El Verano del Pensamiento Mágico
TRAS 18 AÑOS DE USO INTENSIVO EL POLO HA ALCANZADO UN COLOR ESPLÉNDIDO
Igual que Joan Didion no tiraba los zapatos de su marido muerto por si regresaba, nuestro colaborador se enfunda un polo desde que tenía 15 años para conjurar el verano despreocupado en que se dio cuenta de que escribir le interesaba más que casi cualquier cosa.
Siempre que vuelvo en verano a casa, a Santander, tengo un ritual: me pongo el mismo polo, uno viejo y desgastado, y me voy a la playa. Entonces el verano ya es verano. Antes no. El polo lo compré en el verano de 2000, en los aledaños de Fenway Park, el estadio de los Boston Red Sox. Fue una de esas compras compulsivas que luego te dan un inesperado y magnífico rendimiento. No sé de qué material estará hecho, pero a juzgar por su longevidad diría que su tejido es adamantium con filamentos de diamante. Tras 18 años de uso intensivo ahora ha alcanzado un color espléndido, inimitable, entre el gris marengo y el denim desgastado. Como el pelo de algunos hombres elegantes de cierta edad o las maletas muy viajadas. Lo compré con apenas 15 años, cuando mis padres me mandaron a aprender inglés a un campamento en Plymouth, Massachusetts, un pueblecito costero de Nueva Inglaterra donde se instalaron los peregrinos y donde dicen que se celebró la primera cena de Acción de Gracias. Era un campamento solo de chicos, rodeado de un bosque de grandes pinos y de un enorme lago. Dormíamos en cabañas, nos íbamos de excursión a Martha’s Vineyard, hacíamos deporte sin parar, desayunábamos como hobbits, jugábamos al tenis, hacíamos vela y espantábamos a mapaches y mofetas. Ocho semanas de adolescencia sin ver a una sola chica dan para mucho. Por las noches yo escribía extensísimas cartas de amor a chicas de Santander que me contestaban con la brevedad de un telegrama. Pero me daba igual. Robaba garrafas de zumo de naranja de la cocina y me pasaba luego toda la noche escribiendo en un desvencijado escritorio con vistas al lago, contando mis historias en unas cuartillas en blanco hasta acabarme el zumo. Fue entonces cuando descubrí que lo que me gustaba realmente era escribir y no tanto aquellas chicas. Un día nos llevaron a ver un soporífero partido de béisbol que duró cuatro horas, pero yo estaba fascinado como fanático de los deportes y de la parte más hortera de la cultura americana que soy. Me puse en pie y me quité la gorra para escuchar con mucha solemnidad el himno. Me encantaba el sonido hueco del bate cuando lograba golpear la pelota. Comimos pizza, nachos y perritos. A la salida fue cuando compré el polo: un polo sencillo, tan solo con una simple “B” de Boston a modo de logo, pensando en no escandalizar demasiado a mi madre, que siempre solía ser una fiera crítica de todas mis elecciones de vestuario por aquella época, como un político en la oposición. Contra todo pronóstico, le encantó, lo que yo interpreté como un alarmante signo de madurez. Joan Didion escribió sobre el “pensamiento mágico”, esa actitud mental que nos hace sentirnos firmemente convencidos de que tenemos poderes para influir en el curso de los acontecimientos. Cuando murió su marido, Didion conservaba todos sus zapatos porque estaba convencida de que si los guardaba, él todavía no se habría ido del todo, que podría volver a por ellos. Tirarlos sería renunciar a esa posibilidad. Patti Smith vio un día en una tienda una camisa perfecta para su marido Fred, fallecido hacía poco. Solo cuando estaba pagando se dio cuenta de lo que estaba haciendo. La terminó comprando igualmente, pensando que lo importante era que a él le habría gustado. Eso es el pensamiento mágico. Con mi polo hago exactamente lo mismo: me aferro a la estúpida idea de que los veranos despreocupados, las noches de zumo de naranja, mis 15 años, el sonido del bate y los mapaches pueden volver cada vez que me lo pongo. �