El teleadicto
“¿Es que es menos un hijo que un gato?”. Con esta línea de guion, absurda fuera de contexto, una serie como White Lines pasó de ser para mí un thriller vistoso pero prescindible a una ida de olla cachonda y adictiva. La maestría está en los pequeños detalles, y esta frase, pronunciada por Conchita (Belén López), es un gran ejemplo de ello. Tengo que reconocer que me acerqué al nuevo número uno de Netflix con bastante recelo por cómo fue concebida. El propio creador,
Álex Pina, confirma que la idea partió de la plataforma: querían una serie bilingüe diseñada por
los responsables de La Casa de Papel y de The
Crown para que triunfara en los dos idiomas mayoritarios de su público. Y decidieron ubicarla en Ibiza, añadir dosis de humor negro british y de costumbrismo berlanguiano, montar un reparto solvente con unos cuantos de allí y otros de acá... Pero, como decía, en esa plantilla con vocación descaradamente comercial, aparecen unos cuantos brochazos de genialidad que inyectan a la trama esa sustancia que no pueden destilar las estadísticas ni las inversiones millonarias en marketing. El guionista que puso esa frase en boca de Conchita, esa pregunta retórica cargada de pijerío incestuoso (no digo más por no caer en el spoiler), es el que le ha dado alma a una serie que plantea un dilema potente: ¿hasta dónde estás dispuesto a llegar por vivir la vida que realmente deseas?
White Lines llega lo tan lejos como para que me hayan quedado ganas de una segunda temporada.
10 Supertele