Ser Padres

Abuelos y nietos Adoración mutua

- Martina Núñez

Lo que los nietos no saben es que detrás de esas croquetas, de esos besos y de esa paciencia está un amor incondicio­nal, diferente al de mamá y papá, pero igual de intenso. Y lo que no son capaces de imaginar es todo lo que ellos, sin saberlo, les dan a sus abuelos. «Cuando tienes tu primer nieto vives una sensación que no habías experiment­ado antes», cuenta Paloma

Carmona, abuela de Borja y Valentina, de tres y

un año. «Sientes una ternura tremenda, un amor enorme, parecido al que sientes por tus hijos pero diferente, porque ahora tienes más tiempo, así que lo disfrutas de otra

manera» , cuenta. Ella y su marido Juancho van al menos una vez al mes a visitarlos, aunque si pudieran, los verían todos los días. «Vivimos a 600 kilómetros de ellos, pero nos plantamos allí en cuanto podemos», comenta. Aun así, procura tenerlos presentes en la distancia. «Mi hija me regaló una tableta y los vemos todos los días. Así se hace menos duro», dice añadiendo que en un par de semanas harán de nuevo la maleta. Entonces, Borja irá corriendo a abrazarlos. Y él y el abuelo Juancho volverán a tener sus momentos especiales: un uno contra uno con el balón, su «clase» para aprender canciones... «Sienten pasión el uno por el otro», dice Paloma. «Es como si necesitara­n estar juntos. Porque una de las cosas que experiment­as cuando eres abuelo es esa: que necesitas cogerlos, besarlos, olerlos...». Comparte su opinión Tonecho Astray, el orgulloso abuelo de Rocío y Guille, de uno y tres años, quien dice sentir pasión por sus nietos. También los niños parecen encantados: su momento preferido del día es cuando les cuenta el cuento que inventa sin ningún esfuerzo. «Me encanta crear cuentos para ellos. Lo que no sé es si a ellos les gustan tanto, porque se suelen quedar dormidos cuando voy por la mitad... Lo bueno de eso es que normalment­e no hace falta inventar un final redondo», bromea. Tonecho se «coló» en el hospital la noche que nació su nieta Rocío y tuvo el privilegio de tenerla en brazos antes incluso que su madre. Desde entonces, procura sacar tiempo de donde sea para volver a estar un ratito con ella, lo mismo que se escapa cuando puede para recorrer los kilómetros que le separan de Guille, que vive en otra ciudad. «Me encantaría no perderme ni un minuto de sus vidas», dice mientras Rocío, sentada en su regazo, parece sentirse en el lugar más feliz y protegido del mundo. Intenta quitarle las gafas y Tonecho se deja. «La verdad es que podría hacer conmigo lo que quisiera, es lo que tienen los nietos, ¡se les permite todo!», dice riendo. Alicia, Hugo e Iván, de siete meses y tres y cinco años, están en casa de sus abuelos Elisa y Mi

guel. Para los tres es como su segunda casa: allí tienen su habitación, sus sillas, sus cuadernos para pintar... «Como vivimos al lado, nosotros estamos encantados de que vengan siempre que quieran», cuenta Elisa. Lo hacen desde que nacieron: esa casa se convirtió en una guardería para Iván, el mayor de los tres, hasta que cumplió los 16 meses. Ahora, cada vez que los visita, pregunta si se puede quedar a dormir en casa de los abuelos.

Eli y Miguel les han acompañado al médico, les han llevado a actividade­s extraescol­ares, también los recogen a veces en el cole... Un montón de tareas logísticas que hacen con gusto para que los padres de sus tres nietos puedan conciliar trabajo y familia.

«No son ninguna carga, al contrario, nos encanta echar una mano cuando se puede. ¡Por nosotros estaríamos con

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ellos todo el tiempo!» , dice Elisa asegurando que pocas vivencias se disfrutan tanto como esta. «Tal como está estructura­da la sociedad, creo que los abuelos son un soporte importantí­simo», continúa Miguel. «Y nosotros, encantados. Los nietos te aportan montones de cosas», comenta recordando que este verano enseñó a navegar al mayor. Iván lo mira y sonríe: él también está deseando volver a montarse en el barco del abuelo. Igual que Miguel, Mar Roncero cree que los abuelos están jugando un papel fundamenta­l en la vida de las familias de hoy. Mar es madre de Paula y Daniel, de seis y tres años, pero no es a ella a quien sus hijos ven nada más levantarse. La abuela, Regina, es la encargada de darles los buenos días y prepararle­s el desayuno cuando Mar y su marido ya se han ido a trabajar. Después, se encarga de Daniel, esperando la hora de llevarlo a la guardería, mientras que la otra abuela, Tina, se ocupa de Paula, a quien lleva a diario al cole. «Para nosotros, los abuelos son totalmente imprescind­ibles», dice Mar. «Lo único malo es que yo parezco un sargento, porque como abuelas que son, les permiten casi todo» , dice riendo. Con sus cuatro abuelos, Daniel y Paula aprenden canciones antiguas, pintan, juegan a lo que haga falta... Y a Mar le gusta verlos con ellos porque percibe que los seis disfrutan estando juntos. Aun así, a veces se plantea que quizá sea demasiado trabajo para sus padres y suegros. «Pero cuando les comento que quizá sería mejor quitarles un poco de carga contratand­o a alguien unas horas al día, responden que qué harían sin sus niños. Mi madre no quiere ni oír hablar del tema, dice que prefiere invertir el tiempo en sus nietos que en cualquier otra cosa», dice. Para otros niños, como Rubén y Andrea, de cinco y diez años, sus abuelos también forman parte de su día a día. Los maternos se encargan de dejarlos en el colegio y recogerlos, y también de pasar algo de tiempo con ambos a mediodía, cuando preparan la mesa para comer con ellos mientras sus padres trabajan. Hasta que llegan las vacaciones de verano. Entonces, son los abuelos paternos los que pasan más tiempo con los dos.

«En verano nos traemos a Rubén y Andrea a mi pueblo», cuenta su padre, Pelayo. «Al ser un lugar pequeño pueden correr por ahí y jugar en la

calle a sus anchas. Mi padre se los lleva a ver a los patos, suben al monte, van al parque... En verano el pueblo se llena de críos al cuidado de los abuelos. Así los niños están encantados, las vacaciones parecen más vacaciones», dice. Cayetana acaba de cumplir un año. Lo ha celebrado con sus padres, sus abuelos y también con una persona por la que siente una adoración especial: su bisabuela Lala. A la más veterana de la familia le gusta cantarle canciones y recitarle poemas. «Le hace muchísima ilusión haber llegado a conocerla, su bisnieta le da la vida. Es como si hubiera cumplido una meta», dice Cristina Talavera, la madre de Cayetana. «La ve menos de lo que le gustaría porque vivimos lejos y tiene 91 años, pero habla con ella por teléfono todos los días. Cayetana la reconoce, quiere coger el teléfono sola, se ríe, me mira y la busca... Además, como es modista, le hace vestidos y le arregla los que nos prestan. Ahí donde la ves, vale para todo», comenta. Cristina y su marido, Humberto, viven con los padres de él, así que Cayetana tiene muy cerquita a los abuelos paternos. Pero también los padres de Cristina ven a su nieta casi a diario. En la vida de la pequeña Cayetana, cada uno tiene un papel. «La crisis nos ha hecho replegar y vivir con mis suegros, pero nos ha venido a todos muy bien. Yo tengo el apoyo de mi suegra en casa, que me viene fenomenal, sobre todo cuando hay que hacer el payaso para que Cayetana coma bien. ¡Menudos circos montamos entre las dos! Fernando nos la cuida cuando tenemos que preparar la cena. Se sienta con ella en el sillón y pasan el rato. Mi madre, cuando viene, es una polvorilla. Si tengo ropa de la niña para planchar, juega con ella, le cambia el pañal, la pasea... Y le canta muchas canciones. Su preferida es la de “Los Cochinitos”. Mi padre, que es muy paciente y se lleva genial con mi hija, le enseña un montón de cosas. Se lo pasan pipa».

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