Educar en la igualdad
Ellas muñecas, ellos camiones: ¿mito o realidad?
Nuria, la madre de Ana y Jorge, de dos y tres años, está tumbada en el suelo con una mano sobre el estómago. Hace de paciente a la que le duele la tripa para que Ana pueda examinarla con su botiquín de enfermera. Mientras, con la mano que le queda libre, lanza un camión de juguete a Jorge. Es su particular día a día: desdoblarse para jugar con sus hijos. ¿La razón? «La debilidad de Jorge son las ruedas. Pero Ana tiene pasión por las muñecas, los juegos de enfermería, los carritos de bebé... », dice Nuria con el convencimiento de que niños y niñas son diferentes desde que nacen.
Sin embargo, su experiencia no coincide con la de Raquel, madre de Cristina y Pablo, de cinco y tres años. A su hija le encantan los trenes, los balones y los juegos de construcciones. Mientras Pablo se siente cómodo con cualquier cosa: jugan-
do a las cocinitas o haciendo de maquinista de un tren. ¿Está Nuria equivocada? ¿O es que Raquel no ha influido en las preferencias de juego de sus hijos y Nuria sí? Según los especialistas, no hay una respuesta cerrada. Tanto la biología como la cultura influyen en nuestras diferencias. Quizá si Ana no hubiera crecido rodeada de muñecas ahora jugaría con coches. Pero también es posible que hubiera acabado acunando un camión.
El entorno influye… y mucho
La ciencia confirma que nuestros cerebros son diferentes o, al menos, se organizan de distinta manera. Esa es la razón de que los niños se interesen más por los objetos en movimiento desde que son bebés y de que las niñas tengan más capacidad para fijar la mirada en algo estático, como una cara. Y también de que sus procesos de aprendizaje sean distintos o de que se observen diferencias en el desarrollo social y de la personalidad.
Sin embargo, aunque tengamos ciertas predisposiciones biológicas, hay otros factores que influyen en nuestras diferencias. Entre ellos, el influjo cultural y educativo del entorno. A Julia, por ejemplo, de seis años, le encanta disfrazarse de princesa. Sin embargo, su hermano Juan, un año menor, se llevó una reprimenda de papá y mamá
cuando decidió ver qué tal era lo de sentirse reina por un día. A cambio sus padres le compraron un disfraz de Spiderman.
Y así, generalmente de modo inconsciente, pero ya desde la cuna, les hacemos distintos porque les tratamos de forma diferente, a las niñas con una actitud más protectora que a los niños; incluso les hablamos de manera distinta: a ellas con un tono de voz más dulce y con muchos diminutivos.
Durante la primera infancia ya damos un trato diferencial en la elección de la ropa, decoración, juguetes, actividades y juegos, dependiendo de si son niños o niñas y según crecen tenemos expectativas diferentes de los hijos e hijas.
En el cole también sucede. En educación física, por ejemplo, a ellas se las asocia con movimientos rítmicos, expresivos y a ellos con la fuerza y la competitividad. Además, seguimos diferenciando sus juguetes, los medios de comunicación (y aquí podemos entonar el mea culpa) les bombardean con estereotipos sexuales y en casa no siempre les ofrecemos los modelos más adecuados.
El peso de estos convencionalismos les van marcando y hacen que se identifiquen con lo que la sociedad considera adecuado para cada sexo. Por lógica, se comportan de manera diferente según lo que piensan que se espera de ellos.
Sin embargo, la mayoría de los tópicos que cir-
culan por ahí están avalados por teorías y estudios caducos y con dudoso valor científico. Las diferencias que se observan en el colegio y en casa no se explican por la predisposición genética ni con argumentos biológicos. La base está en el influjo cultural y educativo, en el peso de los convencionalismos y de los estereotipos de género con los que les vamos marcando desde que nacen. ¿Debemos, por tanto, hacer distinciones entre la educación de los niños y de las niñas? Los especialistas opinan que no, que lo positivo es potenciar una crianza igualitaria, promoviendo actitudes y comportamientos no sexistas. Al fin y al cabo los valores humanos, el respeto, el sentido de la amistad... no entienden de género.
Nos falta experiencia
Si nos preguntáramos desde cuándo las niñas tienen derecho a una educación igualitaria, nos sorprendería ver que desde hace bien poco. Repasando la historia, vemos que el derecho legal de las niñas a la enseñanza elemental no llegó hasta 1857, con la llamada Ley Moyano.
Esta educación se ofertaba en escuelas separadas y con asignaturas diferentes; para las niñas, se daba prioridad a materias que trataban sobre
«labores propias de su sexo». Muchos años después (exactamente 113) llegó la Ley General de Educación de 1970, que estableció la coeducación en los centros públicos. Pero la escuela mixta no acabó de hacerse efectiva hasta 1984, a través de una orden gubernamental que tampoco fue la solución definitiva, ya que se generalizó el modelo educativo que existía de antaño pensado para el sexo masculino; las niñas se incorporaban a él sin que se conociesen ni analizasen sus intereses y necesidades.
Es en 1990, con la LOGSE, cuando se sientan las bases reales de la coeducación y se tiene en cuenta a ambos sexos en los planes de estudio. La idea es que la educación sea más justa y que no esté basada en una visión masculina, como se venía haciendo desde siglos pasados. Aunque parezca mentira, somos bastante novatos en una escuela que promueva la igualdad de oportunidades entre ambos sexos.
Y aún queda camino por recorrer y poner en marcha actuaciones específicas que contrarresten el desequilibrio que aún pervive en nuestro modelo social y cultural. Todavía hoy existe un reto: hacer realidad la igualdad de oportunidades entre ambos sexos, y para que este cambio se produzca es preciso que todas las personas sean educadas en una igualdad verdadera.