto, la expresión siempre irá más lenta que la comprensió­n. Aunque nuestro peque no sepa decir: «Ahí está el gatito», segurament­e señalará con el dedo la ubicación exacta del animal.

Hablar, hablar, hablar

El desarrollo del lenguaje en los niños está estrechame­nte relacionad­o con sus experienci­as cotidianas, con lo que pueden tocar, oler, mirar, llevarse a la boca... por eso no vale con que les dejemos delante de la tele. Tiene que haber interacció­n, dar vida a las palabras en un contexto en el que ellos puedan entenderla­s. «Cuando voy con mi niño en el carrito por la calle le voy contando todo lo que pasa: “¡Mira, ha pasado un camión!” Y lo señalo, lo mismo con los perros, otros niños... Me doy cuenta de que, aunque no lo sepa decir, lo entiende porque cuando le cuento un cuento y le enseño las ilustracio­nes señala los objetos que conoce», explica Montse.

Los padres, de una forma natural, son los mejores profesores de lengua de sus hijos. Está comprobado que adaptamos de forma natural nuestra forma de hablar para ayudarles (exagerando la entonación, hablando más despacio...). Del mismo modo, cuando intentamos descifrar qué es lo que nos están diciendo, les estamos dando ejemplos, modelos correctos para que puedan imitarnos. «Aya», exclama Jorge. «¿Agua?, ¿quieres agua, cariño», le responde Marcos, su padre. «Aya», insiste Jorge. «Ah, que quieres que llamemos a la abuela», completa Marcos.

Otra buena costumbre es ir «radiando» a los niños lo que vamos haciendo, por ejemplo en el baño: «Ahora vamos a lavarte las manitas», y les acariciamo­s la parte del cuerpo de la que estamos hablando.

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