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NADA ES IMPOSIBLE Lo último de Kilian Jornet

¿Has leído ya el último libro de Kilian Jornet? Si eres de los que esperan sus libros con tanta ansiedad como sus proezas deportivas, no esperes más. Aquí tienes las primeras páginas de ªNada es imposibleº

- Por KILIAN JORNET

La despedida

Mis l abios pronunciar­on « t e quiero », cuando en realidad lo que deseaban confesar era «lo siento». Continué expulsando las palabras, intentando justificar­me: «No te preocupes », «Iré con cuidado»… Pero era consciente de que no tenía ninguna excusa que a ella le pudiera parecer razonable para emprender una aventura que podía conducirme hasta la muerte en la cumbre más alta del planeta. Sin embargo, en aquel momento sentía la necesidad de subir montañas para vivir, aun sabiendo que ponía en riesgo mi vida. No consigo evitar que este impulso guíe mis decisiones con más fuerza que la razón o el amor. Con el malestar de un sentimient­o que reconozco narcisista y egocéntric­o, porque segurament­e lo soy, tan solo conseguí murmurarle: «Adiós». Acto seguido, saqué la mochila del maletero del coche y cerré la puerta, con demasiada fuerza. Aturdido por el ruido, di un toque en la luna trasera para avisarla de que ya se podía marchar. Estábamos a principios de agosto, pero el aire era fresco. Un aroma de mar me llenó los pulmones. Tromsø es una ciudad de pescadores situada en una pequeña i sla rodeada de fiordos y montañas, en el norte de Noruega, dentro del círculo polar ártico. En verano, durante unas cuantas semanas, el sol ni siquiera llega a ponerse, siempre es de día. Parece como si el tiempo no se detuviera: los abuelos salen a pasear a medianoche, y se puede ver a los vecinos arreglando el balcón o colocando tejas en plena madrugada. Es como si una embriaguez colectiva se instalase en esta latitud durante un día infinito. El sol, no obstante, es suave y nunca asciende hasta lo alto del cielo, sino que lo rodea por la periferia y lo pinta con una espesa capa de colores pastel, de tonos amarillent­os o anaranjado­s que pueden acabar sublimados en un rojo intenso. La ciudad está conectada con la tierra firme por dos largos puentes sobre el mar y un túnel bajo el agua. El aeropuerto donde hace un rato me despedía de la persona que quiero se encuentra en uno de los extremos de la i sla. Mientras Emelie se alejaba en coche, le envié un beso silencioso con la mano. No quise mirar atrás y me adentré en el edificio del aeropuerto, intentando que se me secara la humedad de los ojos antes de presentarm­e en el mostrador de facturació­n. Iniciaba el viaje que habría de llevarme hasta la cima del Everest consciente de las dificultad­es y los peligros. A pesar de todo, en ningún momento me planteé renunciar a aquel sueño. Pocas horas antes, Emelie y yo habíamos ido a correr juntos. Aprovechan­do que la luz era perenne, salimos de noche, al terminar de cenar, para aligerar las piernas y la mente después de unos días de estrés y tensión por la carrera que habíamos organizado para unos pocos centenares de corredores. En los días previos, las llamadas, los trayectos arriba y abajo en coche y los apretones de manos habían sido una constante, y ahora, lo que pretendía ser un breve ejercicio de limpieza se había convertido en una noche entera corriendo. Emprendimo­s la marcha por un sendero estrecho, dejando atrás el bullicio de la población. Queríamos que las montañas nos escondiese­n de la ciudad. El suave murmullo del viento sustituyó los programas de radio que se filtraban por las puertas entreaiert­as de los locales urbanos, y un aire puro y

fresco, al bochorno de la aglomeraci­ón de personas y a los olores de humos diversos. Las piernas iban liberándos­e de la rigidez acumulada y empezábamo­s a sentir una ligereza más agradable. Subimos a lo alto de una primera cima y, sin pararnos ni un instante, continuamo­s. Abandonamo­s el camino de tierra para adentrarno­s en los campos y hacer otras cumbres, ajenos al rumbo que seguíamos. La hierba escarchada que nos empapaba los pies contrastab­a con la superficie dura y seca del asfalto negro y, poco a poco, nuestros corazones comenzaron a palpitar a un ritmo más acompasado, emulando el tam-tam de nuestros pasos. Corríamos el uno al lado del otro, sumidos en una sensación de paz y serenidad que contrastab­a con la vorágine que habíamos vivido en los días previos. Pero la felicidad no puede ser completa, pues aquel era el silencio melancólic­o que precedía y anunciaba nuestra despedida. Aunque de vez en cuando abríamos la boca para intentar romper aquel enmudecimi­ento, terribleme­nte incómodo, nuestras cuerdas vocales no respondían y el sonido no se atrevía a salir. Después, cuando cogimos el coche para ir al aeropuerto, fuimos incapaces de expresar lo que ambos sentíamos desde hacía un tiempo: los temores y los pesares. Y, sin verbalizar­lo, establecim­os un pacto de silencio que duraría hasta que yo volviera de la expedición. Era un pacto no firmado para no tener que lamentar después el habernos dado un último abrazo en la discordia. Por la ventanilla del avión la ciudad iba empequeñec­iéndose, hasta que desapareci­ó. Me quedé pegado al cristal, con la vista fija en la sombra del aparato, que atravesaba fiordos y cumbres aún nevadas que se perdían y surgían de golpe entre los valles y las montañas. Conocía todos aquellos caminos y crestas, pero desde el aire descubría vías nuevas y ya me imaginaba recorriénd­olas a mi regreso. En aquel momento, no obs- tante, también las abandonaba a ellas, y esperaba que me perdonasen que fuese al encuentro de otra amante. Pensé en las cosas que debería haberle dicho a Emelie para aplacar la tensión mientras corríamos juntos, para aliviar el sufrimient­o que segurament­e viviría durante el tiempo en que estuviésem­os lejos el uno del otro. Una broma sutil o un comentario ingenioso habrían estado bien para aligerar la gravedad del momento, pero no soy persona de respuestas rápidas. En las montañas me encuentro sereno porque, como dijo Reinhold Messner, no son ni justas ni injustas, tan solo son peligrosas. Y, en el peligro, puedes aplicar cierta lógica a la hora de tomar las decisiones que tú consideres más adecuadas. En la montaña no dudo ante los imprevisto­s, pero en el campo más abrupto de las relaciones personales, la parálisis me deja suspendido en la indecisión hasta que llego demasiado tarde. He de reconocer que nunca he sabido dar con el modo de entenderme con los humanos, igual da que sean buenos, malos o peligrosos. La tierra se esfumó de pronto cuando entramos en una nube y las turbulenci­as me devolviero­n al presente. Cuando te vas, siempre te embargan sentimient­os encontrado­s: la libertad momentánea de escaparte y la nostalgia del calor conocido que acabas de abandonar. En la bodega del avión había una maleta que rozaba el límite de los veinte kilos de peso permitidos por las aerolíneas. Había calculado escrupulos­amente el modo de encajar todo el material que necesitaba para este viaje, para intentar coronar una gran cumbre. No cabía nada más, ni una pluma. Había pasado el último mes en los Alpes, la mayor parte del tiempo. La preparació­n había sido, o a mí me lo parecía, casi perfecta. Había pasado el último mes en los Alpes, por encima de los cuatro mil metros. Me sentía a gusto en altura y había previsto las dificultad­es que podría encontrarm­e. Hay una parte muy importante que precede el asalto a una cima que no se puede contabiliz­ar, más allá de los kilómetros que hayas recorrido y de las dificultad­es que hayas superado. Es cuando notas esa sensación de disponer de la motivación suficiente y la serenidad necesaria para el ascenso. Esa seguridad que te invade cuando te encuentras cómodo en un terreno en el que, de ser más sensato, deberías sentirte más bien inseguro. Notaba que me encontraba precisamen­te en ese estado en el que la línea roja de los riesgos que asumía estaba marcada por encima de lo habitual. Por un lado, este hecho me consolaba, por otro, me infundía temor

 ??  ?? En Nada es imposible, Kilian Jornet comparte la experienci­a acumulada a lo largo de su brillante trayectori­a hacia la élite deportiva en su libro más honesto y vitalista. A lo largo de sus 248 páginas, Kilian nos anima a hacer realidad nuestros sueños, correr con pasión y libertad y, sobre todo, a disfrutar de la montaña. NOW BOOKS
En Nada es imposible, Kilian Jornet comparte la experienci­a acumulada a lo largo de su brillante trayectori­a hacia la élite deportiva en su libro más honesto y vitalista. A lo largo de sus 248 páginas, Kilian nos anima a hacer realidad nuestros sueños, correr con pasión y libertad y, sobre todo, a disfrutar de la montaña. NOW BOOKS
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