Sport

Bob BEAMON

Pudo jugar en la NBA con los Suns, pero eligió el atletismo y un salto estratosfé­rico inscribió su nombre en el olimpo del deporte

- JOSEP GONZÁLEZ

Estadio Olímpico Universita­rio de Ciudad de México. 18 de octubre de 1968. 15 horas y 45 minutos. Estamos a 2.250 metros de altitud y sopla un viento de cara de 2,0 metros por segundo. El estadounid­ense Bob Beamon, marcado con el dorsal 254, mira hacia el horizonte. Inicia, veloz, la carrera de impulso en la prueba de salto de longitud sobre la pista sintética, novedad en unos Juegos. Da 19 pasos, recorriend­o 44 metros en unos 5 segundos. Sus 1,91 metros se elevan con potencia hasta los dos metros. Vuela en el aire durante 0,93 segundos hasta que cae sobre el foso de arena.

Beamon se levanta raudo, echa la vista sobre las huellas que ha dejado sobre la arena para buscar una referencia y, sorprendid­o, frunce el ceño. Es consciente de que ha realizado un gran salto pero… ¿cuánto? Durante unos segundos otea el gigantesco marcador esperando que apareciera su marca. Pero nada. Había `aterrizado' tan lejos que el visor óptico, que como máximo medía hasta 8,60 metros, no podía calcular la distancia. Los jueces tienen que utilizar la cinta métrica. Lo comprueban una vez, otra, otra… casi 20 minutos interminab­les. Y, finalmente, el luminoso se enciende: 8,90 metros.

DE OTRO PLANETA Beamon explota de júbilo, cae arrodillad­o y sufre un breve ataque de cataplexia. Acababa de protagoniz­ar una marca de otro planeta. Había superado en 55 centímetro­s el anterior récord mundial que compartían, con 8,35 metros, el estadounid­ense Ralph Boston y el soviético Igor Ter-Ovanesyan.

Su historia, sorprenden­temente, nacería y moriría con aquel salto. Pasada la cita de

México, Beamon desapareci­ó. Pese a tener solo 22 años, competiría en seis pruebas más, donde no pasaría de los 8,22 m. Nunca regresaría a unos Juegos. “Perdí la motivación, necesitaba algo que me diera ganas de vivir”, desvelaría años después. Se dedicaría una temporada a entrenar a promesas del atletismo, ayudaría a elaborar programas atléticos, terminaría la universida­d y acabaría diseñando corbatas y zapatillas deportivas. Tendrían que pasar 23 años para que un 30 de agosto de 1991, Mike Powell, en el Mundial de Tokio, `aliviara' a

Beamon al saltar 8,95 metros. Pero su marca, sus 8,90, aún perdura en la historia casi 53 años después como el mejor salto en unos Juegos Olímpicos y el segundo de todos los tiempos.

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