Vanity Fair (Spain)

CARTA DEL DIRECTOR

- – ALBERTO MORENO

Es imposible imaginarse a un rey sin su corona de tres puntas. De hecho, nada hizo menos en mi niñez por la integració­n de las razas y culturas que los tres magos de Oriente puestos en fila con Baltasar siempre de tercero y una corona que no era corona sino un trapo enroscado. El formato femenino también se alejaba del icono tradiciona­l, pero ha tenido mucho mejor envejecer, pues la diadema sirve de ornamento aún hoy en recepcione­s y fotos de gala a esas reinas que uno puede ver a veces vestidas de sport.

No todos los reyes gustan. Y no es a causa de un sentimient­o antimonárq­uico, sino por cuestión de proyección pública. Mezclados entre los mortales de la misma manera que los deportista­s y las estrellas de cine, su brillo genera atención y la atención, titulares de prensa. Es entonces cuando personas como doña Letizia —que habrían estado revestidas de misticismo siglos atrás— comparten portada con Kim Kardashian o Rafa Nadal, un rasero que iguala a todos sin piedad. Así, Ronaldo declara que sus años en el Madrid fueron muy bonitos —en pretérito—, recién obtenida la decimoterc­era Champions League, y su popularida­d en la encuesta del Marca se despeña como lo haría la de nuestra reina en el CIS —si siguiera evaluándol­a como antaño— tras su riña de hace unos meses. No hay condescend­encia en el juicio de café y churros de las 11 de la mañana, porque Arturo ya no preside la mesa redonda y es posible hacerte un selfie con los reyes de fondo a poco que veranees en Mallorca.

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Recuerdo el título de médico de mi padre colgado en la casa donde crecí firmado por don Juan Carlos I. Cuánta admiración me despertaba que le acreditara ni más ni menos que un rey. Tengo que reconocer que a falta de su corona de tres puntas siempre preferí ver al emérito con traje marcial. No porque esté a favor del conflicto armado, sino porque sus fotos de regatista lo terrenaliz­aban y me parecía vulnerable, como ese rey apocado del tablero de ajedrez cuyo movimiento menos monolítico consiste en taparse como el avestruz.

Entiendo a las casas reales y su celo a la hora de controlar el mensaje espontáneo. Es por ello que lejos quedan los tiempos en que doña Sofía concedió su primera y única entrevista (“Somos un matrimonio normal, ¿por qué hemos de ser diferentes?” / “Deseo que el príncipe encuentre una mujer inteligent­e” / “Me llevo bien conmigo misma porque no me tomo demasiado en serio” fueron los tres titulares de la portada de Tiempo del 22 de junio de 1986. Bravo por ellos). Hoy los mensajes institucio­nales y medidos que en ocasiones propician que se hable más de trajes y stilettos que de labor social o viajes solidarios vienen a intentar devolver al partenón a esos reyes que vestidos con vaqueros se hicieron demasiado cercanos (y criticable­s).

Asumido como cliché aquello de “campechano”, España siempre fue más juancarlis­ta que monárquica y es por esto que aquel epíteto ya suena algo mejor que “muy preparado”. Es la marejadill­a que le toca sortear a don Felipe en el aparatoso relevo de una España al menos igual de revuelta que la que encontró su padre. Al margen de la muy mediática boda de Harry y Meghan y del tradiciona­l arraigo de la institució­n en Reino Unido, el debate sobre la pertinenci­a de la monarquía se encuentra hoy más vivo que nunca en las distintas latitudes. Por este motivo, el poder de conexión se antoja activo fundamenta­l. Y si tenemos que buscar a la reina de reinas, ¿qué mejor que aglutinar las cualidades principale­s de nuestros dos monarcas (campechaní­a y preparació­n)?

Hasta la triste desaparici­ón de su hermana hace seis semanas, Máxima Zorreguiet­a fue sinónimo de alegría y admiración universal. Hay pocas personalid­ades en 2018 cuyo mínimo gesto sea capaz de levantar una infalible y positiva polvareda digital, y Máxima, sin duda, ostenta la corona de la viralidad. Desde sus gestos amables hasta el trato con empresario­s o sus hijas de cuento, todo lo convierte en meme positivo. Una reina con trazas de hada cuyo retrato de portada convenient­emente matizado por un mechón rebelde encierra tanta semiótica que no cabría en mil cartas como esta. No hemos conseguido tres titulares como aquellos de doña Sofía, pero sí un intimísimo retrato de sus cinco años en el trono neerlandés. Tres hurras por la sonrisa del millón de dólares de la reina pop. Ojalá encuentre las fuerzas para restaurarl­a muy pronto.

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