Ser Padres

¡Feliz día!

Hoy amanezco con una sonrisa de oreja a oreja, con ganas de cantar en la ducha y de silbar por la calle. Es lo que tiene ser madre en el día de la madre.

- POR: Elisa Benet

«¡Feliz día de la madre!», gritan mis tres hijos a coro mientras se abalanzan sin miramiento­s sobre mí.

Bueno, sobre mí o sobre lo que queda de mí, porque esta noche ha sido toledana. En mi casa solo hay una persona que duerme como un bebé. Y es mi marido. Ahora mismo está en la gloria, roncando. ¡Qué tío! Tiene el pie de un niño plantado en la cara y es que ni se inmuta. Es asombroso. «¡Feliz día de la madre!», «¡Feliz día de la madre!»... repiten los pitufos cada vez más alto. Me encanta que les haga tanta ilusión. Solo cambian de frase cuando notan que me muevo bajo el edredón. «¡Abre el mío!», «¡No, el mío!».

Una de las cosas buenas de tener tres hijos es que cuando llega el día de la madre, recibes tres regalos maravillos­os, de los que no tienen precio.

El único «pero» es decidir cuál abrir primero, porque es probable que los dueños de los otros dos se enfurruñen. Me niego a que el momento se estropee, así que dejo la decisión en manos de una de las pocas reglas que mis hijos acatan a la primera: el «Pito pito gorgorito». Para ellos es la Ley. Lo que sale, sale.

El papá de las criaturas ha vuelto a la vida. Se despereza y sonríe a los niños con cara de cómplice. Creo que trama algo. Me felicita.

«Pim, pam, pum, fuera. Te tocó». «¡Toma!», exclama un canijo sin disimular su felicidad. Me alarga un paquete envuelto en celofán amarillo. Lo agito con intriga –«¿Qué será? ¿Qué seraaá?»–, pero el niño no está para suspenses. Demasiado ha aguantado. El viernes salió de clase con el paquete espachurra­do debajo del abrigo y así fue todo el camino hasta casa. Mira que le abrí el bolso y le insistí en que lo guardara dentro –«que yo cierro los ojos y no miro nada, de verdad»–, pero él lo ha mantenido escondido hasta esta mañana. Ha hecho bien, porque si lo pillo, lo cotilleo seguro. Luego hablo de su impacienci­a.

El niño ya no puede esperar más, así que rasga el papel –«Yo te lo abro, mamita»– y saca un marco de fotos único. «¡Pero cariiiño! ¿Esto lo has hecho tú?». El niño sonríe con la misma sonrisa comestible que luce en la fotografía. La pidió la profe hace un par de semanas y ya sospechaba yo para qué sería, pero no imaginaba cuánto me iba a emocionar verla pegada sobre la tapa de una caja de zapatos. La decoración es lo mejor. «¿Has pegado todos estos gomets?». «Sí, todos, todos». «Es precioso. Me encanta. Esto lo pongo yo ahora mismo en el salón».

Su hermano mellizo me planta un sobre delante de la cara. «Toma. Es un colazón».

«¿Un corazón?». Yo me hago la sorprendid­a, como si no lo supiera desde el martes. «¿Qué has hecho hoy, cariño?», le pregunté ese día al salir de clase. «¡Ah! pues un colazón pala el día de la madle. Pelo no te lo puedo decil. Es un secleto». Casi me lo como. Me pareció tan tierno que toda la semana ha sido acordarme del momento y sonreír como una tonta.

Y aquí lo tengo. El corazón más bonito del mundo, recortado en cartulina rosa. En el centro pone: «Te quiero MAMÁ» y mamá está escrito así, con letras importante­s, como dice él.

Son letras coloreadas con todo el cuidado con el que puede colorear un niño de cuatro años, casi casi sin salirse. «¡Esto es una maravilla!, con su cuerdecita y todo. Lo voy a colgar del retrovisor del coche», digo. Luego, como soy madre, pues me pasan cosas de madre, como emocionarm­e al dar la vuelta al corazón y descubrir la huella de una mano pequeña y regordeta ahí estampada. «¡Esta es tu manita! ¡Ay que cosa más mona! ¡Si es que eres un artista!». Él se echa en mis brazos y trata de dar con la frase que me conquiste, como si no lo hubiera conseguido ya. «Y tú eles... y tú eles... ¡tú eles mi mejol madle!», suelta.

Le toca a mi hijo mayor. ¡Menudo peligro! ¡Este sabe escribir!

Tiene siete años y es un amor. Siempre me está haciendo dibujos. Me pinta sonriente, rodeada de corazones o de flores, con frases como «Te adoro mamita» o «Mamá, la mejor ». Y yo me derrito.

Me da un sobre en el que ha dibujado un montón de corazones entrelazad­os. Le digo que me parece una preciosida­d y lo abro despacio. Quiero alargar un poquito el momento. Dentro hay un folio doblado con unas 15 líneas escritas de su puño y letruja. Es una redacción titulada: «Mi madre». Empiezo a leerla en voz alta, pero no llego ni a la segunda frase cuando unas lagrimilla­s amenazan con salir. Mi niño, que ya me conoce y sabe que a mí estas cosas me ponen muy tontorrona, coge el papel y continúa: «Mi madre es baja, lista, guapa, divertida y generosa. Su trabajo es el periodismo. Lo que más me gusta es cuando hacemos manualidad­es. Le encanta cuando jugamos mis hermanos y yo juntos. También le gustan los bichos, las chuches, pintar y leer. Me gusta cuando nos deja poner caras feas en las fotos. Me chifla cuando hacemos guerras de bolas de nieve, cuando hacemos muñecos de nieve y cuando viene a recogernos al cole. Me gusta mucho cuando nos tiramos en la hierba. Me gusta cuando me lee cuentos. Mamá, eres la mejor del planeta, te adoro, un millón de besos. Con todo su amor...», y me enseña su firma, porque es tan mayor que ya tiene firma.

Y así, tan feliz como encantada con mis regalos, empiezo un día de esos que me carga las pilas para otro montón de días de estrés y rutina. Es la suerte de ser madre en el día de la madre

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