Ser Padres

y es de verdad! No es un cuento

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Leo, de doce meses, está sentado en un rincón de su manta de juegos. Tiene en sus manos un cubilete que coge, vuelve a dejar sobre la manta, agarra de nuevo... Hasta que oye la voz de su pa

dre, que está sentado a unos tres metros de él. «Érase una vez un gato llamado Gustavo al que le gustaba esconderse en tooooo-das partes » , le dice enseñándol­e un libro donde aparece un gatito con bigotes y una pequeña nariz rosa. «El gato Gustavo se escondía detrás de las plantas. ¡Cu-cú! ¿Dónde está?», continúa cambiando la entonación de su voz en cada frase. «También se escondía debajo de la mesa. ¡Cu-cú! ¿Dónde está el gato?», dice ahora bajito, enseñándol­e la ilustració­n en la que Gustavo aparece acurrucado bajo una mesa. Papá pronuncia las palabras despacio, dejando que hagan su magia. Llega el final del cuento, y el gato Gustavo aparece en su lugar preferido: los brazos de la mamá gata. Para entonces, Leo ya no está sentado en la esquina de su manta de juegos. Poco a poco ha ido avanzando hasta su padre, gateando sin dejar de mirarle. Y cuando ha llegado a su altura, ha intentado subirse a su regazo, para estar más cerca. Es una de las reacciones más comunes de los bebés al escuchar un cuento: querer tocarlo. También intentarán imitar los movimiento­s de los personajes: probarán a dar palmas igual que el dinosaurio las da cuando convoca a sus amigos; abrirán mucho la boca como hace el niño del cuento que espera la siguiente cucharada de sopa; girarán la mano en un sentido y otro si el cuento incluye una repetición al estilo de los cinco lobitos...

Estos gestos son su forma de decirnos que ya no hay vuelta atrás: ahora tiene los cinco sentidos en esa historia. Cuando el niño crezca un poco, sus reacciones cambiarán. Hacia los dos años preguntará por qué la madrastra es malvada, aso-

Leer un cuento es como actuar: hay que usar la entonación, las onomatopey­as, los gestos (dar palmas, soplar...)

ciará las ilustracio­nes con las palabras y será capaz de terminar frases de su cuento preferido, ese que no se cansa de escuchar. De nuevo, los cuentos habrán hecho su magia.

Gracias a ellos, los más pequeños dan un paso más antes de celebrar su tercer cumpleaños: aprender el desarrollo de una narración con una introducci­ón, nudo y desenlace.

Un momento muy íntimo

Beatriz Montero, filóloga, coordinado­ra general de la Red Internacio­nal de Cuentacuen­tos y especialis­ta en los llamados bebecuento­s –cuentos dirigidos a bebés–, nos confirma que aunque Leo tenga solo doce meses, ya se siente atraído por los libros. No solo porque algunos incluyan pop-ups, diferentes texturas o colores que resultan atractivos hasta para un adulto, sino también por el ritmo de las palabras, su musicalida­d, las pequeñas rimas y el cariño que papá dirige al pequeño Leo cuando le lee.

« Los cuentos colaboran en la formación neuronal del bebé, ayudándole a adquirir vocabulari­o y despertand­o su imaginació­n», explica Montero. « Pero además, cuando los padres leen al bebé, se crea un momento de intimidad muy especial en el que el niño es consciente de que le están dedicando

toda su atención. En ese momento se siente muy querido, seguro, tranquilo... porque en ese instante se están creando vínculos afectivos muy fuertes. De hecho, casi todos tenemos grabado uno de esos momentos en nuestra memoria. Por ejemplo, los cuentos que nos contaban nuestros padres antes de irnos a la cama», dice esta autora de seis cuentos infantiles y de la guía Los secretos del cuentacuen­tos (ed. CCS) en la que desvela cómo mejorar la técnica de contar cuentos.

Despacito y exagerando

Gabriela, madre de Pablo y Elena, de once meses y dos años respectiva­mente, ha dado con la técnica adecuada. Se trata de contar los cuentos despacito y con cariño mientras exagera los gestos y pone atención a la entonación. «Creo que eso es lo que les atrae tanto: el juego de las voces, la teatralida­d, poner cara de asombro, cambiarla por una triste o de felicidad... Es un pequeño teatro, y al mismo tiempo, van aprendiend­o a conectar gestos con emociones», cuenta. Y pone un ejemplo: hace un par de días, estando en el parque, Elena vio que una niña lloraba cuando su padre le decía que había que ir a casa. Se quedó mirándola. Entonces Gabriela le dijo a su hija: «Es que está triste porque le gustaría quedarse en el parque, pero no puede ser». «¿Como cuando Cenicienta está triste porque no puede ir al baile?», preguntó Elena. Acertó. Y Gabriela le leyó otra vez el cuento de la Cenicienta aquella noche, cuando con los ojos cerrados y ya medio dormida, Elena le hacía una petición entre susurros: «Otra vez, mamá».

Elisa, la madre de Raúl, de 19 meses, se preguntaba qué pasaría por la cabeza de su hijo para pedir constantem­ente un mismo cuento: el de los tres cerditos. Y se dio cuenta de que

«¡Otra vez, otra vez!». Les gusta escuchar la misma historia con las mismas palabras y la misma estructura

no era la historia en sí lo que atraía su atención. «Aunque es muy pequeño, quería saber qué es lo que entendía él del cuento, así que le pregunté qué casa era la que el lobo no derribaba, por qué soplaba, si me podía repetir el final... Lo que él entendía era que había tres cerditos y un lobo, y de hecho era capaz de relacionar a cada uno con sus ilustracio­nes, incluso qué casa construían, pero la historia era lo de menos. Lo que le encantaba era que las acciones fueran repitiéndo­se con los tres hermanos cerditos, que yo hiciera que soplaba muy fuerte, mirar los dibujos...», cuenta Elisa.

¿No entiende el cuento?

En realidad, sí, a su manera. A esta edad aún no son capaces de interpreta­r historias completas, pero sí de disfrutar de los dibujos, de las palabras, de relacionar los sonidos con el animal que los emite... Además, todos esos personajes que viven en el universo mágico de los cuentos –el árbol encantado, la casita de chocolate, el dragón bebé...– empiezan a formar parte de su vida, en la que aún no hay una separación entre realidad y ficción.

Conciben el mundo como un lugar donde todo es posible: que un conejo sea rosa, que el sol hable con la luna, que las paredes sean de chocolate... Y todos esos personajes que conocen gracias a los cuentos van tomando forma en su mente, donde hacen sus asociacion­es a medida que se van acercando a los tres años. Por eso, cuando la madre de Bea le dijo a su marido que había perdido el monedero, Bea intervino en la conversaci­ón: «¿Lo has perdido en el bosque, mamá?». Porque allí, en el bosque, es donde se pierden montones de cosas: Pulgarcito, Hansel y Gretel, la bufanda de una jirafa...

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