El John Wayne de Montuïri
De cómo Penalva convirtió su despacho del juzgado en un plató donde los imputados empequeñecían
Llegaba al juzgado con pasos agigantados, tocado por unas gafas de aviador Ray-Ban, y con una pistola al cinto. Podría pasar perfectamente por el actor John Wayne, el vaquero más famoso del cine, pero en realidad era el juez Manuel Penalva. ‘Manolo’ para los amigos. Un cazador implacable de Montuïri
que en su despacho colgaba fotografías de sus cacerías. A su derecha, cocodrilos del Nilo, guepardos, rinocerontes y búfalos capturados en África; a su izquierda, venados y cabras montesas, de larga cornamenta. Todo un aviso a navegantes. Testigos e imputados, sentados ante aquella imponente galería cinegética, empequeñecían, casi desaparecían en sus asientos. Tampoco les ayudaba que el fiscal Miguel Ángel Subirán montara uno de sus espectáculos habituales, entre bramidos y aullidos, mientras Penalva, junto a él, se mostraba condescendiente. Casi amistoso. Poli bueno; poli malo. Todo sería de película de no ser por un pequeño detalle: aquellos policías, empresarios y funcionarios interrogados sin piedad eran, en su mayoría, inocentes. Y tenían tanto miedo que algunos solo miraban al suelo, con la esperanza de que todo acabara de una vez. Aunque al final de la cinta podían encontrarse con que el acoproferidas
modador les entregaba una invitación para la cárcel de Palma. Como un actor, a Penalva le gustaba recrearse teatralmente en su sillón, sentado frente al sospechoso que tenía delante, acompañado de sus implacables policías de Blanqueo. Aquella oficina de Vía Alemania, que para las víctimas hacía las veces de tribunal de la Santa Inquisición, era su plató predilecto, el estudio donde grababa sus mejores escenas. Se mostraba seguro, recitaba frases enlatadas y decidía el futuro de las decenas de imputados que pasaban por la función. De momento, la actuación ha acabado para él con una pena de 9 años de cárcel. Una condena de cine.