Mejor olvidar
Polanski en horas bajas. Muy, muy bajas. Lamentable. Y lo peor es que a sus 90 años tal vez sea este el colofón a una carrera irregular pero notable. Genial, a veces. Y esta puede que sea su carta de despedida. ¡Qué bochorno!
Es tan mala la película que, en lugar de pensar mucho en ella y analizar lo que es simplemente nefasto, invita a preguntarse, si descartamos la tentación de atribuirlo a un cierto grado de senilidad creativa, qué fue lo pudo interesarle de este proyecto desangelado y tontorrón al autor de La semilla del diablo o Chinatown, por citar solo dos grandes títulos de su admirada filmografía. El planteamiento es de lo más convencional y manido; los personajes, clichés casposos y parodias recicladas, y la colección de bromas y situaciones presuntamente jocosas son en su mayoría zafias, groseras y escatológicas, cuando no directamente malas. Además de Mickey Rourke, que es un chiste en sí mismo, una caricatura desafortunada, que no tiene ninguna gracia. Más bien lo opuesto.
Se me ocurre pensar, por aquello de especular y buscar porqués innecesarios, que a Roman Polanski le debió gustar El gran hotel Budapest (¡y a quién no!) de Wes Anderson, y le pareció un formato manejable y lleno de posibilidades, que le permitiría despedirse con una comedia. El género donde le faltaba un título a la altura de su prestigio, teniendo en cuenta que el único destacable data de 1967: El baile de los vampiros. Y no conviene repasarlo si lo recuerdan con cariño. Así que se lanzó a la aventura, pero sin medir bien las posibilidades que le brindaba un guion de una mediocridad palmaria, donde nada funciona, todo es previsible, y ni los reconocidos intérpretes pueden hacer nada por dignificarlo. ¡Vaya bobada! Mejor olvidar. Sobretodo el último plano, que me niego a recordar.