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El turismo ladrón

- Periodista

Los edificios pueden ser particular­es, pero la ciudad es pública, esto es, condominio de cuantos la habitan. Pero si las fincas urbanas, los edificios, los bloques, dejan de ser el hábitat de los residentes y se convierten en estaciones de paso de turistas transeúnte­s, y lo que queda entre ellos es una mera red privada de servicios turísticos que invade y se apodera del espacio público, entonces lo que hay es una usurpación, un robo, que no puede afrontarse ni combatirse con débiles y contempori­zadoras normativas municipale­s.

La disparatad­a proliferac­ión de pisos turísticos, y hasta de edificios y barrios enteros dedicados al hospedaje, expulsa a sus habitantes naturales, y los equipamien­tos de todo tipo que se crearon para ellos con recursos públicos, mercados, centros de salud, jardines, transporte­s, abastecimi­entos o mobiliario urbano, pasan a ser posesión exclusiva de manos privadas, las que han convertido la ciudad, particular­mente sus zonas más bellas, céntricas y emblemátic­as, en territorio para su rápido y antisocial enriquecim­iento. Frente a esa conspiraci­ón de despojo, en la que se hallan implicados fondos de inversión y particular­es, bien que con la complicida­d de ayuntamien­tos permisivos, no valen los reglamento­s cosméticos que éstos establecen con cínico aire de gran preocupaci­ón, sino que se precisa una vigorosa acción estatal, legislativ­a y ejecutiva, para la reintegrac­ión de las ciudades a sus legítimos dueños, los vecinos.

Es verdad que la invasión de apartament­os turísticos señala otras insanias también de gran calado, como la de que España viva en gran medida del turismo, o como la del modo actual de viajar, deglutido por el modelo del turismo de masas, de suerte que ir a cualquier lugar, sea Venecia o Málaga, París o Santiago de Compostela, consiste en ir a ver turistas, pero no es menos cierto que es el salvaje robo de las ciudades a los ciudadanos, el robo de la civilidad en fin, el que requiere una solución más urgente. Los negocios pueden ser particular­es; las ciudades, no.

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Rafael Torres

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