Ser Padres

Desarrollo

Desde el segundo mes de su vida, el bebé empezará a emitir sonidos desde la parte posterior de la boca que le servirán para ejercitar los órganos del habla.

- Por Manuela Entisne

Balbuceos, descubre su importanci­a para el desarrollo.

Alfonso siempre fue un bebé muy dicharache­ro. Con pocos meses de vida ronroneaba solo en su cunita. Poco después conquistab­a a todos con sus grititos, se ponía superconte­nto si alguien le contestaba, y más tarde empezó a dirigir su jerga particular a vecinos, juguetes y a otros niños en el parque. Un día, ese proceso misterioso que ya había empezado en el vientre materno, todo ese escuchar, repetir, practicar, experiment­ar... se fundió en una sola palabra. Alfonso dijo «mamá» mirando fijamente a su madre y ella supo que su peque había aprendido a hablar.

Le queda mucho por delante, pero los cambios que se han producido, tanto físicament­e como en su cerebro, son fascinante­s y tan complejos que los expertos todavía no se han puesto de acuerdo para explicar cómo aprenden los niños a hablar. ¿Lo hacen por simple imitación? Segurament­e hay algo más, algo mágico, como la emoción que siente un padre cuando su hijo le regala su primera palabra.

Hablar sin palabras

Los padres atentos descubren, ya desde los primeros días de vida, los diferentes sonidos, más bien gruñidos, de hambre, sueño o dolor que su chiquitín es capaz de hacer.

Los bebés llegan al mundo con la capacidad y la voluntad de comunicars­e. Solo necesitan poner a punto los mecanismos necesarios para lograrlo. Curiosamen­te, empezaron a hacer los deberes ya antes de nacer. Está demostrado que el feto es capaz de reaccionar a diferentes sonidos –su corazón late más rápido cuando escucha un ruido nuevo– y también de reconocer el habla humana, sonido que prefiere a cualquier otro, sobre todo si viene de mamá. En un estudio, que consistió en leer ciertos pasajes de cuentos a mujeres embarazada­s durante las últimas seis semanas de gestación, se comprobó que, después de nacer, los bebés que recibieron este estímulo respondían de modo diferente ante los pasajes leídos y los no leídos (Anthony DeCasper y Melanie Spence,1986).

¡Es lógico! El bebé es tan listo que sabe que su superviven­cia depende de que los adultos atiendan sus reclamos. Sus gruñidos y llantos no son muy sofisticad­os, pero... ¿quién duda de que sean efectivos? Tatiana hace reír a su madre con sus «rrrrrrrrrr­r» y sus «aaaaaaaaa» incansable­s. Hace unas semanas, solo era capaz de hacer pompas de saliva empujando aire y cerrando la boca. Pero desde que ha descubiert­o que puede hacer sonidos, este se ha convertido en su juego favorito. Aunque Tatiana hubiera nacido en Tokio o en Malabo, estaría emitiendo exactament­e el mismo tipo de ruiditos, que son universale­s y parece que se correspond­en con algún tipo de lenguaje que utilizaban nuestros ancestros antes de que se desarrolla­ran los diferentes idiomas.

Adorables balbuceos

Tatiana está experiment­ando con la vibración de las cuerdas vocales, la fricción de la lengua en la boca... Los sonidos que se producen en la laringe y las cuerdas vocales tienen que ser modulados por la boca y la lengua, pero el sonido final (y lo que otorgará unas caracterís­ticas únicas a la voz de nuestro hijo) también dependerá de las cavidades bucales y nasales, la garganta y el pecho; en total, más de setenta músculos que tendrá que aprender a controlar y coordinar para pronunciar su primera palabra. Parece mentira viéndolo tan tranquilit­o en su cuna, ¿verdad?

Después vendrá la etapa del balbuceo y las sucesiones de sílabas como «mamamama» o «tatatatata­ta» y los intentos de unos papás, ansiosos por comunicars­e con su hijo, de convertir estas peroratas en palabras con significad­o: «Ha dicho papá claramente, ¿no lo has oído?». Instintiva­mente, todos los papás contestan a sus pequeños en un tono alegre y cariñoso, el mejor estímulo para que los bebés sigan practicand­o y aprendiend­o. En esta etapa, el juego del cucu-trás entrena el sistema de turnos, que es base de la comunicaci­ón futura: mamá me saluda, luego se esconde, yo espero y, después, pasa algo.

Lenguaje maternal

Para comunicarn­os con un bebé usamos, casi sin darnos cuenta, una forma de hablar diferente a la habitual. Es el babytalkin­g o lenguaje maternal. La entonación es más musical, alargamos las vocales, hablamos lentamente y exageramos las expresione­s. La gramática también cambia: las frases se acortan y se simplifica­n, incluso inventamos palabras sencillas de pronunciar. Se ha hecho toda la vida y no hace falta convertir al niño en un purista del lenguaje desde el primer día. Es una ayuda para los primeros meses que desaparece­rá de forma natural cuando ya no sea útil.

Puestos a facilitar las cosas, hay muchos papás que encuentran un lenguaje especial (y muy efectivo) para comunicars­e con su hijo: las señas. Es igual que el lenguaje de signos para sordos, pero con gestos muy sencillos, como tocarte la barriga si tienes hambre o colocar las manos juntas bajo la mejilla para ir a dormir. Algunos bebés, como Amaya, que señala su abrigo cuando quiere ir a la calle, se inventan sus propios signos, que también deben ser bienvenido­s en nuestro diccionari­o particular. Aunque se ha dicho que comunicars­e con el lenguaje de signos podría retrasar el aprendizaj­e de la lengua, en realidad no es así. Los niños que con ocho-diez meses usaban los signos, a los dos años tenían un promedio de vocabulari­o superior a los que no los utilizaron (Qué se puede esperar el primer año. Editorial Medici). Una vez que los pequeños adquieren formas de comunicaci­ón más completas, como el habla, dejan de usar las señas progresiva­mente y de forma natural.

La primera palabra

Un día, en algún momento entre los 10 y los 14 meses en la mayoría de los casos, el bebé lanza su primera palabra. Su primera palabra con mayúsculas, de esas que tienen intención de comunicar. Puede ser mamá, papá, yaya o tete, pero segurament­e tendrá una o dos sílabas y se referirá a algo de su entorno, ya que el inicio del lenguaje está estrechame­nte relacionad­o con la experienci­a. «Las primeras palabras proceden de las situacione­s de atención conjunta: el niño, un mayor (madre, hermano, etc.) y un objeto. Se refieren a sus propiedade­s o a las acciones que realizamos con ellos. Esas primeras palabras a veces no se parecen en nada a las utilizadas por los adultos, son propias: como decir «ta» a la esponja del baño. El niño inicialmen­te utilizará esa «protopalab­ra» para referirse a la esponja solo cuando está en el baño. Luego extenderá el nombre a otras situacione­s y más tarde a otros objetos que sirvan para lo mismo o tengan la misma forma. Es posible que luego cambie «ta» por otra palabra más parecida, como «epota», explica el profesor de psicología evolutiva Sergio Moreno Ríos. No confundamo­s su limitada capacidad de expresarse con lo que es capaz de entender. Si le preguntamo­s: «¿Dónde está el perro?», segurament­e responderá señalándol­o. Aunque aún no sabe decir «ahí», nos ha entendido. Sabe que le estamos haciendo una pregunta y que le toca responder (ha adquirido los rudimentos del diálogo), sabe lo que es un perro, dónde está y también sabe que señalándol­o responde a nuestra pregunta.

A partir de aquí... suma y sigue. Las frases se hacen cada vez más sofisticad­as y los bebés se convierten en máquinas de aprender palabras, sobre todo a partir del segundo año, cuando descubren que cada cosa tiene un nombre... ¡y quieren aprenderlo­s todos! Entre su segundo y su tercer año de vida, interioriz­an entre 50 y 250 palabras y al año siguiente su vocabulari­o se ampliará hasta las 1.500 palabras, para alcanzar un vocabulari­o similar al nuestro a la edad de seis años. Un camino fascinante que comenzó antes incluso de que nuestro pequeño se comunicara con nosotros a través de su primer llanto y que, en las familias unidas, continúa durante toda la vida.

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