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Dorando PIETRI

Londres 1908 viviría el final más dramático de una maratón en la historia de los Juegos. El italiano Dorando Pietri sería su protagonis­ta

- UNA SERIE OLÍMPICA DE JOSEP GONZÁLEZ

De la oscura arcada del estadio apareció un hombrecill­o, una criatura diminuta que parecía un niño. Giró débil a la izquierda y trotó deambuland­o por la pista. ¡Cielos! Se ha desmayado. ¿Es posible que justo ahora se le escape el premio? Gracias a Dios, está de nuevo en pie. Sus pequeñas piernas avanzan incoherent­es pero sin cesar, impulsadas por una fuerza de voluntad suprema. Colapsó de nuevo y varias manos lo salvaron de un duro golpe (...). Pude ver su cara demacrada, sus ojos vidriosos e inexpresiv­os. Se tambaleó y puso otra vez sus piernas en marcha. ¿Caerá de nuevo? No, se tambalea y cruza la cinta con una veintena de manos amigas. Ha llevado la resistenci­a humana hasta sus límites”. Así relataba, en su crónica para el `Daily Mail', Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, los instantes finales de la maratón de Londres de 1908. En las tres anteriores ediciones de los Juegos, la maratón se había disputado sobre 40 kilómetros pero, en aquella cita del 24 de julio, se alargó hasta los 42,195 para que la princesa Maud, hija del rey

Eduardo VII, que había sido madre horas antes, viese la salida desde el Castillo de Windsor. A las 14.33 de la tarde, una hora inapropiad­a, arrancaba la maratón. Londres se había desperezad­o con lluvia pero ahora el calor era sofocante. Acabaría haciendo mella a los 56 participan­tes: tan solo acabarían 29; entre ellos, Dorando

Pietri, un confitero de Capri de 22 años, de complexión delgada y 1,59 metros.

EL DORSAL 19 El corredor italiano salió con un ritmo lento. A mitad de la carrera aceleró y en el kilómetro 39 se situaba primero tras superar al sudafrican­o

Charles Hefferon. Los últimos metros, sin embargo, se le harían eternos. Con signos de sufrimient­o y deshidrata­ción, su dorsal 19 fue el primero que el público del estadio de White City vio ante sus ojos.

La meta está a tan solo 350 metros, pero Pietri, desorienta­do, con la mirada perdida, se equivoca de sentido. Los jueces le corrigen pero, a apenas 70 metros para el final, se desploma sobre la pista de ceniza. Le ayudan a ponerse en pie. Vuelve a caer por segunda vez. Le vuelven a ayudar. Y vuelve a seguir. Y vuelve a caer por tercera vez y darse de bruces contra el suelo. Y cae una cuarta vez. Y una quinta a 5 metros de meta. Entre vítores y aplausos, tras 2 horas, 54 minutos y 46 segundos, su calvario acaba al romper la cinta ayudado por jueces y voluntario­s.

Pietri, desmayado, sería evacuado en camilla. Su heroicidad, sin embargo, se desvanecer­ía enseguida. El estadounid­ense

John Joseph Hayes, segundo, presentó una reclamació­n por la ayuda a Pietri. El italiano sería descalific­ado. Nunca recibiría el oro, pero su valor y determinac­ión darían la vuelta al mundo y se convertirí­a en toda una celebridad.

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