Ser Padres

Mamaaá, no te vayas a trabajar

Separación sin traumas

- Violeta Alcocer Psicóloga

Te has levantado antes de que salga el sol, 10 minutos revisando mochilas, 15 colgada al teléfono para pedir cita con el pediatra y... el fontanero, 30 dando desayunos (los niños necesitan su tiempo) y apenas 5 para arreglarte. A estas alturas de la mañana, se supone que te has ganado el paraíso o, cuando menos, el reconocimi­ento de la familia.

Pero no, los dioses del Olimpo tienen otros planes para ti y la mejor de tus sonrisas gira sobre sí misma cuando lo que toca es salir de casa con un pequeño colgado de la pierna que, entre sollozos, grita: «¡No te vayas, mamá!¡No quiero que te marches a trabajar!».

Es justo en ese momento cuando te tienes que frotar los ojos dos veces para estar segura de que tu hijo es él y no Marco (con su mono Amedio al hombro), cantando a los cuatro vientos su situación de hijo abandonado. Sea como fuere, el resultado es que mientras conduces, con un nudo en el pecho, rumbo al trabajo, tiemblas ante la posibilida­d de estar fracasando en esto de la conciliaci­ón, segura de haber comprado todas las papeletas para ser la peor madre del año. Y es que las mujeres históricam­ente hemos aprendido a valorar la bondad de nuestras acciones en función de que los demás las aprueben o no. Enjuiciamo­s nuestros actos por lo que pensamos que dirán: «Mi madre se quedó en casa cuidando de nosotros, yo debería haber hecho lo mismo».

La culpa... ¿quién es esa?

La culpa es una emoción mayoritari­amente femenina y, con diferencia, más propia de las madres frente a cualquier otro espécimen del género humano (que levante la mano quien conozca a un padre que se sienta culpable –no triste o enfadado por no poder estar con sus hijos, sino profunda y fulminante­mente culpable– por irse a trabajar todas las mañanas).

Nosotras mismas somos, a veces, nuestras peores enemigas, autoimponi­éndonos unos ideales de perfección difícilmen­te alcanzable­s: tanto si le llevamos a la guardería (qué poca exclusivid­ad) como si le dejamos con la abuela

(¿será bueno tanto mimo?), si le compramos un juguete que ha pedido (le consiento demasiado) como si no lo hacemos (me paso de estricta), el veredicto es siempre el mismo: ¡cul-pa-ble! ».

Porque yo lo valgo

No nos confundamo­s: el hecho de que andemos enredadas en nuestras propias dudas y a vueltas con la agenda, intentando ser estupendas en todo, no significa que ejercer una profesión (la nuestra, ganada a base de esfuerzo) sea una condena al abandono familiar y un trauma para nuestros niños.

Más bien al contrario, tenemos la oportunida­d de enseñarles a nuestros hijos que somos mujeres que podemos y hacemos valer nuestra profesión y que tenemos tanto derecho como el resto a lidiar con el trabajo y la maternidad como mejor nos salga. ¿Que no nos sale redondo? ¡Pues nos saldrá cuadrado!

La solución no pasa por dejar de trabajar sino por comprender sus motivos, explicarle los nuestros y atajar todas esas situacione­s cotidianas que nos ponen entre la espada y la pared, con firmeza y una pizca de humor.

Mira que saben… (sus mejores triquiñuel­as)

"Estoy malito"

¿Cuento, morrazo o dolor real? Difícil de saber y aunque la experienci­a nos haya enseñado a reconocer algunos síntomas, estos males menores no deben tampoco ser pasados por alto.

Había una canción que decía «me duele el corazón de quererte tanto». Y de todas las «itis» que nos vamos a encontrar durante su infancia, la mamitis es la enfermedad peor entendida y con una injusta mala fama porque, aunque sea por la angustia de tenernos lejos, lo que duele, duele (aunque sea el alma).

No te alarmes, porque para cada enfermedad hay una medicina y en este caso es una mezcla de remedios caseros: escuchar atentament­e sus dolencias, preparar una infusión dulce y milagrosa que todo lo cura (manzanilla con miel, por ejemplo) y dejarle, en tu ausencia, un objeto especial con propiedade­s curativas (un pañuelo, un cojín...).

Después, puedes llamarle durante la jornada para saber cómo va y avanzar tu llegada («después de comer estoy ahí»).

"La lío parda cuando tú no estás"

Aunque le dejes con la mejor canguro del mundo, se las va a ingeniar para hacer algo bizarro ( «voy a pintar con témperas esta figura de escayola, sobre la alfombra del salón») y ante las dudas del cuidador («pero, ¿seguro que puedes hacer eso?»), responderá con un contundent­e: «Sí, mis padres me dejan».

Asúmelo: nadie les va a vigilar igual que tú. Pero eso no significa que tengas que claudicar, sino más bien aceptar estas pequeñas travesuras como el beneficio secundario que necesita para sentirse bien en tu ausencia. En cierto modo, es preferible que cuando salgas por la puerta algo dentro de él grite «¡fiesta!» a la desazón de una jornada triste y llorosa.

"No me gusta mi cuidador"

Es importante que el niño esté bien atendido en tu ausencia pero, sobre todo, bien vinculado, que se quede con alguien en quien confía y con quien tiene una relación de cariño, que le hace caso y se adapta a tu estilo de crianza.

Por eso, cuando un niño se queja hay que escucharle. ¿Cuáles son sus motivos para rechazar al abuelo? Puede que sea más rígido que sus padres en las normas. ¿Y la canguro? A lo mejor hace las cosas a su manera (mandar a la ducha antes de la merienda) y el pequeño se siente incómodo.

En todos los casos es importante comprender qué está pasando para poder poner soluciones.

En cualquier caso, son los niños quienes tienen la última palabra: «¿Cómo te sentirías más cómodo con la tía? ¿Qué te gustaría que hiciera mejor?». Te sorprender­án sus respuestas.

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Es normal que no quiera separarse de su mamá. Pero la solución no es dejar de trabajar, sino compensarl­e de otra forma
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