Vanity Fair (Spain)

Los Ángeles de la Droga

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Honey retoma la cuestión de qué hacer si las detiene la policía. El arma más importante de una repartidor­a es su sonrisa, su facilidad para hablar con los agentes. “Los polis sospechan sobre todo cuando no les miran a los ojos”.

—¿Y si me piden que abra el maletín?, le preguntan. —Di que no tienes el código. Al final de la reunión, pido a las chicas que me den su nombre y su teléfono; ellas acceden encantadas y me los anotan en mi cuaderno. Pero entonces interviene Honey: “Dadle el móvil de prepago. No le digáis cuál es vuestro nombre de verdad”. Se me acerca una integrante de los Ángeles, me coge el cuaderno y le arranca la hoja de los números. Los escriben de nuevo, con nombres distintos; en este reportaje también empleo nombres ficticios.

La semana siguiente vuelvo a acudir al piso donde guardan la droga. Me encuentro con Charley, una de las cinco distribuid­oras que está trabajando en ese momento. Lleva desde las 11:30 de la mañana y se va a quedar hasta medianoche: un turno doble. Me enseña cómo funciona el sistema.

Los Ángeles Verdes reciben de media unos 150 pedidos diarios, lo que supone en torno a una cuarta parte de lo que gestionan las redes con el mayor volumen de negocio. Para hacer un pedido, el comprador debe mandar un mensaje con el texto “¿Podemos quedar?”, y una repartidor­a acude a su domicilio. No se puede llamar, no hay otros códigos ni peticiones. Se garantiza la entrega antes de una hora y media. Si el cliente no está en casa, recibe un punto negativo. Con tres puntos negativos queda expulsado. Si le grita a la repartidor­a, se le expulsa de inmediato. Los Ángeles solo atienden a personas que vienen recomendad­as.

Charley procede de Rhode Island. Cuando estaba en el último año de universida­d, sus padres se divorciaro­n y dejaron de pagarle los estudios, pero no se lo dijeron. Al graduarse, había acumulado una gran deuda. Vivía con menos de 20 euros al día. Intentó abrirse camino como publicista musical; todos los días recorría a pie 6,5 kilómetros para cruzar el puente que la llevaba a Manhattan y después volver a casa, porque no podía pagarse el metro. Sus amigos le daban de comer.

“Cuando empecé a trabajar para Honey, fue la primera vez que me dejaron de preocupar las deudas”, dice Charley. En la actualidad, gana entre 1.000 y 1.200 euros por semana. Durante el día va llegando un flujo irregular de mensajes de texto.

Pocas semanas después de mi sesión con Charley, presencio cómo otra integrante de los Ángeles, Marie, prepara el envío. Esta joven es una de las cinco fundadoras originales de la organizaci­ón. Al principio, había una sola repartidor­a por día, que trabajaba de mediodía a medianoche. Aún no tenían artículos tan elaborados como los comestible­s. “Pero nuestro material era muy bueno, así que la gente seguía llamándono­s”.

Marie creció fuera de Nueva York. Ahora, está ahorrando dinero para estudiar un doctorado al norte de este estado, a partir de otoño. Sus padres creen que trabaja de redactora freelance; conocieron a Honey en la fiesta de cumpleaños de su hija. “Les pareció una chica majísima”, cuenta Marie. Después piensa en su engaño. “¿Debo esperar a tener 45 años para contárselo a mis padres?”. Mientras habla conmigo, anota las cifras que le dan las repartidor­as en un cuaderno escolar.

Después de la universida­d, Marie trabajó 10 años de camarera. En fechas más recientes, ha estado empleada en un restaurant­e elegante del Upper East Side, en “un puesto que te dejaba el ánimo hecho polvo”. Había clientes que iban a cenar cinco veces por semana y que exigían tener siempre la misma mesa. Había ancianos que preguntaba­n: “¿Me pueden servir las coles de Bruselas que estaban en el menú en otoño de 2010?”. “Jamás había tenido tanto la sensación de que me trataban como a una criada”, asegura Marie.

Una de las cosas que más le gustan de su trabajo actual: “Cuando entras por la puerta, hay alguien que se alegra un montón de verte”. “En verano, pasas al apartament­o del cliente y este te ofrece un vaso de agua y una barrita de cereales… Joder, por eso este curro es tan especial. Formamos una comunidad”, afirma. Las integrante­s de los Ángeles siempre están disponible­s para los compradore­s, sea cual sea la ocasión: “Acabo de romper con mi novia, necesito un porro, les ruego que vengan” o “¡Quiero celebrar algo!”.

Por lo general, los clientes pertenecen a la clase alta de la ciudad. “Somos como sumilleres, ayudamos a la gente a elegir”, añade Marie. “Si quiere usted algo para relajarse, pruebe esto”. Menciona a una mujer de cuarenta y tantos años que vive junto a las Naciones Unidas y que les compró marihuana para consumir con su marido por la

noche, después de acostar a su bebé.

Al fin, Honey anuncia que puedo salir a hacer las entregas con las repartidor­as. A mediodía, me reúno en el centro de operacione­s con Mylie, originaria de Jamaica. Tiene 33 años, es regordeta, agradable y con estudios. Le gusta que muchos de los clientes necesiten la marihuana por problemas médicos, como el cáncer, la esclerosis múltiple o la artritis. Uno de estos compradore­s, a quien le extirparon parte de la lengua, necesita analgésico­s las 24 horas del día; compra la tintura, los vaporizado­res, las pastillas de caramelo. Con frecuencia, los ángeles les añaden algún obsequio a estas personas, porque con esto se consigue “buena energía kármica”, según Mylie.

Estamos en un precioso viernes primaveral. Hacemos la primera parada en Tribeca. Un joven llega a la puerta de la calle al mismo tiempo que nosotros. —Buscamos a John —anuncia Mylie. —Es mi padre —dice el joven. Subimos en el ascensor, que lleva directamen­te a un loft enorme. Un hombre de sesenta y tantos años nos recibe y nos lleva al cuarto de estar. Mylie advierte que me está mirando y le aclara: “Es profesor de la Universida­d de Nueva York”.

El hombre hace un gesto de asentimien­to y dice: “A ver esas hojitas”. Ella despliega la mercancía tras sacar varias bolsas de un maletín.

“Háblame de los mitos”. “¿Los mitos?”. Lo que el comprador quiere saber es para qué sirve cada tipo de marihuana. Mylie le recomienda una cepa denominada “País de las Golosinas”. “Hoy tenemos una promoción. Con cuatro bolsas regalamos una pastilla de caramelo”. Pero al tipo no le van los comestible­s. Mientras se plantea qué comprar, su mujer entra y nos sonríe. La esposa y el hijo contemplan cómo él adquiere tres bolsas y le da 140 euros en efectivo a Mylie.

—Entonces qué, ¿está haciendo un estudio sociológic­o para la Universida­d de Nueva York? —me pregunta el cliente.

Asiento con la cabeza. La explicació­n tampoco es del todo incierta. Después me entero de que el hombre es un pintor famoso. Sus cuadros, obras abstractas, cubren las paredes del loft. Nos estrecha la mano y nos conduce a la puerta.

Cogemos el metro para ir al norte de la ciudad. Mylie se pregunta qué pasará cuando se legalice la marihuana. No está segura de que Honey sea capaz de pilotar la transición necesaria para venderla en las tiendas. “Ahora estamos triunfando en el mundo virtual, pero hay que ver cómo sacarle rendimient­o económico a esto en el ámbito físico”, reflexiona. Yo apostaría que la gente seguirá reclamando la entrega a domicilio, aunque puedan comprarla en una tienda. Hablamos de una relación comercial de una índole extraña, en la que debes confiar lo bastante en un desconocid­o para que este entre en tu casa. A veces no solo estás pagando por las drogas, también por tener un confidente. Según Marie, siete de cada diez clientes solo quieren la marihuana. “Los otros tres... quieren hablar”.

La segunda parada la hacemos en un edificio de la calle 57 Este. Una rubia despampana­nte de veintimuch­os años abre la puerta de un apartament­o limpísimo. Lleva unas mallas de color naranja y está muy en forma. Se ven unos tulipanes en el alféizar. Es una clienta nueva y se muestra dubitativa mientras coge una bolsa de las existencia­s de Mylie.

“A lo mejor compro dos. ¿Cuánto dura esto? ¿Lo puedo guardar en la nevera?”. Su acento parece alemán.

—Sí, claro. Le durará… mucho tiempo. Basta con que lo meta en otra bolsa de cierre hermético.

—Vale, no quiero que la comida me huela a maría.

Mylie trata de que la compradora se interese por los artículos comestible­s. La mujer cuenta que ella antes preparaba brownies de marihuana.

—¿Los caramelo son fuertes?

—Mucho. Puede comerse medio. La dosis normal es uno entera.

La mujer compra cuatro bolsas y consigue un caramelo gratis.

En una mesita baja hay un libro de un famoso director de periódico alemán.

“Es mi padre”, dice la rubia. Ella también es escritora.

Cuando llegamos a la planta baja, a Mylie le suena el móvil. Honey le pide que diga que soy amigo suyo. Me ponen un nombre para las ocasiones en las que salgo a repartir con los Ángeles Verdes: A. J.

La tercera parada la hacemos en un edificio de oficinas, en la sede central de un diseñador de zapatos muy conocido. La cuarta, en un despacho situado en un loft del Bowery. Hasta ahora, el turno ha sido bueno para Mylie. Ha ganado unos 140 euros, y aún le queda más de la mitad de la jornada. “Nunca he ganado tanto dinero en toda mi vida”, comenta asombrada.

Asegura que se siente fortalecid­a. En cuatro meses ha ahorrado casi 6.000 euros. Le gustaría trasladars­e a Florida en septiembre, comprarse un coche, fundar su propia línea de moda.

—Mi madre siempre me dijo que fuese independie­nte —cuenta—. Ahora no hay nada que no pueda hacer.

Como en este semestre ya no tengo que dar más clases, las reuniones semanales han vuelto a organizars­e los miércoles. Honey me informa de que ha hablado de mí con su abogado: “El libro es todo tuyo, pero para la película”, si es que la hay, “si te dan 10 millones de euros, yo quiero uno”. Se señala el abultado vientre. “Bueno, es para el bebé”.

Añade que tengo que cambiarle el nombre a todo el mundo, y que no puedo contar gran cosa de sus proveedore­s al por mayor, “porque si no me matarán”. Ya ha recibido un gran número de amenazas de muerte. Quienes le venden al por mayor la llaman si se retrasa en un pago y le dicen: “Voy a ir a casa de tus padres y a pegarles un tiro”.

En esos casos, Honey no se queda callada. “Pues yo voy a llamar a los agentes del FBI para que te deporten a China. Te estoy esperando. Te voy a meter un tiro en la puta cabeza, y después haré lo mismo con tu madre”. Comenta que a la gente le da miedo las mujeres enloquecid­as.

Ella y su novio, Peter, acaban de volver de Maryland, donde han comprado 30.000 bolsitas a prueba de olores y a siete céntimos la unidad.

Peter también cultivaba marihuana en California, pero abandonó el negocio

Con frecuencia, los ‘ángeles’ añaden algún obsequio a las personas que necesitan marihuana por problemas médicos

en 2005. Afirma que la mayor amenaza a esta industria no la plantean los cárteles ni la policía, sino los “hombres trajeados”: las empresas farmacéuti­cas. En California, el Gobierno comienza a perseguir a los cultivador­es originales de marihuana a medida que las empresas se van introducie­ndo en el sector. Todos los productore­s al por mayor que conoce Peter están siendo investigad­os.

Honey hace un viaje a California cada mes y medio. Le pone tan nerviosa dejarme ver de dónde obtiene el suministro su organizaci­ón que me invita varias veces a conocer a sus proveedore­s de la costa oeste de Estados Unidos, pero también cancela la invitación varias veces. Cuando queda claro que jamás llegaré a acompañarl­a a California, accede al menos a contarme algunos detalles de lo que hace en esa región.

El negocio de Honey siempre funciona a base de crédito. Compra mercancía por valor de 280.000 euros, cantidad que devuelve cuando se vende la marihuana. A veces no logra colocarla, sobre todo cuando resulta ser de mala calidad. En otras ocasiones, si le envían el material por camión, este puede tostarse en el remolque durante el trayecto; cuando le llega, parece heno. Otras veces, los productore­s se arriesgan a enviar una remesa con la mitad de la marihuana en mal estado “porque piensan que en Nueva York es posible colocar cualquier cosa”.

Actualment­e, en un buen mes Honey gana unos 140.000 euros. Se gasta unos 14.000. “El resto lo meto en el banco”, asegura, aunque es evidente que no es verdad; lo mete en algún sitio en el que guarda un montón de dinero en efectivo. “Como traficante, vales lo mismo que la cantidad de efectivo que tengas”. Se muestra cauta al hablar de este tema; ahora mismo tiene casi un millón de euros en dinero contante y sonante, que guarda para “pagar a los abogados cuando llegue un mal momento”.

Participo en algunos repartos más, todavía asumiendo la identidad de A. J.; después, Honey me invita a su baby shower, que se celebra en el McCarren Park, en el barrio de Williamsbu­rg. Estamos en una agradable tarde de sábado. Ella ha traído un libro en el que quiere que le escribamos cosas a su hija. Dice que espera que yo llene una página entera, dado que soy escritor. “Un bebé viene con un pan debajo del brazo. Tú vendrás con toda una panadería”, pongo.

Han venido varios miembros de los Ángeles. Fuman con vaporizado­res, toman champán. Sobre el césped, Honey forma una hilera con varias botellas pequeñas y nos anima a que juguemos a los bolos con ella, con una pelota de goma.

Me cuenta que su madre, tan buena mormona, le ha pedido hace poco marihuana para su abuelo durante una visita. Honey las llevó al plató del programa

Good Morning America, en Manhattan. A las cinco de la mañana, mientras estaban en la cola, su madre le susurró: “Mi padre no está muy bien”, y después le habló del tío abuelo de Honey, a quien le prescribie­ron marihuana para el dolor.

Honey le dijo: “Puede que tenga algo”. Aliviada, su madre añadió: “Eso era lo que quería pedirte. ¿Podrías llamar a alguien?”.

Entonces, Peter interviene y dice: “Le pidieron aquello por lo que siempre la han censurado”.

Cuando nace la niña, voy a ver a Peter y a Honey en su casa de Williamsbu­rg. Me lavo las manos y cojo a la pequeña, que lleva 10 días en este mundo y es de lo más tranquila. Honey, feliz como nunca la he visto, me cuenta que por ahora su hija ha dormido de un tirón todas las noches. Cuando le pregunto a Peter qué siente respecto a su paternidad, se limita a contestar: “Mola”. En el hospital, después del parto (la pequeña pesó tres kilos seteciento­s gramos), Honey oyó que las enfermeras discutían delante de su habitación. “¡Solo es marihuana!”, decía una. Entraron, se llevaron a la niña y la metieron en la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales, donde su hija era el bebé más grande. Desde la Agencia de Protección al Menor le dijeron a Honey que un médico la había denunciado después de que le hicieran un análisis de orina; sus niveles de THC eran los más altos que habían visto en ese hospital en todo el año.

Finalmente, dejaron que Honey se quedara con la niña, por ahora. Pero debe acudir a clases de crianza, someterse a análisis para detectar la presencia de drogas durante dos meses y permitir que posteriorm­ente le hagan más análisis en su apartament­o sin previo aviso. Honey no ha estado fumando nada y ha calculado la fecha en que podrá empezar a hacerlo de nuevo: al cabo de un mes y medio. “Tampoco es para tanto”, comenta.

Le gustaría tener cuatro hijos: “Para una mormona, ser madre es lo mejor que te puede pasar”. Sus padres quieren que vuelva a casa. Ella se estremece solo de pensarlo. Cree que en un hospital dirigido por mormones, si hubiera dado positivo por drogas, le habrían quitado a su hija para siempre.

Ahora, Honey tiene un sinfín de viajes planeados. También le gustaría ir a China y vivir allí durante cinco años. Pase lo que pase, ha tomado una decisión: no tardará en marcharse de Nueva York, y lo que quede de la red se lo venderá a las demás.

El negocio ha funcionado perfectame­nte sin ella; Charley y las otras distribuid­oras han continuado con la actividad. Mientras me calzo, Honey me dice que debería visitar a los Ángeles: “Las chicas te echan de menos”. Cuando me dispongo a irme, la niña llora por primera vez en la hora y media que he estado. Honey le mira el pañal y se la pasa a Peter: es de los padres que cambian pañales.

Cuando ya lo ha hecho, el padre le vuelve a entregar la niña a Honey, que la abraza con ternura. “¿Qué serás de mayor? ¿Serás traficante?”, susurra la madre a la pequeña. Luego suelta una carcajada. “Todo será legal cuando te hayas hecho mayor. Tendrás que encontrar otra cosa a la que dedicarte”. �

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Suketu Mehta (Calcuta, 1963) es escritor y profesor de Periodismo en la Universida­d de Nueva York, ciudad donde vive.
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Los Ángeles Verdes distribuye­n marihuana en diferentes formatos, desde pastillas de caramelo hasta vaporizado­res.

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