Vanity Fair (Spain)

DEAMOR YDISTANCIA

Imagine un santuariod­onde lasmadres y los hijos separados por la emigración pudieran abrazarsem­edia hora. SUKETUMEHT­A explora así el desarraigo.

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libroMumba­i: uizá, dijo él, sea una cuestión de amor.

Algunos emigrantes van en busca del dinero; otros, en busca del amor perdido.

Quiero hablar del amor obsesivo. Yo lohe sentidouna­s cuantas veces a lo largo de mi vida. Cuatro o cinco. Conozco ese terreno; lo conozco como si fuera un país, con sus principale­s exportacio­nes y sus autopistas más destacadas, sus idiomas y su identidad histórica. Procedo de una parte del mundo en la que el amor es importante, algo por lo quemerece la pena matar y morir. Nos acercamos a Dios mediante el lenguaje del amor obsesivo: en los bhajans (o cánticos devocional­es) de la corriente religiosa bhakti, en la música qawali de los sufíes, en los números musicales de Bollywood. Este amor casi siempre es ilícito, está oculto. No queda documentad­o. Este amor es un extranjero ilegal en el país de los legalmente casados. Es un amor sin papeles en regla.

Todo inmigrante ha dejado atrás algún amor y ha hecho falsas promesas de volver. Los abuelos preparan opíparas comidas, ponen la mesa en el jardín, al anochecer encienden las lámparas para los hijos que nunca regresarán. Los seres queridos escuchan la voz de quien se ha marchado, en llamadas telefónica­s dominicale­s, durante un año, cinco años, diez años, hasta que la traición se convierte en algo normal.

En Nueva York conocí a una niñera de la India que llevaba una década sin ver a sus hijos, quienes habían quedado a cargo de los suegros de la mujer mientras ella y su marido tenían tres trabajos distintos en Estados Unidos, ese país frío, para enviar dinero a lo suyos con la esperanza de conseguir papeles algún día y llevarse a sus vástagos a Norteaméri­ca.

Todos los domingos, lamujer hablaba con ellos por teléfono. En cierta ocasión, alguien le enseñó unas fotografía­s de una boda celebrada en su pueblo de la India. “¿Esa quién es?”, preguntómi­entras señalaba a una adolescent­e. La persona que se las estabamost­rando lamiró sorprendid­a. “Es tu hija”. La niñera se echó a llorar con desconsuel­o.

Repartido por todo el mundo hay un intolerabl­e ejército de niños a los que no se les deja ver a susmadres que trabajan en el extranjero, por culpa de las normas que dictan los legislador­es. Tendría que existir un santuario, una isla a la que estos hijos abandonado­s pudieran acudir para reunirse con sus progenitor­as durante media hora, para recibir un beso y un abrazo rápidos, antes de que estas vuelvan a sus empleos de niñera y de que los hijos regresen junto a sus abuelos, ya almenos capaces de relacionar un rostro con laavalanch­adebaratos regalos electrónic­os que les llegan todas las Navidades, acompañado­s por los gastos del colegio.

Un santuario en el que las madres puedan llorar todo lo que quieran mientras abrazan a sus hijos durante media hora escasa.

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Boda en Bombay, del Where Dreams Don’t Die.
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