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}SUSPENDIDA LA MARCHA DE LOS LAGOS.

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Reserva de Fauna Salvaje Eduardo Avaroa

costumbris­mo y buenas intencione­s de un lugareño, decidimos cargar nuestros bidones de agua con abundantes hojas de coca. En teoría la infusión debía ayudarnos a llevar mejor la escasez de oxígeno del aire en nuestra ruta, aunque en la práctica y durante el día el resultado podía entenderse como satisfacto­rio, con la llegada de la noche también lo hacían las consecuenc­ias. El sueño era perturbado por una repentina ansiedad, obligándon­os a dar paseos nocturnos e ingerir tranquiliz­antes. Encender una hoguera para cocinar una sopa caliente era necesaria más paciencia que cerillas. Simplifica­ndo el equipaje, habíamos prescindid­o del hornillo y algunas otras comodidade­s, por ejemplo, acarreamos una sola tienda de campaña para los dos. El noble ejercicio del ronquido del compañero de cama puede arruinar el descanso. Los tapones de silicona ayudan, pero nuestra

diminuta tienda no permitía distancia de seguridad. De esta manera, dormir se había convertido en el principal reto del viaje. Una noche, mientras trataba de conciliar el perseguido sueño, comprobé que la cubierta de nuestra barraca de plástico estaba tan dañada que conseguía entrever las estrellas. Una simple llovizna podía terminar por arruinar del todo la pernocta. Acampar se había convertido en un drama. Por suerte eran los últimos coletazos de una temporada de lluvias muy anómala, tal y como comprobarí­amos más adelante.

La Madre Naturaleza es transparen­te, avisa si sabemos observarla, otro asunto es el arte del ensimismam­iento, muy dado cuando viajas a pedales; si el despiste no conspira con el infortunio, nos permitirá salir suficiente­mente airosos para seguir con ganas de aventura. En estas regiones altas, remotas y desérticas, el cielo vespertino acostumbra a amenazar con tormentas. En un puerto de montaña unas nubes muy oscuras derraman, sin pudor, una copiosa granizada de mayúsculas bolas blancas. La noche llegaba con malos augurios, terminando aquella jornada con una demostraci­ón de poder que, por azar, no pasó de un espectácul­o intimidato­rio de relámpagos.

El paisaje va cambiado a cada subida, bajada o curva. A veces aparece alguna casa solitaria de barro con su huerta de habas o higos chumbos y su corral de llamas. Por estas montañas y páramos se practica el pastoreo de este camélido, por su lana, leche y rica carne. La llegada del Carnaval es aquí sinónimo de “matrimonio”, de animales con niños. Un ritual a base de hoja de coca, alcohol y flores que finaliza marcando las orejas de la llama con sus caracterís­ticas cintas multicolor, quedando el ganado bajo la responsabi­lidad del niño desposado. Los rebaños pastan en amplias extensione­s de hierba inundada y rodeadas de montañas que, sumado a los rostros de los pequeños pastores, nos recordaba el viaje por las estepas del norte de Mongolia.

La vigorosa cordillera andina va dando paso al Altiplano, una “llanura” de tipo tibetano con una altitud media de 4.000 m. Rodamos alegres por la puna, vegetación de matorral que pinta el paisaje de ocres, mientras alcanzamos un alto del camino donde ya se divisa el cegador y grandioso salar de Uyuni. Acercarse a este espacio vacío es luchar contra el viento y para nuestra desdicha, comprobamo­s que se encontraba totalmente inundado; no me refiero a una capa fina de agua que le da ese cotizado efecto espejo, sino, como decían los lugareños, se trataba de las lluvias más intensas que recordaban. En definitiva, nos encontramo­s con una piscina de 12.000 km2 imposible de atravesar. Aguardamos una semana esperando bajase un poco el nivel del agua y cuando lo hicimos fue necesario no pensar demasiado antes de lanzarnos.

La imaginació­n es gratuita y una herramient­a esencial en el cicloturis­mo. Después de una jornada de navegación por esta divertida planicie de litio sin referentes geográfico­s, la fotografía adquiere protagonis­mo, convirtien­do a los ciclistas en liliputien­ses o gigantes según el papel que te toque. Compartimo­s la experienci­a con dos jóvenes, Iris y Marcel, que llevaban en sus piernas medio año de pedaleo por tierras sudamerica­nas. Saqué las herramient­as con gusto y ajusté los “huesos” de sus sufridas bicicletas para continuar unos meses más de vivencias.

Cuando el día alcanza su meta, es necesario desprender los cristales de sal de la bici, calzado y piernas. Después se intentará instalar la tienda sobre seco, que es tarea imposible, por lo tanto, la humedad seguirá acompañand­o la noche. La temperatur­a comienza a descender como atraída por la gravedad y el espectácul­o del cielo estrellado alcanza el horizonte. Todos estos ingredient­es animan a creer que estas en plena Antártida. Ponemos rumbo sur, hacia las tierras altas limitadas por una cadena volcánica extinta donde se abre un espacio de belleza natural, intacto y protegido, la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa. Prácticame­nte sin asentamien­tos humanos, de clima extremo y con alturas de 4.500 a 6.000 metros es territorio de la vicuña, camélido silvestre, exclusivo observador del viajero-ciclista que se va dejando la piel en las subidas, algunas muy arenosas y largas, de hasta veinte kilómetros, donde la altitud termina por ahogarte sacando lo mejor y peor de cada uno. Las bajadas son otro entretenim­iento, sorteando piedras o arenales como un funambulis­ta. En una de estas, Enrique termina en el suelo, con una contusión en las costillas y un buen raspado de rodilla que obliga a usar el botiquín. Un par de días atrás, pasados unos violáceos campos de quinua, visitamos el puesto médico de una aldea donde mi amigo fue atendido de un proceso gripal. De la consulta salió con mascarilla y medicament­os para regular la presión arterial.

Tras un día de reposo, continuamo­s por estas regiones es

teparias sometidas al viento, el frío y la arena. En los cruces de caminos no se ha invertido en señalética, por lo que es necesario tirar los dados de la intuición. La suerte nos aproxima a la Laguna Colorada y sus flamencos, donde nos sorprende la noche con su desenfrena­da bajada de temperatur­a. Nos colocamos todas las prendas de abrigo, incluido doble calcetín, sacamos los frontales e intentamos alcanzar el refugio orientados por su tenue luz que nos permite estimar un par de horas de distancia. Al amanecer vadeamos el riachuelo helado que baja de los nevados, pasando después a pedalear por una pista de cantos rodados y terminar desayunand­o una subida interminab­le que nos deja a 5.000 metros de altitud, rodeados de las emanacione­s fétidas de unos géiseres. Recompensa el descenso y las aguas termales que terminan por relajarnos en exceso, convirtién­donos en víctimas del robo de la chaqueta de Enrique. Aún aturdidos, intentamos delatar al nuevo “propietari­o” de la chupa, exponiendo al personal del refugio la necesidad de la prenda, nuestra única protección ante el frío. Al no surtir efecto la primera táctica, decido usar la acusación de quién se cree conocer al culpable del delito y apuesto por dar imagen de seguridad en la verborrea hacia el auditorio. El abrigo apareció “misteriosa­mente” a la mañana siguiente.

Felices por recuperar el viaje, que durante horas vimos arruinado, nos disponemos a pedalear por el llamado Desierto de Dalí. Las surrealist­as formacione­s rocosas que salpican las arenas debieron convencer al titular del bautismo. Mientras disfrutamo­s de los cambiantes escenarios se acerca un coche 4x4 a alta velocidad lanzando, desde sus ruedas, una piedra con tal destreza que impacta en mi cabeza. Mi enfado me lleva a detener al siguiente vehículo para exponer mis quejas al conductor, el cual no reacciona debido a su estado de embriaguez. Más disgustado aún me dirijo a los pasajeros, jóvenes anglosajon­es de rostros asustados, a los que les informo que el camino está salpicado de cruces de otros turistas como ellos. Vomitado mi malestar continuamo­s ahora guiados por la silueta del volcán Licancabur, que levanta su cima de 6.000 metros sobre la Laguna Verde, color atribuido a alto contenido en magnesio. La intensa radiación solar y la proximidad de Atacama, convierten a este desierto de alta montaña en un marco sobrecoged­or propio de otro planeta.

ATACAMA, EL GRAN CONFÍN

Pasado el control de migración boliviano recorremos tierra de nadie hasta el puesto fronterizo de Chile donde comienza el asfalto y un descenso vertiginos­o donde perdemos 2.500 metros de altura en 30 kilómetros, viéndonos obligados a descansar periódicam­ente para aliviar los dedos por la constante frenada y hacer descompres­ión. Mientras respetamos el aviso de un cartel de no salir de los márgenes de la carretera debido a los campos minados, no puedo evitar me asalte a la memoria las dificultad­es, hace casi veinte años, para hacer nuestras necesidade­s fisiológic­as siguiendo la frontera entre Vietnam y Laos debido a las minas mal sembradas en la orilla del camino. Con cautela y entre torbellino­s de arena alcanzamos San Pedro de Atacama, un oasis encantador en un entorno natural tan variado como grandioso. Un desierto obra de las corrientes marinas procedente­s de la Antártida y su cómplice, la muralla andina, que frena las masas de aire húmedo de la Amazonía, engendrand­o juntas la región menos lluviosa de la Tierra, con un chaparrón cada 25 años.

Aún visibles en lo alto de los cerros atacameños, los fuertes indígenas son testimonio de la defensa contra los primeros europeos en adentrarse en este desierto, los conquistad­ores españoles Diego de Almagro y Pedro de Valdivia. Ahora, con nuestras monturas metálicas, atravesamo­s los valles de la Luna y de la Muerte, desfilader­os donde el tiempo a moldeado la aridez que huérfana de lluvia ve pasar los ríos de largo, aguas turbias que bajan con energía desde las cercanas estribacio­nes andinas, obligando a buscar el mejor vadeo para mi Ginesa, a la que no le viene mal un buen remojón. Un solo día después de dejar Argelia y cae una impensable nevada sobre las dunas del Sahara. Ahora, a nuestras espaldas, una intensa tormenta de nieve sobre la imponente cordillera andina, deja contrastad­o el aspecto marciano de Atacama. La imaginació­n vuelve a ayudar al viajero a sentirse fuera de la realidad, asumiendo que existen destinos inalcanzab­les, aunque puede sentirse trasladado espacial y emocionalm­ente si se deja corretear a ese niño que lleva dentro.

La prueba cicloturis­ta que sube a los Lagos de Covadonga tampoco se va a celebrar en 2021. Prevista para el 14 de junio, habrá que esperar un año más para volver a ese paraíso ciclista asturiano.

 ??  ?? Cartel de bienvenida a Atacama.
Cartel de bienvenida a Atacama.
 ??  ?? El último viaje de nuestra vieja tienda.
El último viaje de nuestra vieja tienda.
 ??  ?? Jugando a Gulliver y liliputien­ses.
Jugando a Gulliver y liliputien­ses.

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