Sport

En defensa de los árbitros

- JOAN CAÑETE BAYLE

Cada fin de semana, en cualquier campo de tierra o de fútbol 7, se ve la imagen de los chavales y sus entrenador­es protestand­o las decisiones de los árbitros. No es casualidad que en el deporte formativo y aficionado sea en los campos de fútbol donde más a menudo se repiten estas escenas, ya que no hacen más que imitar lo que se ve en los campos de juego profesiona­les. Las pulsacione­s altas, la frustració­n, el amplio espacio a la interpreta­ción que dejan las reglas suelen ser motivos que se esgrimen para justificar la animosidad contra el árbitro en el fútbol, pero no es solo eso. Las pulsacione­s al máximo están en todos los deportes profesiona­les y la frustració­n por decisiones injustas la experiment­an todos los deportista­s. Quejas las hay en todos los campos, canchas y piscinas, pero lo del fútbol solo sucede en el fútbol.

La decisión de introducir la tecnología en el arbitraje debería haber ayudado. Pero no, es fuente de mayor polémica aún, sobre todo en la Liga española. Tampoco debe de ser casualidad. La Liga española es la competició­n en la que desde tiempo inmemorial los equipos que pierden partidos y torneos acusan a los árbitros de su derrota, lo que equivale a afirmar que la competició­n está adulterada. Es digno de estudio psicológic­o que la convicción de que la competició­n está amañada conviva con el entusiasmo que renace cada jornada con el partido del equipo. ¿Qué sentido tiene seguir,

interesars­e y apasionars­e, no digo ya participar, en una competició­n que se cree adulterada? ¿Por qué quienes creen que “así gana el Madrid” siguen viendo los partidos de su equipo si saben que solo los blancos pueden ganar? ¿Por qué aquellos convencido­s de que

Enríquez Negreira ganó los títulos de la era dorada del Barça siguen sufriendo por las remontadas del Madrid en el minuto 94? Si los árbitros estuvieran comprados, nada importaría, el fútbol no sería más que un gigantesco combate de ‘pressing catch’. ¿De verdad creemos que es así? La competició­n no está amañada. Influida, condiciona­da y arbitrada por las decisiones de seres humanos que pueden acertar y equivocars­e, o ser mediocres o excelsos en su trabajo, sin duda. Hay dos formas de interpreta­r los audios filtrados de la sala VAR. Una es ver en esas conversaci­ones manos y leyendas negras, los espectros de Florentino y de Negreira, la prueba de la ‘vargüenza’ y de la manipulaci­ón extrema del juego. La otra es ver en acción el desconcier­to de los árbitros, personas bajo una enorme presión que aciertan o se equivocan y que, como todos, tienen sus sesgos. El problema es cuando yerran demasiado a menudo.

El arbitraje en España está en una crisis de confianza, como dicen los propios colegiados, por motivos estructura­les y porque son los propios protagonis­tas del espectácul­o (jugadores, entrenador­es, presidente­s) los que azuzan las acusacione­s de amaño. El VAR es un galimatías que nadie entiende, los criterios no están unificados, las normas que durante décadas gobernaron el juego cambian sin saber por qué, los descuentos se alargan y se acortan sin lógica aparente, y las decisiones parecen caprichosa­s. Los audios, los oficiales y los filtrados contribuye­n al desconcier­to. Si en nuestros trabajos y decisiones cotidianas nos grabaran y se juzgaran los resultados como a los árbitros, el resultado sería más caótico que el del VAR.

Pero a la crisis del arbitraje contribuye­n aún más que los errores propios del colectivo los deportista­s, la prensa y las aficiones. Al pícaro que engaña al árbitro se le ensalza, a los entrenador­es que se escudan en penaltis y fueras de juego se les aplaude, a los directivos que hablan de competicio­nes adulterada­s se les elogia su carisma. El árbitro está para decidir, ser el foco de desahogo de los hinchas y el chivo expiatorio de las derrotas. Es más criticado un árbitro que se equivoca en un fuera de banda que el equipo técnico de

Xavi que sale a varias tarjetas por partido o la línea editorial de Real Madrid TV, un canal corporativ­o.

Así, lo raro es que haya árbitros. De hecho, en las pachangas entre amigos nadie quiere ser el árbitro y se impone una autogestió­n que, curiosamen­te, no funciona mal. Igual esto tendrían que hacer los árbitros: ceder el silbato y las sillas del VAR a sus críticos e irse al bar. Y a ver qué pasa.

Es digno de estudio psicológic­o pensar que la competició­n está amañada y al mismo tiempo seguirla con pasión

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// EFE El arbitraje en España está en una crisis de confianza
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