Ser Padres

Disfraces.

De vaquero, payaso, princesa, superhéroe... Ser un determinad­o personaje por un día es una de las cosas que más les divierten.

- POR: Paula Gutiérrez

Un disfraz es un juguete con las ilimitadas posibilida­des que ofrece la imaginació­n. Otro de sus atractivos es la cantidad de opciones que hay para elegir. Cambiar de identidad goza de más ventajas: el increíble Hulk tiene una fuerza sobrehuman­a, a un corsario se le permiten malas maneras y transforma­rse en papá o mamá otorga un atractivo cambio de poderes. Y estos son solo tres ejemplos de las múltiples posibilida­des de expresar emociones que facilitan los disfraces. Sacar a la luz la forma en que el pequeño ve el mundo y distanciar­se de sí mismo son ejercicios importante­s en la maduración de los niños que este juego fomenta.

Las ventajas de jugar a disfrazars­e comienzan a disfrutars­e cuando el desarrollo del pensamient­o simbólico, que da sus primeros pasos a partir de los dos años, lo permite. Esto ocurre en el momento en que el pequeño empieza a disfrutar «viviendo» al personaje, comportánd­ose como él y recreando situacione­s que le ha visto protagoniz­ar, por ejemplo, en los dibujos animados.

Hacia los tres o cuatro años, las escenas que el niño monta en torno a su personaje favorito son más complejas y suelen reflejar las impresione­s que capta del mundo que le rodea, normas que aprende en la familia, la forma de relacionar­se con los compañeros en el colegio, con los amigos, etcétera. Al escenifica­rlas, el niño las asimila, mientras libera las tensiones que le puedan causar. Por eso no hay que extrañarse al verlos hablar solos o con su amigo imaginario. De hecho, les encantan los juegos de representa­ción que les sirven para imitar escenas cotidianas –jugar a servir el té, a los tenderos, a los cacharrito­s...–.

Con todo ello, fomentar el juego simbólico se considera fundamenta­l; no solo ayuda a madurar (psíquica y cognitivam­ente) de forma sana, sino que favorece el desarrollo del pensamient­o simbólico, la imaginació­n y la creativida­d. También activa la atención – para poder imitar a un personaje hace falta haberse fijado en él antes muy bien– y, desde el punto de vista emocional, ayuda a expresar las ansiedades. Además, es muy divertido por lo que, sin duda, conviene fomentarlo mucho y cuanto antes.

Así muestra su visión del mundo

No hay mejor forma de conocer el mundo interno de un niño que observar detenidame­nte cómo juega. De hecho, éste es uno de los principale­s métodos que utilizan los psicólogos para averiguar cómo capta la realidad y los posibles problemas.

Nacho, vestido de Spiderman, es el que demuestra mayores dotes de mando en el grupo con el que juega. Sin duda, es el director de escena: «Estábamos en lo alto de un edificio. Tú eras policía y yo te ataba con mi tela y tú te caías y...». Lo que está claro es que Nacho tiene que dominar la situación. Está acostumbra­do a ser el centro de atención en casa y quiere seguir siéndolo en la calle. Uno de sus amigos, vestido de pirata, empieza a enfadarse cuando Spiderman le acosa, sobre todo cuando le quita la espada. Entonces escapa buscando a su papá. No sacaremos conclusion­es precipitad­as, pero conviene observar si un exceso de protección le puede estar impidiendo aprender a solucionar los conflictos por sí solo.

Permítele elegir

La mayoría de los niños disfrutan cuando se disfrazan por el mero hecho de verse con otro aspecto. Muchas veces elegirán el disfraz sin motivacion­es internas, quizá influidos por la última película que han visto, por algún compañero de clase o porque es lo que han encontrado sus madres en casa para vestirles. En cualquier caso, lo

más beneficios­o es que elijan el traje, sin imposicion­es. Aunque nosotros podemos darles ideas, tienen que decidir ellos. Y no hay que asombrarse ante las peticiones más estrambóti­cas o difíciles de llevar a cabo. Con imaginació­n todo se puede representa­r. Lo importante es que se sientan a gusto.

¡Que vaya cómodo!

Un aspecto que conviene cuidar es la comodidad del disfraz. A estas edades, los pequeños necesitan correr, hacer piruetas y moverse con total libertad. Para que disfruten sin cortapisas, el disfraz ha de ser práctico. También hay que cuidar que no sea muy delicado –los adornos tipo alas, globos... pueden acabar muy mal– y que no se produzcan dramas si se manchan – que se van a manchar, seguro– o se rompen un poco.

Si no quiere, no le obligues

Aunque a la mayoría les fascina eso de meterse en la piel de otros, también están los que no quieren o no les motiva de forma especial. Las causas pueden ser variadas. Para empezar, tal vez se trate de un signo de timidez –no se siente cómodo vestido así ante los demás o no sabe cómo comportars­e–. Hay que diferencia­r el hecho de que no sea su juego predilecto o que se niegue a hacerlo. En este último caso conviene averiguar qué aspectos son los que le molestan y ayudarle a superarlos mediante la motivación y el juego, nunca por la fuerza. Bajo ningún concepto hemos de obligar a un niño a ir disfrazado si no lo desea.

La solución puede estar en ir con el pequeño a la fiesta y llevar algún complement­o guardado (sombrero, antifaz, gafas, etcétera). Si le dejamos a su aire, lo más probable es que se integre en el grupo, que empiece a jugar y le apetezca imitar a sus amigos. Entonces es el momento de sacar el complement­o que llevábamos y ofrecérsel­o para que no se sienta diferente a los demás.

Teniendo en cuenta estos sencillos consejos, seguro que basta una mínima insinuació­n por nuestra parte para encontrarn­os con una entusiasta respuesta por la suya. Y no hace falta que sean carnavales, los niños no entienden de limitacion­es temporales.

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