Condenados a ser Peter Pan
Independizarse en Nueva York es una misión casi imposible. Sophie Auster analiza el fenómeno de la eterna adolescencia en la Gran Manzana.
Tras graduarse en Barnard College, mi prima, aspirante a actriz, volvió a casa para vivir con sus padres en Tribeca. Después de pasar un año en el cuarto de su infancia, se mudó a una habitación en el estudio que su padre, artista, tiene en Brooklyn. Una de mis amigas más queridas, artista visual, vivió hasta los 29 años con su familia en su residencia de Harlem. Es afortunada, sus progenitores tienen dinero. Otros deben conformarse con un sofá en un cuarto libre. Tengo amigos músicos que viven con otras personas (cinco, seis) en Brooklyn para pagar entre todos el alquiler. La mayoría de mis amistades, que rondan la treintena, siguen sin pareja o no se han casado.
La prolongación de la adolescencia es un hecho cada vez más común y los jóvenes alcanzan la edad adulta más tarde que nunca. De acuerdo con las investigaciones, desde la década de los setenta del pasado siglo cada generación ha tardado más que la anterior en terminar los estudios, conseguir la independencia económica, casarse y tener hijos. Esto es cierto de modo especialmente llamativo en mi ciudad, Nueva York. Comparados con la generación de mis padres, nosotros, los millennials, a menudo seguimos estudiando, tenemos la mitad de probabilidades de estar casados y la probabilidad de que sigamos siendo mantenidos es un 50% superior.
También nos sentimos más próximos a nuestros padres que cualquier generación anterior a la nuestra. Tende- mos a pensar en ellos como “solucionadores de problemas” y “amigos” y no como fuerzas dominantes de las que ansiamos escapar, y cada vez es mayor el número de los que siguen en casa. Según la psicóloga Jude Miller Burke, autora de The Adversity Advantage, “en otros tiempos, la frontera con el mundo adulto la marcaba la independencia, pero ahora la línea está en la posibilidad de ser económicamente inteligente y en la garantía de algún tipo de futuro financiero seguro”. Con frecuencia, esto implica que, aunque se tenga trabajo, se sigue en casa para ahorrar dinero. Esto es especialmente cierto en la Gran Manzana, donde los alquileres cada vez son más altos y las escasas oportunidades laborales crean grandes problemas a los jóvenes. En 1966 mi padre pagaba 130 dólares de alquiler por un apartamento en el Upper West Side de Manhattan. El primer piso de mi madre, en el mismo barrio, costaba 210 dólares en 1978. Entonces eran estudiantes, pero se las apañaban para sobrevivir (aunque mi madre comió muchos hígados de pollo a 86 centavos el kilo, amuebló su apartamento con lo que hallaba en la basura y recogía las monedas que encontraba en la calle). Pero esos eran otros tiempos. Los alquileres en Manhattan, Brooklyn y Queens se han disparado. El escandaloso coste de la educación superior en EE UU —las universidades privadas cobran más de 50.000 dólares al año— implica que la mayoría de los estudiantes terminen la facultad con deudas y necesiten la ayuda de sus familiares. Patricia Cohen, del New York Times, escribe: “Los adultos de edades comprendidas entre 18 y 34 años recibieron de sus padres un promedio de 38.000 dólares en efectivo y el equivalente a 24 meses de trabajo a tiempo completo”.
Sea de modo deliberado o circunstancial, la edad adulta ya no tiene un punto de partida claro. La mayoría de los jóvenes de 18 años no se defienden por sí mismos. El psicólogo Erik Erikson define este tipo de retraso en el crecimiento como “una moratoria psicosocial”. L a maduración lenta no es necesariamente mala: la gente vive más tiempo. Y, sin embargo, Estados Unidos no ha preparado sus instituciones para servir a los jóvenes; circunstancia que, con Trump, no ha hecho más que empeorar. Teniendo en cuenta los obstáculos prácticos a los que muchos de nosotros nos enfrentamos, ser autónomo en 2018 es una ilusión. �