Vanity Fair (Spain)

MIGUEL BOSÉ

(40 años de ambigüedad y 4 hijos después) “LOS CHICOS ÉRAMOS CHICAS, TOTALMENTE AFEMINADOS”

- Por MARTA DE LA CALZADA

Se abren las puertas de un búnker blindado, hermético, y cinco enormes san bernardos sueltos se abalanzan, revolucion­ados, sobremí. Son las 9 de la mañana y “Miguel está volviendo de una reunión en el centro”, nos advierte Chacho, su fiel asistente personal desde hace 20 años. A lo lejos, más perros y gallinas “Esperé mos le dentro”. Desde . que Miguel es padre —tiene 4 hijos de entre 4 y 3 años ymedio— madruga mucho para atender sus compromiso­s profesiona­les por la mañana y dedicar el resto del día a Diego, Tadeo, Ivo y Telmo.

Acceder al entorno más íntimo de Luis Miguel Luchino González Borloni, más tarde Miguel Bosé (Panamá, 1956) —el domicilio familiar de Somosaguas, urbanizaci­ón de lujo al noroeste de Madrid— puede ser un privilegio o un asunto muy arriesgado. Es conocida su fama de huraño, de díscolo con la prensa. Sin tapujos ha llegado a echar a sus entrevista­dores y les ha animado a que hicieran “preguntas más inteligent­es y no de niño de patio de colegio”. Gestos así dibujan un escenario en el que pides que la suerte esté, ese día, de tu parte.

El interior de la casa es diáfano, cálido, compuesto por distintos ambientes nada minimalist­as, llenos de libros organizado­s por categorías —todos ellos subrayados, leídos— máscaras africanas, cerámica —los platos pintados por Picasso que este intercambi­aba con Miguel de niño por un dibujo suyo—, cuadros —desde taurinos a cubistas—, y contrasta con un exterior con trazo frío de arquitecto, hormigón y cristal. De pronto veo acercarse a Miguel Bosé a través de los gigantes ventanales. Amansa, a su paso, a los animales con un ademán mesiánico.

“¿Te han ofrecido algo?”. “¿Te han tratado bien?”. “¿Tienes todo lo que necesitas?”, me pregunta amablement­e, mientras toma asiento a mi lado. En chándal y deportivas, muy abrigado con cazadora térmica, su atuendo es el propio de quien sabe que puede defender todo lo que se ponga encima. La cortesía del perfecto anfitrión es el primer impacto que recibo del chico lánguido que vino a revolucion­ar con 19 años la todavía asfixiante y castradora sociedad posfranqui­sta a golpe de ambigüedad, baile y un par de pantalones vaqueros que le sentaban realmente bien.

¿Será tan fiero el lobo como lo pintan, o hará referencia simplement­e al estribillo de uno de sus hits? Por de pronto el artista es alguien que pone límites de índole metafísico: “La diferencia entre Miguel y Bosé la marca precisamen­te la frontera que es la puerta de esta casa”, aclara. “Una vez que estoy dentro soy un hombre con una existencia low profile, aburrida. Vivo en un mundo muy pequeño, restringid­o. Bosé ocupa el 98 por ciento demi vida, del que se conoce casi todo. De Miguel no, se protege mucho. Bosé es un loco desbocado pero necesita el orden de Miguel. Y Miguel necesita a Bosé porque paga las facturas”.

"LOS CHICOS ÉRAMOS CHICAS, NOS MAQUILLÁBA­MOS, NOS DEPILÁBAMO­S LAS CEJAS..."

Cada movimiento político reclama su símbolo. Y la España de 1975, monopoliza­da por cantautore­s con corbata y folclórica­s, pedía a gritos un estandarte aperturist­a. La juventud necesitaba color y Miguel Bosé fue la respuesta. Así lo ve Miguel Ángel Arenas, Capi —productor de Alejandro Sanz, Radio Futura, y otros superventa­s—. Y apunta a sumentor. “Fue Tomás Muñoz —productor de la CBS (actual Sony Intr.) y encargado de relanzar las carreras de Julio Iglesias o Raphael— quien supo ver en Bosé las cualidades perfectas para crear al personaje que se necesitaba en este país en ese momento. Su cultura y ambiente eran lo más cercano a una escena internacio­nal. Guapo, trabajador. Notenía una gran voz, tampoco era un primer bailarín, pero sí el perfecto ejemplo de alguien que, con esfuerzo, se crea sus propias cualidades”. Hablamos de la época de Tequila, los roqueros; de Los Pecos, románticos, y de Miguel Bosé, la estrella. Una época, ávida de modernidad, en la que, como Capi apunta, “se utilizaba a las figuras de la canción como símbolo de los cambios políticos”. A diferencia del momento actual, acostumbra­dos a los productos prefabrica­dos, el suyo “no atendió a un guión hecho a propósito, fue una circunstan­cia. El marketing de la vida”, remata.

—¿Fue premeditad­o su fenómeno? —le traslado a Miguel mientras le muestro una fotografía de sus primeros años que le deja indiferent­e (la persona que tengo enfrente no parece fácil de sorprender).

—Todo fue espontáneo. La famosa camiseta remangada que llevaba en Linda no era más que una camiseta de Fruit of the Loom, pero antes de salir a actuar hacíamucho calor y éramos más de ocho personas dentro de un camerino muy pequeño. Me remangué la camiseta y fue moda. Unas semanas después, de gira por Italia, veo un puesto de carretera que ponía “Camisetas a la Bosé”. Y venían cortadas, era algo forzado. Así me ha sucedido toda la vida: he integrado casualidad­es”.

Un personaje necesario

La carrera de Miguel Bosé prende como una mecha con esa canción, Linda (1977), y una actuación en televisión en el programa Esta noche, fiesta (TVE) en la que aparecía contorsion­ándose sensualmen­te embutido en unos jeans y una camiseta remangada. Linda y la imagen de su intérprete escandaliz­aron a muchos, pero el tema se convirtió en himno y él en bandera de los nuevos tiempos. Esa noche, presentado por José María Íñigo y con la presencia de sus padres entre el público —el torero Luis Miguel Dominguín (1926-1996), íntimo amigo de Hemingway, Picasso o Buñuel, y Lucía Bosé (1931), excéntrica y cultivada actriz italiana que había protagoniz­ado Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), levantó la pierna lo más alto que se había visto hasta entonces en televisión. “Causó tanto impacto que parecía orquestado. De una patada acabó con la idea de que para ser artista debías ser un macho vestido de traje”, recuerda Capi. Además del torero y la actriz, esa noche le acompañan su hermana menor, Paola —ahijada de Picasso— y una prince- sa japonesa amiga de la familia, Dewi Sukarno. “Mi padre se quedó impresiona­do, pero no solo por el look —que para mí era enterneced­or, porque a Miguel le ha gustado jugar al espectácul­o y a la duda desde siempre— sino porque en un momento lo desbancó. De Luis Miguel Dominguín pasó a ser el padre de Miguel Bosé, ahí iban los genes. Lo que ocurre es quemi padre era un macho alfa”, recuerda Paola. “Se nos había calificado de hijos de papá y también extrañó que hiciéramos algo”.

El artista al que aplaudían esa noche era un joven de una gran ambigüedad. “En ese momento no había referencia­s en este país”, cuenta Bosé mientras remueve, sin llegar a probarla, una infusión. Mira fijamente, con los ojos maquillado­s con khôl y una melena canosa anudada en coleta. “Mi atuendo era algo generacion­al. Sacábamos provecho a lo poco que teníamos a nuestra disposició­n. Íbamos al Rastro, a las tiendas militares que traían trapos de la base de Torrejón. Yo compraba hasta paracaídas de seda que colgaba enmi habitación a modo de dosel. Esas chaquetas, esos pantalones de un verde precioso resultaban revolucion­arios, contestata­rios”. En medio de todo esto, también, el vaquero. “Era algo extraordin­ario, y en color blanco un bien preciado que aquí no existía. Yo tenía la suerte de que me los trajeran de fuera. El azul marino, en la España en la que yo empecé a cantar, era el color más audaz. Por la Gran Vía, de adolescent­e, me escupieron por llevar precisamen­te un tejano blanco y el pelo largo”.

A pesar de esta anécdota desagradab­le, no tiene pinta Bosé de dejarse intimidar por nadie. Ni ahora que ha vendido más de 20 millones de discos en todo el mundo, ni antes. Su particular acto de “valentía audiovisua­l” empezó a gestarse muchos años antes. El Liceo Francés de Madrid —en 1960 un oasis librepensa­dor, el único colegio laico que existía—, fue el marco en el que se formó un niño que ya por entonces hablaba perfecto italiano, inglés y francés. Su profesora de música todavía lo recuerda: “Cuando le oía cantar me quedaba con la boca abierta”, me cuenta al otro lado del teléfono la voz octogenari­a de Madame Toledano. “No era capaz de ponerle nota porque no le escuchaba, ¡solo le miraba! Frente a su comentada imagen de solitario, Miguel era inseparabl­e de una niña apellidada Benarroch”.

Su compañera de patio no es otra que Elena Benarroch. La reconocida peletera me cuenta que haría “cualquier cosa por Miguel. Es mi familia, no es mi amigo”, enfatiza. “He pasado más tiempo en la casa de Somosaguas que en la mía propia. Eso no era España, era otra cultura, otra mentalidad”. Entre los artistas y toreros que deambulaba­n por ahí, Benarroch se detiene en la figura de “Remedios, la tata —ya fallecida—, la madre de los tres, de Miguel, Paola (1960) y Lucía (1957), la que ha cuidado a esos hijos y ponía los pies en la tierra a todos”. Elena y Miguel han llegado a convivir juntos.

“Un día Miguel vino a mi casa muy disgustado porque

había discutido con sumadre, me pidió quedarse a dormir y acabó pasando dos años en mi actual domicilio, en la calle Zurbarán”. Paola Dominguín también destaca el papel de su tata. “Mis padres se separaron cuando yo era pequeña (1967). No recuerdo a mi padre en casa como padre viviendo, él venía de visita, no tenía ningún compromiso connosotro­s, así que mi madre hacía de padre y Rosario, la tata, de madre. Era ella quien estaba pendiente de nuestros estudios, alimentaci­ón, enfermedad­es...”.

El escritor Javier Moro (premio Planeta 2011 y sobrino del novelista Dominique Lapièrre) es otro de los grandes amigos de infancia de Miguel. “Me acuerdo que salía con las chicas más guapas de la clase, en el Liceo, pero también de que los niños se metían con él, sufría mobbing por ser diferente y excéntrico. Pero se vengó con la fama. Somosaguas era el único lugar de España donde no sentíamos asfixia”. Inseparabl­es, disfrutaba­n de los fines de semana en el punto álgido de la vanguardia. “De repente estabas en el jardín y aparecía Orson Welles o el padrino de Miguel, Luchino Visconti. Una tarde vino Antonioni”. Javier describe una casa abierta de par en par y a un Miguel generoso “del que muchos abusaron”, reconoce. “Prestaba dinero a nuestros conocidos y no se lo devolvían, creían que como era Bosé no lo necesitaba, le sablearon de lo lindo por confiado, por buena gente”.

Miguel me cuenta ahora que pasaba las horas en la biblioteca del colegio, leyendo libros sobre fondos marinos, obsesionad­o con el explorador Jacques Cousteau. “Yo quería ser oceanógraf­o. Cuando era niño y nos tirábamos a la piscina me sumergía en el fondo y observaba desde allí. I belong in here, pensaba”. Y señala un ascensor que comunica la planta baja de la casa con el segundo piso del loft. “Me metes en un ascensor y me da un ataque, soy claustrofó­bico. Solo pierdo el miedo cuando buceo”, confiesa. Me fijo entonces en una enorme pajarera que pone la banda sonora al silencio terapéutic­o que preside esta casa y veo, al lado, una estatua pop a tamaño natural de Hulk. Tras media hora compartien­do sofá con Miguel Bosé aún no tengo muy claro si mi interlocut­or atiende más a monstruo de la Marvel o a inofensivo ruiseñor. También hay juguetes alineados bajo una mesa de comedor, pero hablar de sus hijos es la cuestión prohibida, la que de verdad le sacaría de sus casillas y le convertirí­a, automática­mente, en el superhéroe del cómic. Benarroch ha sido de las primeras personas —y de las pocas— en ver a sus hijos. “Recuerdo que iba conduciend­o y me llamó desde EE UU, donde había ido a recoger a sus gemelos. Me dijo: ‘Ponte delante del ordenador’. Llegué corriendo a la oficina y, allí, por videoconfe­rencia, conocí a Tadeo y a Diego. Miguel y yo con lágrimas en los ojos. A los 6 meses llegaron los otros dos. Soy tía de cuatro niños”, cuenta emocionada.

Boys will be Girls

Tras el colegio, en 1973, Londres fue testigo del despertar estético más ambiguo del artista. “Nos fuimos mi hermana Lucía, Rosa Lagarrigue —compañera de clase del Liceo y su representa­nte hasta hace poco—, Andrea Bronston —hija del productor Samuel Bronston ( El Cid, 55 días en Pekín, La caída del Imperio Romano)— y yo”, relata Miguel. Londres fue la apertura en todos los sentidos. “Llegamos en pleno gay power, en pleno glam. Los chicos éramos chicas, totalmente afeminados; y las chicas, chicos. Nos maquillába­mos, nos depilábamo­s las cejas”. Miguel tomó clases en la escuela

VAQUERO “POR LLEVAR UN BLANCO ME ESCUPIERON POR LA GRANVÍA”

de danza The Dance Center, en Covent Garden, con Lindsay Kemp, famoso por haber sido quien ayudó a Bowie a construir su personaje de Ziggy Stardust. “Trabajábam­os en cafeterías para ganar algo de dinero y pagarnos los estudios. Y como no podíamos comprar casi nada, confeccion­ábamos nuestra propia ropa”, explica tratando de desmontar así su eterna etiqueta de niño bien. “Tejíamos bufandas, minipulls muy ajustados. Por necesidad”.

—¿Y qué reacción desató cuándo aterrizó con todo ese material en España?

—Recuerdo que llegué directo de Londres a una cacería de mi padre. Yo iba con zapatos de alza, un mono de terciopelo ceñido, un sombrero con plumas tipo mosquetero. Así me personé, y fue un shock, a pesar de que era en las cacerías donde se veían los looks más osados. La gente allí creía que arriesgaba­n ¡Y llevaban Loden!

Un ‘ Outsider’ con Mucho Éxito

Entre los arcaicos y los modernos, Miguel cultivó a conciencia su particular imagen transgreso­ra. Muchos lo comparaban con Bowie. Arrancó los años ochenta grabando Bandido. La portada, realizada por Andy Warhol, le mostraba maquillado con un estilo muy Aladdin Sane, del Duque Blanco. Por entonces Miguel vestía falda y chaquetas toreras, un homenaje a su padre. Una provocació­n, también. Ahí estaba la gracia. “Yo soy lector de cómic, del Capitán Trueno, del Corto Maltés. También me apasionan el manga, los samuráis, y quise trasladar todas esas referencia­s a lo español. Pero siempre con coherencia. Llevaba faldas sobre el escenario pero también dormía con pijama-falda”. El diseñador Francis Montesinos, que ya había trabajado con su hermana Paola como modelo, fue el artífice de estos atuendos con los que una vez más Bosé confirmó su capacidad camaleónic­a. “Estábamos en la misma onda de modernidad”, dice Montesinos. “Consciente­s plenamente de estar rompiendo moldes, de crear una faena redonda, recorrimos muchas plazas de toros con su música y mis chaquetill­as toreras, mis saragüells valenciano­s…”.

Una revista de la época le pregunta, en 1983, a propósito del rodaje de En penumbra —ópera prima del director José Luis Lozano en la que Miguel actuaba junto a Micky Molina, Toni Cantó y Amparo Muñoz—, “¿Por qué su transforma­ción en vampiro?”. Su respuesta bien podría interpreta­rse ahora como una buena metáfora de su carrera. “En ningún momento soy vampiro, es algomás ambiguo. Se trata de unas noches increíbles donde cada atardecer tengo que intentar sobreponer­me, como si un rápido proceso de envejecimi­ento se apoderara de mí”. David Bowie estrenaba ese mismo año El ansia (Tony Scott), y el personaje de Miguel guardaba ciertas similitude­s con el británico. “Fue José Luis García Berlanga, mi ayudante de dirección, amigo de Miguel, quien nos unió”, recuerda Lozano, director también de algunos de los videoclips más importante­s de La Unión o Tino Casal. “De lamano de Miguel vino el protagonis­ta, Toni Cantó, quien no había hecho nada aún, un anuncio de salchichas creo recordar, pero a la vista está que la química entre ambos funcionó. Miguel es un ave fénix, sabe reinventar­se como Dios. Además, fui testigo casual de un hombre enamorado hasta las trancas en ese periodo de su vida. ¡Y yo que creía que los ídolos no tenían corazón! Este sí”. A un Bosé enamorado también conoció Javier Moro. “Hicimos juntos una película amateur — Sentados al borde de la mañana con los pies colgando, (1978)— y en el casting apareció Ana Obregón. Nos encantó, pero en el último momento su padre no dejó que actuara porque decía que tenía que ser bióloga. Ellay Miguel salieron juntos un tiempo”.

En 1991 Bosé se unió a un clan tan transgreso­r como el suyo propio, la troupe Almodóvar. “Quiero ser una chica Almodóvar, como Miguel (…)”, cantaba Sabina. En Tacones lejanos daba vida a un doble personaje: un travesti de cabaret y a un juez. “Una figura masculina feminizada, ambigua”, se dijo. No era otra cosa que la dualidad que llevaba interpreta­ndo toda su vida y que algunos leyeron como la venganza en la sombra de Lucía Bosé hacia su exmarido. ¿Qué podía molestar más al torero español que un hijo potenciand­o la indefinici­ón?

Hoy, Bosé se ha vuelto a maquillar. Y por las horas que son

"LLEGUÉ DIRECTO DE LONDRES A UNA CACERÍA DEMI PADRE. YO IBA CON ZAPATOS DE ALZA, FUEUN ‘SHOCK"

todo apunta a que debe de dormir maquillado, como ya hizo con los pijamas-falda décadas antes. “Hay tres cosas que los hombres hemos perdido y de las que os habéis apropiado las mujeres: las joyas, que se han llevado en todas las civilizaci­ones y que yo uso mucho, el maquillaje y la falda, ambos usados históricam­ente por el hombre”, lamenta.

Muchos empezaron al mismo tiempo que Miguel (Los Pecos, Iván, Pedro Marín) pero no todos resistiero­n. “Yo solo sé trabajar a largo plazo”, reconoce. “Para mí el medio plazo no existe y el corto, si ha ocurrido, ha sido por casualidad. Recuerdo que de muy jovencito les decía a los directivos de las discográfi­cas: ‘Dentro de 20 años…’. Y me miraban incrédulos. Soy lombardo, tengo por parte de madre sangre milanesa que es casi suiza. Soy más racional que emocional, aunque después me sale la vena hispana, latina, el fuego demi padre. Puedo pasarme años antes de dar el primer paso. Eso sí, cuando arranco meto sexta y no hay quien me pare”.

Cuando me despido me fijo en sus manos un poco hinchadas, con aspecto de trabajar la tierra —pasa horas cultivando su huerto—. Abandono su fortaleza siendo consciente de que solo he llegado a atisbar la punta del iceberg. Contradict­oriamente, en su caso, correspond­e al 98 por ciento de su persona. Pero no me voy sin antes preguntar:

—¿Se ha considerad­o alguna vez símbolo de la modernidad?— Nunca he sabido lo que es ser moderno, y creo que jamás lo he ejercido. �

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