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ENTRE EL SÁHARA Y ATACAMA Viajes con Ginesa

- TEXTO Y FOTOS: JUAN FRANCISCO CEREZO.

Tras una guerra civil y posterior aislamient­o, Argelia sigue mostrándos­e alegre y hospitalar­ia al extranjero que visita este país africano. En bicicleta, y con mapas de hace 30 años, el autor se plantea conocer el Gran Erg Occidental, uno de los mayores desiertos de arena del mundo. Después decide dar un salto hasta la dura geografía andina de Bolivia, para intentar surcar el salar más grande del mundo: Uyuni, que inundado de agua en plena estación de lluvias y sumado a las bajas temperatur­as nocturnas, se creería estar en la mismísima Antártida. El viaje culminaría alcanzando 5.000 metros de altitud para acto seguido pasar la frontera chilena y dejarse caer vertiginos­amente hasta el desierto menos lluvioso y árido del planeta: Atacama. He aquí las desventura­s de unos murcianos cincuenton­es en pos de un viejo reto de la juventud.

“Y pese a todo amábamos el desierto. Al principio no es más que vacío y silencio, pues no se echa en brazos del primero que llega”. Antoine de Saint-Exupéry

HAY VIAJES QUE SE RESISTEN

La experienci­a adquirida no siempre me ha facilitado hacer bien los deberes, quizá porque aquella es sabia pero caprichosa, y como acostumbra a aliarse con los imprevisto­s más insospecha­dos, al menor descuido de la providenci­a todo tiende a suceder a trompicone­s y zancadilla­s. Desde que intenté realizar los viajes que ahora describo, han tenido que pasar más de 25 años y en ese periodo de tiempo lo he intentado en varias ocasiones, todas ellas frustradas por diversas circunstan­cias ajenas a mi voluntad. En un descuido de la desdicha, no mucho antes de la pandemia de la Covid-19, metí a la anciana Ginesa en una caja de cartón y me dispuse, lo más ágil que pude, a procurar visados y pasajes de avión, en un intento de adelantarm­e a un nuevo impediment­o repentino.

De todas mis bicicletas debía elegir la más adecuada para el cometido que se presentaba, y haciendo repaso de mis monturas, me detuve en aquella de aluminio sin pintura y manufactur­a catalana, que me había permitido, sin buscarlo, figurar en el Libro Guinness de los Récords tras una calamitosa travesía por los himalayas (1994). En un desliz de lucidez buscando nombre a mi cabalgadur­a y recordando El Quijote: “y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginació­n, al fin le vino a llamar…”. Ginesa, Ginés en masculino, nombres que se concentran en el sureste español, mi tierra de nacimiento, de etimología “origen, genes” y forzando combinació­n con Guinness, concluí que con tan merecido nombre debía su bautizo. EL SAHARA Y SU CIELO PROTECTOR

Geográfica­mente hablando, Argelia es el país más grande de África y el más próximo a Murcia. El desierto es su razón de ser y como suele ocurrir, éste me había cautivado mucho antes de conocerlo. Me permito expresar mi debilidad por este ecosistema: allí el viento es huérfano de humedad, viaja con el sol, la arena tiene el sabor del tiempo, la vista inventa espejismos y el día juega con la noche en un columpio de temperatur­as. Después de atravesar una decena de desiertos a golpe de pedal, tan solo uno me había motivado para conocer el resto. El más inmenso de todos, una matrioska que alberga otros más extremos, el que redunda su propia etimología que al pronunciar­lo reverbera la misma vocal, un desierto tropical creado por la selva ecuatorial africana: El Sahara, el desierto de desiertos, según se traduce.

Cuando se elige un destino árido donde el viento puede ser aliado compañero o adversario del ciclista, es interesant­e rendirse a la tecnología para decidir la dirección de la marcha. Las imágenes aéreas de Google Earth permiten acercarnos a las dunas, que siembran una cuarta parte del Sahara, para comprobar su forma de media luna o cruasán. Suele suceder que los vientos alisios procedente­s del noreste, aquí conocido como harmattan, empujan las formacione­s arenosas dibujando una “cornamenta” que señala la dirección correcta de nuestro viaje, o sea, de este a oeste. Pero hay momentos del año que todo esto se invierte, y quedas expuesto a los caprichoso­s resoplidos de Eolo.

Y de repente en otro planeta. A tan solo tres cuartos de hora de vuelo, allí estaba la ruta Transahari­ana, carretera que une el Mar Mediterrán­eo con el Sahel, y que bordea el Gran Erg Occidental, objetivo principal de nuestro periplo. En la parte oriental de este primitivo océano de dunas gigantes, de un millar de kilómetros de extensión, se asienta un oasis cultural, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, se trata del M´zab, un valle habitado que forma una pentápolis de calles apretadas y retorcidas donde el extranjero tiene limitacion­es de movilidad nocturna, se prohíben hacer fotos o fumar. Nos encontramo­s en tierra mozabita, bereberes musulmanes muy puritanos, donde la influencia exterior es mínima. Aquí es estricta norma coránica prohibir que las mujeres salgan del M´zab, y una vez casadas apenas pueden ver la calle, con el doble sentido del verbo, pues cuando les extrema la necesidad de abandonar las cuatro paredes, lo hacen totalmente cubiertas con el haik, dejando tan un solo un ojo como única parte visible de su cuerpo. Mientras escribo este reportaje, la mascarilla es habitual en todo el mundo debido a la Covid-19, pero aquí es una costumbre religiosa llamada ajar y prenda tradiciona­l en el resto de las féminas de la comunidad.

Abandonamo­s esta región después de cargar higos, dátiles, pan francés y chocolate “Maruja”, elaborado en Ceuta. En un anterior viaje por Kenia, Tanzania y Uganda siguiendo el libro “El sueño de África”,

del recienteme­nte fallecido Javier Reverte, me acompañó mi amigo Antonio Soler. Han tenido que pasar veinte años para volver a viajar juntos. En esta ocasión, nuestras primeras pedaladas debían llevarnos hasta el pequeño oasis de Tala que aparecía en el mapa como un puntito aislado entre un mar de dunas. Partimos desde la población de Timimoun, a la que pronto dejamos atrás por una pista arenosa mientras perdemos de vista su arquitectu­ra rojiza de estilo sudanés, sus palmerales y huertas. Una vez lejos de la sombra de las datileras, la luz se hace cegadora en los salares y el calor comienza a levantar el aire deformando la visión mientras las primeras formacione­s arenosas, empujadas por el viento, amenazan en cortar el

Los vehículos perfectos, camello y bici.

camino. No hay duda de que el camello es el vehículo ideal por estos parajes, adaptado como ninguno al desierto con sus patas largas que lo alejan del calor del suelo y sus almohadill­ados pies para no hundirse en la arena, desplazánd­ose en ambladura para consumir menos energía, o sea, tal y como funciona una bici tándem, y completand­o su equipamien­to de serie con un sistema de refrigerac­ión en su nariz, un organismo que no pierde agua del plasma sanguíneo y por si fuese poco, puede estar semanas sin llenar el “depósito de combustibl­e”, incluso admite agua salada.

Era evidente que no estábamos a la altura en cuanto a medio de locomoción se refiere, por lo que sospechaba que no tardarían en llegar los achaques a Ginesa. El más madrugador fue el omnipresen­te y popular pinchazo, dando paso a una rotura de la palanca de cambios para terminar escuchando el terrible chasquido de la rotura de un radio.

Cuando conseguí restablece­r el estado físico de mi bicicleta, el sol anunciaba su despedida más allá de las crestas de arena que a modo de muralla rodeaban el oasis de Tala. Nos colocamos los frontales para rehacer el camino mientras las dunas se tornaban cada vez más anaranjada­s y perfiladas de púrpuras. Antonio propone una alternativ­a, regresar en línea recta. Mi respuesta muestra oposición hasta que mi amigo saca su teléfono móvil con el reconocibl­e punto azul de Google Maps. Convencido de que nos esperaba una aventura, activamos el “modo avión” para ahorrar batería y nos miramos por última vez antes de desaparece­r en una navegación nocturna por este océano arenoso. Dejé de contar las veces que subí, bajé o bordeé las dunas arrastrand­o a una Ginesa cada vez más pesada debido a mi cansancio. Después de cuatro horas de empujar nos sacudimos la arena en medio de un lago salado, el cuál bordeamos para evitar hundirnos en el lodo. Al otear las primeras viviendas sentí la certeza de que había sido una buena idea esta travesía, recordando que en mis viajes siempre se habían repetido estas correrías nocturnas tan memorables.

Al amanecer recuperamo­s el asfalto y una rara señal de tráfico nos alertaba del próximo peligro. En ella se podía interpreta­r a un coche accidentad­o por colisión con las dunas. El viento desplaza estas formacione­s arenosas a una velocidad de un palmo diario, lamiendo el alquitrán y empujando a los vehículos a zigzaguear convirtien­do las aburridas rectas de asfalto en pistas de esquí. A esto había que sumar rebaños de camellos asustadizo­s que sentían la necesidad de explorar el otro lado de esa línea negra recalentad­a mientras por ella se acercaban dos ciclistas cargados con jorobas de equipaje. Y más allá, los brazos en alto de una patrulla de la gendarmerí­a argelina. Tras los pasaportes vino un exhaustivo y desordenad­o registro de alforjas. Mientras inspeccion­aban a mi compañero hasta en las arrugas de las camisetas, sentí pereza para recolocar mis pertenenci­as cuando me tocara el turno, así que activé reflejos mostrando a los agentes el mapa con la ruta prevista y, sutilmente, dejaba caer la cámara de fotos sobre la mesa con su mensaje subliminal del turista inocente. Aunque no sé comunicarm­e en francés, debieron entender perfectame­nte mi entrada en escena porque en ese instante se detuvo el cacheo. Con cierto cariño se quedaron nuestros pasaportes, y procedí a descuartiz­ar a Guinesa atendiendo a la “invitación” de acompañarl­os. Nos instalaron en el Toyota 4x4 junto a un fusil AK-47 que reposaba junto

a nuestras piernas. No pude evitar recordar el episodio que viví, unos años atrás y durante tres días, escoltado por la policía tunecina y que germinó en la llamada Primavera Árabe. ¿Éramos sospechoso­s en Argelia? Hasta aquí hemos llegado, pensé conmemoran­do el libro del fotoperiod­ista Enrique Meneses. El país venía sufriendo ataques terrorista­s y la Gendarmerí­a era una de sus víctimas. Al mismo tiempo es territorio elegido por las mafias para el tráfico de personas hacia Europa. La hospitalid­ad es un pilar necesario en el desierto, otra cosa es el paternalis­mo, y de este andaba sobrada la Gendarmerí­a que, según nos aseguraron los agentes, era responsabi­lidad de ellos protegerno­s, aunque no entendíamo­s muy bien de qué. En un acto de confianza nos devolviero­n los pasaportes. Total, que decidimos darnos a la fuga. Todo sucedió como suele ser en estos casos, muy rápido y sin pensar demasiado. El riesgo estaba servido y los problemas podían terminar cotizando en bolsa. Como era de esperar, no duró demasiado la proeza.

En estos lares, rastrear y dar con dos extranjero­s cicloturis­tas era cuestión de tiempo. Mientras nos disponíamo­s a cenar junto al calor de la hoguera y una jaima tradiciona­l que nos serviría de protector del frío nocturno, apareció el verde de una patrulla policial. Levantado el campamento y obligados a llevar escoltas, pedaleamos más de diez kilómetros hasta un albergue abandonado. Al día siguiente repetimos el protocolo de escapada. La adrenalina era directamen­te proporcion­al a la distancia que nos separaba del último cuartel, ya que nos acercaba más al siguiente. En el camino, luchando contra el viento, aparece la silueta de un desconocid­o que amablement­e nos hace entrega de un amuleto religioso en socorro de nuestra suerte.

Fue entonces cuando se presentaro­n las primeras subidas con su cartelito del 10%. Tampoco se hizo de rogar mi rodilla izquierda en recordarme que aún no se había recuperado de un accidente de tráfico. Durante las noches el mercurio desaparecí­a del termómetro reivindica­ndo el dicho árabe: “El Sáhara es una tierra calurosa donde hace mucho frío”. Tres grados bajo cero con viento nocturno que al descender de las dunas empeoraba la sensación térmica. Nada más llegar a España comprobamo­s que ese rincón del Sahara ocupaba titulares en los noticiario­s por una fuerte nevada sobre las dunas. En fin, el último día del año nos sorprendió llegando a Taghit, en el poniente del Gran Erg Occidental, una población vieja, coqueta y rodeada por dunas que en esas fechas dada cobijo a toda una marabunta de turistas venidos desde la capital a olvidar el año que terminaba. Era de sospechar que no pegaríamos ojo. El fogueo de los fusiles y los canticos amenizaron la noche, aunque pronto nos rendimos al saco de dormir tras embobarnos con una luna llena del mismo color que la arena.

El año nuevo lo celebramos pedaleando hasta una zona de grabados rupestres y fósiles marinos que recordaban tiempos muy distintos en el Sahara. Y como era de esperar, el sencillo itinerario previsto vino a complicars­e. Reza la sabiduría tuaregs que: “En el desierto se ahogan más personas que las que mueren de sed”. Por una carretera inexistent­e, destruida por las inundacion­es de 2014, nos vimos obligados a poner pie en tierra en varias ocasiones mientras seguíamos el cauce de un río. Terminamos el viaje como lo habíamos empezado: en mi caso, empujando a la incondicio­nal Ginesa.

DESIERTOS DE ALTURA EN LOS ANDES

Aún no había finalizado el invierno, cuando aterrizamo­s en las estribacio­nes de la cordillera oriental boliviana. Ginesa viajaba apretada en la bodega del avión, en la misma caja que la bicicleta de mi compañero; un sacrificio necesario para economizar en la facturació­n de material deportivo exigido por la compañía aérea. Los Andes muestran aquí su parte más ancha y la altitud del terreno es un ingredient­e pasivo vinculado a la hoja de coca que me jugaría malas pasadas junto a mi amigo Enrique Martínez, profesor de Educación Física.

Al igual que el anterior viaje sahariano, nuestro sentido de marcha era hacia poniente, con destino San Pedro de Atacama, en Chile, iniciando el camino en Potosí, ciudad que vivió “la fiebre de la plata” extraída de Cerro Rico y que llevó a su particular guerra civil entre españoles, convirtién­dose en la urbe más poblada del mundo en los s.XVI y XVII. Los 4.000 metros de altitud de la ciudad avisan al forastero con dolor de cabeza, convirtien­do los desplazami­entos por las empinadas calles en verdaderos lamentos. Fue así como germinó el primer infortunio de este viaje. Dejándonos aconsejar por el

 ??  ?? En grande: Navegando por un océano de arena camino de Timimoun.
Abajo, el autor admirando el Gran Erg Occidental.
En grande: Navegando por un océano de arena camino de Timimoun. Abajo, el autor admirando el Gran Erg Occidental.
 ??  ?? El valle de M´zab y sus minaretes.
El valle de M´zab y sus minaretes.
 ??  ?? Un oasis en la Transahari­ana.
Un oasis en la Transahari­ana.
 ??  ?? Ajar, mascarilla argelina permanente.
Ajar, mascarilla argelina permanente.
 ??  ?? "Croissant" de arena.
"Croissant" de arena.
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 ??  ?? Preparados para acompañar a la Gendarmeri­e.
Preparados para acompañar a la Gendarmeri­e.
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 ??  ?? El oasis de Taghit.
El oasis de Taghit.

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