Hiperactivos ¿Cuál es la causa?
Hay dos formas de enfocar y tratar el problema de estos niños
IVÁN, de seis años, era un auténtico torbellino, no podía estar quieto ni un segundo. Los padres comentan que abandonaba todas las tareas, deberes incluidos, al poco de empezarlas, que no les escuchaba ni obedecía, perdía sus cosas y no pensaba antes de actuar. Y en las reuniones familiares o cuando estaba con otros niños se portaba aún peor, tanto que cada vez recibía menos invitaciones a cumpleaños.
BEA repite tercero de primaria. Es normal, en clase jamás prestaba atención a las explicaciones de su profesora, la interrumpía sin venir a cuento, se levantaba cada dos por tres y distraía a los compañeros. Y no solo eso: era incapaz de esperar el turno en el comedor y en el patio demostraba claramente no tener la más mínima noción del peligro. Su profesora decía de ella que a sus ocho años es una niña muy despierta, pero «parece como si tuviera un motor en el cuerpo», un motor que nunca se detiene.
¿Qué les pasa a estos niños? Está claro que no eran solo muy movidos, dos rabos de lagartija, eran mucho más que eso. Los padres de Iván sentían que su hijo les retaba continuamente. «Nos pasábamos el día diciéndole, no, no, no, y eso es agotador». Y Bea, a pesar de su mente despierta y vivaracha, tiene un expediente académico desastroso y todos los niños del colegio la conocen porque siempre daba la nota. Iván y Bea eran castigados por su comportamiento en casa y en el colegio un día sí y otro también. Pero todo cambió, por suerte. Los padres de Iván, cansados de no saber qué hacer con su hijo, le llevaron al pediatra. El médico les remitió a un neurólogo para una evaluación, este doctor les hizo muchas preguntas sobre su pequeño para averiguar si tenía síndrome de hiperactividad. Todas las respuestas fueron positivas. El especialista les derivó a un psiquiatra, quien recomendó terapia cognitivo-conductual y prescribió unas pastillas para que el pequeño pudiera concentrarse. Los padres de Bea acudieron a un psicoanalista. La niña comenzó a ir una vez por semana a la consulta del especialista, allí hablaba de sus preocupaciones, dibujaba y jugaba con las piezas que el terapeuta ponía a su disposición: animales, legos, soldados, y poco a poco se concentraba durante más tiempo en las sesiones y en el colegio se mostraba más mucho serena.
Iván y Bea tienen síntomas parecidos pero sus tratamientos son notablemente diferentes. La razón es que los especialistas que les atienden contemplan lo que les ocurre a estos niños bajo un prisma distinto
«El trastorno de hiperactividad en el 90 por ciento de los casos es de origen neurológico, es decir, tiene un componente genético», asegura el doctor Antonio Martínez Bermenjo, jefe de Neurología Infantil del Hospital La Paz de Madrid. «Muchas veces el padre o la madre de ese niño ha tenido en su infancia el trastorno, incluso muestra rasgos de hiperactividad de adulto», añade este profesional.
En cambio, el psicoanalista Guillermo Kozameh lo considera de una forma distinta: «Algunos autores dicen que la hiperactividad es un trastorno cerebral y otros piensan que se debe a causas de tipo emocional, yo pienso que puede tener de las dos causas y que los profesionales tenemos que hacer el diagnóstico con lupa para no responsabilizar rápidamente al cerebro ni responsabilizar rápidamente a la familia».
Cabe pensar que lo importante es conseguir que Iván y Bea pisen el freno de su actividad desordenada, se centren en sus estudios, escuchen a sus padres y se relacionen mejor con otros niños y que todo esto puede conseguirse con
ambos tratamientos. Pero algunos especialistas alertan de que ciertos tratamientos pueden ser hasta perjudiciales para el pequeño. «La conducta es una forma de manifestarse, un síntoma de un conflicto que no siempre es grave», asegura Pablo García Túnez, psicólogo clínico, psicoterapeuta y vocal del Consejo Andaluz para Asuntos de Menores.
Por eso para este especialista, antes de parar a un niño hay que detenerse a mirar su vida, ver cómo son sus relaciones con los padres y en qué ambiente se desarrolla. «Si no, es difícil que lleguemos a comprender su conflicto, y ponerle un tratamiento sin entenderlo no solo no puede ser bueno sino que incluso puede ser dañino».
Un niño puede moverse y estar permanentemente distraído por muchas causas. Tal vez los padres nunca le han puesto límites y esté buscándolos (sin contención, se desparrama). Quizá uno de los padres esté deprimido o la relación de pareja ha entrado en crisis y eso provoque tanta ansiedad al pequeño que no puede concentrarse en nada. Puede que no logre superar la pérdida de un abuelo; quizá fue adoptado y en el primer hogar vivió en un ambiente caótico o de violencia, y por eso está siempre alerta; tal vez necesite la atención de su profesora y no sabe cómo conseguirla, cada niño es único y su vida también. Y para saber qué le está pasando, hay que permitirle expresarlo. «No olvidemos que si un niño tiene un problema, al primero que hay que escuchar
es a él», indica el psicólogo Pablo García Túnez.
En nuestro país la gran mayoría de niños hiperactivos son tratados con terapia cognitivo-conductual y pastillas, solo unos pocos niños hacen terapia psicodinámica. Y muchos médicos, psicólogos y psicoanalistas de todo el mundo cuestionan ese enfoque. Este sector crítico asegura que se realizan demasiados diagnósticos de hiperactividad, que no se pregunta al niño qué le pasa, que no hay por qué usar tantos fármacos y que aún no se conocen los efectos secundarios que esos psicofármacos pueden tener a largo plazo.
El trastorno se ha puesto de moda en los últimos años. No es de extrañar que algunos padres de críos movidos piensen con temor que sus hijos son hiperactivos. Conviene ser cautos y no apresurarse a buscar tratamiento. «Para diagnosticar a un niño de hiperactividad tiene que ser mayor de cuatro años», dice Guillermo Kozameh. «Un niño de tres, cuando llega a la consulta, se mueve por todas partes, lo toca todo, corre, eso es normal a su edad».
La alarma es mala consejera, pero tampoco hay que dormirse en los laureles, claro, y esperar a que el pequeño tenga ocho o nueve años, porque el niño que no puede parar sufre, y mucho.