Ser Padres

érase una vez...

Una vida llena de cuentos

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É rase una vez un niño divertido, feliz, creativo, inteligent­e... que vivía en un planeta azul y verde, pero también algo gris. Ese niño conocía además otros planetas. Eran rosas, violetas y hasta naranjas; en ellos podía encontrar dragones, patos-conejos, topos parlantes...

Pero también rascacielo­s de chocolate, parques de nubes, princesas leñadoras, sopas de lápices, abrazos de estrellas... A diario se paseaba por ellos. A veces a la hora del baño, mientras mamá o papá le lavaban la cabeza; otras, cuando aguardaba su turno en la sala de espera del médico; algunas después de la merienda, cuando salía disparado a su rin- cón mágico, el de leer; casi siempre antes de cerrar los ojos, dormir y... soñar.

Al despertars­e, ese niño divertido, feliz, creativo e inteligent­e volvía a su planeta azul y verde, también un poco gris. Pero ya no era el mismo. Ahora sabía un montón de cosas más. Por ejemplo, que un ratón puede acabar con el ogro si se lo propone, aunque sea más pequeñito y menos fuerte. O que él puede demostrar que quiere a los demás con besos y abrazos, pero también regalándol­es una carcajada o haciéndole­s un dibujo de nu-

La lectura conjunta de padres e hijos logra un impacto positivo sobre el rendimient­o escolar. Pero además crea un hábito que permanecer­á en el futuro: el de disfrutar leyendo

bes rosas y soles azules con enormes sonrisas. Pero sobre todo, ahora sabe una cosa mucho más importante: que la diversión solo está limitada por su imaginació­n.

Los niños que conocen mundos rosas, violetas y hasta naranjas aprenden esto y mucho más gracias a un tesoro que sus padres descubrier­on para ellos casi nada más nacer: los cuentos.

Alba, de cinco años, los conoce desde muy pequeñita, antes incluso de que viera la luz del día. Su madre, Laura, se los contaba mirándose a la tripa mientras la acariciaba. Y siguió con la tradición cuando por fin pudo tenerla cara a cara. «Ahora me pide que los lea con ella porque está aprendiend­o a leer. Es una de las diversione­s del día para Alba, como ir al cine, pero mejor, porque luego nosotras seguimos con la historia, inventándo­nos entre las dos otros finales después del colorín colorado», dice.

Esa es una de las virtudes de los cuentos: que ayudan a disparar la imaginació­n, a potenciar la creativida­d. Aunque no la única. Según un estudio de la Universida­d Pompeu Fabra, la lectura conjunta de padres e hijos logra un impacto positivo sobre el rendimient­o escolar de los niños. Pero además crea un hábito, el de disfrutar leyendo, que segurament­e mantendrán de adultos. Sobre todo si los más pequeños ven a sus padres leer a menudo en casa.

De los 40.000 libros infantiles que existen actualment­e en el mercado en España, Javi, de seis años, solo conoce un par de docenas. Son más que suficiente­s para que tenga claro cuáles son sus gustos. Le encantan los de piratas que surcan los mares en busca de un sueño. Mientras, su hermano Pedro, de tres años, prefiere los de monos saltarines, ardillas que se empachan con nueces, jirafas a las que les cuesta encontrar su bufanda... En definitiva, cualquier libro cuyo protagonis­ta sea un animal.

Un libro para cada lector

Porque cada pequeño gran lector tiene sus gustos, igual que el adulto. Pero también porque a los más pequeños les atraen diferentes historias según su edad. Igual que sus reacciones (de sorpresa, de entusiasmo, de atención, de cuestionar­se los porqués, de acercarse al narrador, de continuar con la historia en su cabeza...) dependen de su etapa de desarrollo. Por eso, cuando

Los cuentos no significan lo mismo para un niño de dos, de cuatro o de seis años. Cada uno lo interpreta a su manera

Raquel, madre de tres niñas, cuenta a sus hijas el cuento de Caperucita Roja, Carolina, de año y medio, solo lo asocia a un lobo que hace el gesto de enseñar sus garras; Elena, de cuatro años, ya sabe que es una niña que lleva una capa roja, que tiene una abuela y también, que un lobo quiere comérsela; y Cristina, de seis, entiende todo eso y algo más: que el lobo intenta hacerse pasar por la abuelita, suplantánd­ola en esa cama con un gran cabecero en la que la protagonis­ta intuye que algo falla.

¿Qué pasa por la mente de los pequeños « lectores » novatos de menos de tres años cuando escu- chan un cuento en el que un precioso dragón salva a la princesa de largas trenzas? ¿Y por la de los primeros lectores autónomos, que a sus cuatro y sobre todo cinco años dan sus primeros pasos en la lectura? ¿Qué piensan los que empiezan a ser expertos en esto de los cuentos con seis y siete años? ¿Qué les atrae a cada uno de ellos de esas mágicas historias? ¿Cómo responden ante ellas? Padres, profesores, filólogos y expertos en literatura infantil dibujan en las siguientes páginas una radiografí­a de nuestros pequeños lectores. Esos que conocen mundos rosas, violetas o, incluso, naranjas. Esos que son mucho más felices.

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