INTELECTO FEROZ
E INGENIO AGUDO. LA ECHARÉ DE MENOS”, AFIRMA CORINNA SAYN-WITTGENSTEIN
“Un día me encargó comprar un ramo de flores para Betsy Bloomingdale, la heredera de los grandes almacenes neoyorquinos. Me dio 10 dólares. Cuando vio lo que conseguí por ese dinero, se enfureció. ‘Esto es miserable y de baja clase’, me gritó. Esos eran sus adjetivos preferidos —recuerda la escritora—. Ahora Aline podría estar dirigiendo una multinacional. Pero nació en una época en la que la mujer solo tenía que ser un ornamento. Eso la frustraba”.
Americana en Madrid
Aline Griffith Dexter fue una adelantada a su tiempo. Se crio en Pearl River, a las afueras de Nueva York. Su padre tenía un negocio inmobiliario al alza y su madre afirmaba descender de los peregrinos del Mayflower. Con 17 años se mudó a Manhattan para estudiar en la universidad Mount Saint Vicent. La célebre diseñadora Hattie Carnegie la contrató como modelo, pero en 1943 dejó la moda y se apuntó a un programa de entrenamiento de la Office of Strategic Services (OSS), predecesora de la CIA. En el centro de entrenamiento de Washington le enseñaron a usar ametralladoras, a saltar en paracaídas y a matar a alguien con un simple periódico enrollado.
Con 21 años fue destinada a España. Llegó en el invierno de 1944. Entonces, en plena Segunda Guerra Mundial, el país era un hervidero de espías. Pero el destino no le entusiasmaba. Ella se imaginaba en Francia, detrás de las líneas enemigas. Y Madrid no era París. Su primer domingo libre salió a pasear por la ciudad en pantalones. “Entendí, por las miradas horrorizadas de hombres y mujeres, que no debía volver a ponérmelos”, evocó en sus memorias, El fin de una era.
Su boda con Luis de Figueroa, en 1948, no le allanó el camino en la sociedad madrileña. El conde era el soltero de oro de la época y ella, una extranjera que vivía sola y trabajaba. “Mi madre [Sonsoles de Icaza] y las grandes señoras de esa época la miraban con prevención, porque era una americana con un concepto de lo que había que hacer mucho más moderno —recuerda Sonsoles Diez de Rivera, hija de la marquesa de Llanzol—. Aline las miraba como unos residuos del siglo XIX”.
La nobleza española de los años cuarenta y cincuenta seguía anquilosada en costumbres del reinado de Isabel II. Una mañana, recién casada, tuvo que aguantar que su marido la regañara por madrugar. “¡Son las 8:30! Ninguna dama española se despierta tan temprano —le recriminó el conde—. No es justo para los criados. No pueden servirnos la cena a las 10:30 de la noche y luego el desayuno a estas horas. Deberías dormir hasta las 11”.
Aline renunció a su trabajo en la OSS y a muchas otras cosas. No pudo asistir al bautizo de su primer hijo, Álvaro, que nació en 1949. En sus memorias, recordó que en esa época las madres se quedaban en la cama para atender a los invitados después de la ceremonia. “Aunque ya me había recuperado del parto y había vuelto a montar a caballo y a hacer vida normal, tuve que ponerme la mañanita de encaje y satén que me había regalado mi marido para la ocasión y quedarme en la cama, recibiendo a la familia”.
Los Figueroa, terratenientes que vivían de las rentas y los arrendamientos, no trabajaban. Aline se equivocó cuando intentó indagar en los negocios de su marido. “Querida —le dijo él—, las esposas españolas no se meten en esos asuntos”. Ella lo hizo y lo convenció para que explotaran sus propias tierras. “Tenía una mentalidad avanzada. A su generación y a tres posteriores”, dice Suelves.
En 1956 Griffith también volvió al trabajo. Archibald Roosevelt, nieto del presidente Theodore Roosevelt y jefe de la CIA en Madrid, la alentó a retomar sus tareas como informante. Los condes viajaban mucho y se codeaban con la jet set y ella siempre se enteraba de algo. “Era un portento. Su hermana decía que era como un tractor que pisa fuerte donde va”, evoca Beatriz Lodge de Oyarzábal, hija de John Davis Lodge, embajador de Estados Unidos en España en los años cincuenta. “No siempre caía bien, porque lo que decía iba a Roma y tenía buena sintonía con los políticos. Mi padre, por ejemplo, le pedía muchos consejos. Eso no era normal en aquellos años”, admite Oyarzábal.
Durante el mandato de Lodge, las empresas estadounidenses comenzaron a invertir en el país. El embajador, que había sido actor en Hollywood en su juventud, empezó a invitar a los grandes productores y a promocionar España como destino de rodajes. Aline le echaba una mano recibiendo a las estrellas: Audrey Hepburn y Mel Ferrer, Deborah Kerr, Ava Gardner, Tyrone Power... “El resto de señoras la miraban con asombro y algo de envidia por las libertades que se permitía, como mediar en negocios entre EE UU y España. Eso era cosa de comerciantes y no de la mujer de un noble”, señala Diez de Rivera.
Fue una adelantada hasta el final.
Con 90 años, seguía interesándose por los asuntos internacionales. “Conoció a todos los embajadores desde 1943. Fue una de las primeras personas que nos llamó cuando llegamos a Madrid en 2013. Nos ofreció una gran cena con la vieja guardia”, dice el interiorista Michael Smith, pareja del exembajador de EE UU en España James Costos. “Iba siempre bellamente vestida y lucía unas joyas fabulosas. Era parte de la historia, pero muy moderna. Una vez nos llevó a almorzar. Quería conducir ella. Un policía la paró y le pidió su carnet. Aline lo miró indignada y le dijo: ‘Nunca lo he tenido y llevo toda la vida conduciendo”, recuerda Smith entre risas.
La Última Cruzada
La condesa no hacía nada de manera convencional. Y la maternidad no fue una excepción. Sus hijos, Álvaro, Luis y Miguel, se criaron en el tercer piso de la casa familiar, con una institutriz francesa y una criada. Aline solía reconocer que había sido muy estricta. Los obligaba a tomar clases de solfeo, piano, guitarra, tenis, golf, equitación, flamenco. Un día, Álvaro, actual conde de Romanones, le confesó: “Tuve una infancia espantosa. Nunca disponíamos de tiempo para jugar”.
Tampoco fue la típica abuela. “Cuando éramos pequeños, no nos dejaba llamarla abuela porque se sentía muy joven para tener nietos; y cuando tenía más de 80 años, nos pidió que empezásemos a hacerlo, pero ya era tarde. Nunca nos acostumbramos”, admite su nieta, la artista Lulu de Figueroa Domecq. “Le encantaba que hiciéramos fiestas en su casa. A veces, bajaba enfadada porque quería que pusiéramos la música más alta”, recuerda.
Era una provocadora. Su hijo Luis se casó con la aristócrata alemana Teresa Sayn-Wittgenstein- Sayn, tía política de la enigmática princesa Corinna. Romanones mantenía una excelente relación con la amiga del rey Juan Carlos y, a diferencia de otros nobles españoles, no dudaba en hablar públicamente de la princesa. “Habría sido una buena espía”, solía decir. La admiración era recíproca. En 2011 Corinna compró las joyas de la condesa en una subasta en Ginebra. “Con la muerte de Aline, hemos perdido a una dama formidable. Tuvo una vida notable y será recordada por su intelecto feroz y su ingenio agudo. La voy a echar mucho de menos. Era muy especial para mí”, me confiesa Corinna Sayn-Wittgenstein.
En 2012 Griffith libró su última cruzada. Su prima, Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno, condesa de Torres Arias, falleció y dejó su fortuna a una fundación con su nombre administrada por personas ajenas a la familia. Romanones, con casi 90 años, se presentó en el entierro para encarar a los administradores. Poco antes de morir, un juez admitió a trámite una demanda contra la fundación por los presuntos delitos de apropiación indebida, administración desleal y estafa. “La fundación sigue en manos extrañas y ella se marchó sin ver el cierre del caso —dice José Rey-Ximena, amigo de la condesa—. Para tranquilizar a Aline, mujer guerrera y amante de nuestra historia medieval, le decía: ‘Serás como el Cid Campeador. Ganarás tu última batalla después de fallecer”. Ella sonreía complacida y respondía: “Ojalá”. �
Martín Bianchi guarda en su biblioteca un ejemplar de ‘La historia de Pascualete’ dedicado por la condesa de Romanones.