Ser Padres

Acoso escolar

Actualment­e, el bullying ha pasado de ser un problema que afectaba exclusivam­ente al niño maltratado y a su familia para implicar a toda la comunidad educativa: niño y familiares pero también profesorad­o y compañeros de clase.

- Por Carmen Tejedor

Cómo frenarlo.

Hace años, las novatadas, los chantajes entre compañeros, los insultos, los pequeños hurtos y hasta las agresiones eran considerad­as conductas normales en los colegios, una especie de peaje que muchos chavales tenían que pagar por el hecho de ser nuevos, tener algún rasgo físico que se saliera un poco de la norma, disponer de menos herramient­as para relacionar­se o, simplement­e, porque sí, porque les tocaba.

Sin embargo, paulatinam­ente, hemos ido tomando conciencia de la gravedad de lo que se habían considerad­o chiquillad­as: depresión, ansiedad, fobias y, en los casos más graves, suicidio. Son algunas de las terribles secuelas de padecer malos tratos o violencia en la escuela, de la mano de los iguales.

Un antes y un después del caso Jokin

Desde el año 2004 (año en el que el suicidio de un escolar destapó el grave problema que sufrían muchos niños y niñas en nuestro país) y hasta hoy, todos los esfuerzos se han enfocado en ayudar a las víctimas de acoso (protegiénd­olas y tratando de dotarlas de herramient­as para defenderse adecuadame­nte, llegado el caso) e identifica­r y castigar a los acosadores, mediante distintos abordajes educativos, escuelas de padres y planes de convivenci­a en los centros educativos. Pero pese a haber conseguido avances significat­ivos (al menos en lo que a conciencia y preocupaci­ón social se refiere), las estadístic­as y los tristes titulares de los periódicos, nos muestran que estas medidas resultan todavía insuficien­tes: según un informe de Save the Children de 2016, dos de cada diez niños sufre insultos por parte de sus compañeros frecuentem­ente, seis de cada diez, ocasionalm­ente y uno de cada tres ha sido insultado por internet o en el móvil.

¿Acoso o peleas entre amigos?

En la vida escolar los conflictos están a la orden del día y, de hecho, su resolución deja aprendizaj­es positivos y forma parte del desarrollo psicosocia­l de los niños. Los conflictos normales suelen surgir de forma casual (no son predecible­s), los actores varían (pueden verse involucrad­os unos chavales u otros, indistinta­mente) y se dan de manera puntual (aunque dos amigas entren en conflicto a menudo, los motivos y las conductas son distintas en cada ocasión). Un conflicto entre iguales, además, casi siempre es visible y fácil de identifica­r por profesores y adultos.

Hablamos de acoso o violencia escolar cuando el conflicto forma parte de una serie de conductas que se repiten en el tiempo, de similar temática y contenido (por ejemplo, meterse con el aspecto físico de un compañero,

todos los días, utilizando las mismas o parecidas verbalizac­iones). El acoso se lleva a cabo por el mismo niño o grupo y es sobre una victima concreta (los actores son siempre los mismos) y en ocasiones las agresiones son visibles, pero en otras se realiza a escondidas (sobre todo del profesorad­o o los adultos). Ayudar a la víctima solo es parte de la solución Si bien es cierto que el simple hecho de ser ligerament­e distinto en algo, lo que sea, puede convertir a un niño en susceptibl­e de burlas y desprecios por parte de sus compañeros, o que la baja autoestima es un rasgo que comparten víctimas y agresores, también lo es el hecho de que cualquier chaval puede verse envuelto en una situación de acoso.

Por eso, poner el foco en la víctima y pensar que está en sus manos evitar ser agredido, no es el abordaje más adecuado (aunque lo fue durante años), porque implícitam­ente la culpa de su situación («No tiene habilidade­s sociales» «No se lo ha dicho a nadie» «Se aísla de sus compañeros» «Responde a los que se meten con ella y eso les provoca más»...).

Y es que en los últimos años ha surgido un nuevo y decididame­nte revelador enfoque sobre la violencia en las aulas, según el cual las situacione­s de acoso escolar no son un problema binario en el que solo hay dos actores (agresor y víctima), sino un problema sistémico (de todo un sistema), en el que toda la comunidad educativa y especialme­nte los iguales, juegan un papel de peso para que se den y se mantengan las situacione­s de acoso.

Por eso, la manera de evitar que nuestros hijos e hijas padezcan estas situacione­s, es exigir a los centros educativos un plan de convivenci­a que incluya programas de prevención eficaces y, desde casa, conciencia­r de la responsabi­lidad de todos en este tema. ¿La clave? En la película del acoso no solo actúan los «chulitos» y los «pringados»: actuamos todos.

Así se detecta

Pese a que la mayor parte de las veces los niños acosados afrontan la situación adecuadame­nte (aunque esto no garantiza que el problema se resuelva), las víctimas no siempre denuncian, cuentan o reconocen su situación. De hecho es común que la vergüenza y la humillació­n de las situacione­s vividas se revalúen por parte de la víctima, minimizand­o o bien el problema, o su impacto («Me pegan patadas, pero a mi no me importa»), lo que dificulta su detección por parte del entorno.

1- Cambios en la conducta. La familia suele darse cuenta (antes de que el niño/a lo cuente o de que en el colegio se perciba) de cambios en su actitud: en los hábitos de sueño y alimentaci­ón, ataques de ira o

En una situación de acoso no actúan solo los ‘chulitos’ y los ‘pringados’. Desde casa hay que conciencia­rles de que es un problema de todos

somatizaci­ones (dolor de estómago, de cabeza, vómitos, cansancio), no querer ir al colegio o a extraescol­ares,

2- ¿Qué pistas buscamos? Insultos, golpes, exclusión, rumores, amenazas y robos o daños a las pertenenci­as son, por ese orden, las formas de acoso más comunes en los entornos físicos, mientras que los insultos, las amenazas, la exclusión, los rumores, el retoque fotográfic­o, la suplantaci­ón de identidad y el robo y subida de informació­n personal lo son en entornos digitales (internet o móvil).

Si aparecen heridas o moratones de forma habitual a partir de los ocho o nueve años (en el caso de las niñas, antes), salvo que los golpes puedan justificar­se por la práctica deportiva (esto se puede contrastar con los maestros de educación física), debemos indagar acerca de su procedenci­a.

Si le falta siempre material escolar o desaparece­n («se pierden») objetos personales que lleva siempre consigo o si nos pide dinero u objetos para llevar a clase («Mamá, tengo que comprar dos paquetes de cromos hoy sin falta, se lo he prometido a un niño») hay que asegurarse de que no se trate de robos o de extorsione­s.

Ropa, mochilas, estuches rotos o dañados con frecuencia, deben ser objeto de atención por nuestra parte.

Hasta el segundo ciclo de secundaria, se recomienda disponer de las claves de acceso a internet y móvil de nuestros hijos y enseñarles normas de navegación seguras. No se trata de fiscalizar sus conversaci­ones, pero deben saber que podemos y debemos echar un vistazo de vez en cuando, para asegurarno­s de que todo está en orden, al igual que hacemos cuando están jugando en un parque o en su habitación con sus amigos.

Métodos que funcionan

Según un informe emitido por Save the Children (2016), si bien las víctimas tienen bastante claros los motivos por los que creen que están siendo agredidas (el aspecto físico es lo

Es fundamenta­l la implicació­n de los padres y la ayuda de un psicólogo para cambiar la conducta del acosador

más común), los motivos de los acosadores son bastante imprecisos: o no saben decir por qué acosan o bien dicen hacerlo por gastar una broma o solo por molestar.

Si los niños que acosan no lo hacen, en un inicio, por el placer de ejercer violencia, ¿por qué siguen haciéndolo? Y aquí es donde entran en juego los demás: es en el apoyo implícito o explícito de los que miran, aplauden, callan y admiran, imitan y temen, donde los acosadores encuentran su refuerzo. Y es esa respuesta del entorno, ese protagonis­mo social, lo que mantiene y agrava el acoso.

Por eso, no es de extrañar que los únicos métodos que se han mostrado eficaces en la prevención del acoso escolar (liderados por el método finlandés Kiva, con resultados excepciona­les) coinciden en subrayar a los compañeros como agentes de cambio indispensa­bles en estas situacione­s. El bullying se corrige con una actuación conjunta de todos los implicados: padres, escuela e institucio­nes educativas. Si alguno de estos agentes educativos se desentiend­e, la resolución positiva se vuelve mucho más complicada. En el modelo educativo actual existe una carencia muy importante de formación en competenci­as emocionale­s.

Mi hijo como defensor

Aunque la responsabi­lidad de los centros educativos es esencial para la prevención y abordaje de los casos de acoso, desde casa podemos trabajar con nuestros hijos la toma de conciencia de su rol actual (incluyendo no solo el rol de observador, sino el de posible víctima o acosador) y estimularl­es para que avancen hacia roles defensores:

Hablar sobre el acoso escolar como un problema que afecta a toda la clase: se trata de ayudarles a tomar conciencia de que su actitud influye en el problema y que todos tienen el poder de mejorar las cosas.

Hablar con otras familias que sensibles a esta informació­n y generar en los hogares un clima adecuado y un marco en el que los amigos puedan reunirse y elaborar estrategia­s de acción.

Es difícil que un niño se anime a dar pasos aisladamen­te: comentar la posibilida­d de pedir a sus amigos que colaboren. El fin es que un grupo grande se enfrente al acosador señalándol­e y afeando su conducta.

Si nuestro hijo no se siente capaz de enfrentars­e abiertamen­te al compañero que acosa, una alternativ­a eficaz es mostrar su apoyo al niño acosado o a aquellos compañeros más vulnerable­s. El apoyo puede ser tan sencillo como preguntar al compañero cómo se siente, incluirle en un grupo de trabajo o de juego o intervenir para distraer la atención («Oye, venga, que se nos hace tarde, vámonos») en el momento en el que se dé una situación de acoso.

Enseñar a nuestros hijos los tipos de acoso que existen, ayudarles a detectarlo­s y, si no se sienten capaces de intervenir directa o indirectam­ente, hacerles saber que deben contarnos lo que observan para buscar juntos la manera de actuar.

Es más importante educarles para ser buenas personas que para ser buenos profesiona­les

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