Ser Padres

Sí, pero yo puedo nadar

- Marina Ortiz

Afinal habían decidido celebrar la reunión en la playa, pero lejos de la orilla, bajo unos árboles y habían sellado un pacto de no agresión. Los habitantes de la zona querían hablar, conocerse y establecer unas normas de convivenci­a con las que se respetaran y se protegiera­n a la vez. Habían conseguido convocar a muchos y ella era la única de su especie. Se acercó al grupo y contempló la escena: unos tenían plumas, otros una especie de escamas, otros piel. Unos llegaron arrastránd­ose, otros volando y otros caminando ágilmente. Había mil colores: rojos, pardos, verdes, marrones...Unos se quedaron muy quietos y otros no paraban de posarse de árbol en árbol, los había desconfiad­os y simpáticos, cabizbajos y osados, sonrientes y serios. “Usted es un animal muy peculiar”, le dijo un ave. “Parece que ha vivido mucho”, comentó otro animal. “¿No puede ir más rápido”, preguntó otro. Un insecto le dijo: “Caminas, pero lo haces lenta y torpemente y llevas una casa encima tan frágil y fea que no puede protegerte lo suficiente”..En un momento la tortuga se convirtió, sin quererlo, en el centro de atención. Todos le miraron y hasta alguno se atrevió a tocar su caparazón para ver cómo era. Muchos cuchicheab­an y le observaban, todos sentían curiosidad por su aspecto.

En un momento la reunión que habían organizado

para resolver sus problemas de convivenci­a cambió de rumbo y todos empezaron a meditar y a decir por qué eran mejores que los demás: “soy ágil”, “soy veloz”, “veo en la oscuridad”... De repente, todos se volvieron hacia la tortuga y le preguntaro­n: “¿Y tú? Tú pareces vieja, eres lenta y no eres hermosa. ¿Por qué deberíamos admirarte?”. La tortuga suspiró, metió su cabeza en el caparazón y la volvió a sacar diciendo: “No deberíais admirarme por nada que tenga que ver con mi aspecto, eso no es importante, pero deberíais apreciar las capacidade­s de cada uno”. Y un mosquito gritó: “No creo que tengas ninguna. Cualquiera te ganaríamos en un reto”. Y la tortuga contestó: “Sí, pero yo puedo nadar, vivir en la tierra y deslizarme por el agua. Y eso es maravillos­o”. Todos empezaron a gritar: “¡Demuéstral­o, demuéstral­o!”. La tortuga pidió al ave más grande que la llevara hasta el agua y el resto del grupo se trasladó a una roca lo más rápido que pudo para ver a través de las aguas transparen­tes. Una vez cayó en el mar la tortuga se volvió grácil, parecía que bailaba, desplegaba sus aletas, estiraba su cuello y parecía un bailarín increíble. Todos se quedaron con la boca abierta y comprendie­ron que jamás se puede juzgar a nadie por su aspecto. El animal más torpe en la tierra puede resultar ser un magnífico nadador.

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