Vanity Fair (Spain)

MALETAS PERDIDAS

Unhombremi­steriosoto­manotas en lapuertade la ‘boutique’deChanel enParís. USE LAHOZ relata un encuentro lleno de reminiscen­cias literarias.

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aminaba el otrodíapor la Rue Cambon en dirección Opera arrastrand­o el peso y el ruido de lamaleta de ruedas cuando en el escaparate del número 31 vi a un tipo tomando notas muy concentrad­o, como si pretendier­a escribir ladiferenc­ia entre lo bello y lo bonito. De perfil, con el cigarro en los labios, tenía unaireaBla­iseCendrar­s, aquelpoeta­viajero queModigli­ani retratócas­i por compasión. “Es más interesant­e escucharle a él contar mentirasqu­eacualquie­rotro, laverdad”, dijo deélHeming­way. Conformeme­aproximaba, el runrún de lamaleta pareció alertarle y le obligó amirarme. Mostrándom­e sumóvil como la estrellade un sheriff, detuvomipa­so: —Por favor, ¿podríahace­rmeuna foto? Acepté a regañadien­tes, pues aún no entiendo la necesidad imperiosa de autorretra­tarse continuame­nteque impone esta sociedad de comunicaci­ón instantáne­a. Dejé mimaleta juntoalasu­ya, unamochila­ajada, de asas marrones y bolsillos con ojales de cuero luminosame­ntegastado­s conmuchas más vivencias que la mía. De frente, con su sonrisa de selfie liberada del cigarro y los brazos cruzados ante la cristalera de Chanel, parecía un niño sabio, ilustrado, curtidoenm­il batallas, sacadodeun­aaventi, como simás que viajes acumulara exilios. Aquellosho­mbros tenacesbie­npodríanco­n las67mudan­zasdeBeeth­ovenenVien­a. No obstante, lamiradame­lancólica confirmó mis sospechas: se había equivocado de siglo.

Al devolverle el iPhone, pasó la página de suMoleskin­e y, señalando unos garabatos, me preguntó por el restaurant­e Prunier.

—Te queda cerca, sí. Venga, te acompaño—respondími­entras caía enla cuenta de que allí iba a comer casi a diarioYves Saint Laurent.

Al dejar atrás el escaparate­de la tienda quefuecent­rodelbueng­ustoycambi­ólahistori­adelamoda, intercambi­amosinform­ación deprisa y corriendos­inllegar a saber simentía ono. Eraunjoven inglés reciénater­rizadoen París en busca de documentac­ión (research, repitió), pues pretendía escribir un libro de biografías. “¡Otro más quequiere vivir en una novela!”, pensé cuandole dije adiós.

Viendo cómo se difuminaba en la estrechez de laRueDupho­t, consideré que una maleta es como un autorretra­to, dicemucho de uno. Hay quien viaja con 20 baúles y quien se apaña con una bolsa. Me recordó a Paul Morand, escritor y diplomátic­o francés (de turbia reputación­colaboraci­onista) cuyabolsa de fin de semana era pequeña como una funda de pistolas y quien cuando estaba a punto demorirdej­óescritoun­curiosodes­eo:“Me gustaría que conmipiel se hiciera una maleta de viaje”. Recordé que en 1947 se exilió a St. Moritz (Suiza) y coincidió con Coco Chanel. Habían sido íntimos veintitant­os años atrás. Parísyanoe­rauna fiestaysus­amistades (Picasso, Stravinski, losSert, Cocteau…) tampoco. “Las novelasme enseñaron la vida, alimentaro­n mi sensibilid­ad y mi orgullo. Hasta las novelas más estúpidas sonmonumen­tos de experienci­a humana. Si tuviera hijas, les daría por toda instrucció­n novelas. En ellas encontramo­s las grandes leyes no escritas que rigen al hombre”, le dijo Coco aMorand en aquellas conversaci­ones que luegovolca­ría enel libroL’ allure de Chanel, confesiona­l y exquisitoc­ompañerode­viaje.

En el semáforo del Boulevard des Capucines, observando la calle como un teatro, lamultitud de prisas y costumbres, la elegancia de lomundano, me pregunté por qué ese joven viajero quería vivir lo mismo que los otros, por qué necesitaba repetir anécdotas, rutinas: ¿Noes suficiente lavida de uno? ¿No bastan las pequeñas cosas de la cotidianid­ad para escribir? Parecía que, más que para descubrir los confines del mundo, viajarapar­adeshacers­ede símismo.

Miré el reloj y aceleré el paso. Harto de arrastrar el peso con lamano, envidié la manera de rodar de Paul Morand y del joven inglés y su joie de vivre. Mientras llegaba ami cita, soñé que me libraba de las pertenenci­as, en una esquinadej­abados libros y enotra el jersey que siempre sobra. ¡Qué levedad! Cuando acababa con todo, entré al bar y, tras dejar a un lado de la mesa la maleta, saludé a quien me esperaba pensando que, en el fondo, tal vez la ficción sea el equipaje que la realidad necesita para ser vivida y vestida. �

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