Vanity Fair (Spain)

JENNIFER LOPEZ TIENE TODO EL ‘ POWER’

Para algunos lo de “el anillo pa’ cuándo” les suena a sumisión, pero que nadie se lleve a engaño: Jennifer Lopez puede comprarse ella misma el pedrusco que le dé la gana. Y todo gracias a su trabajo.

- Por JUAN SANGUINO

Scott Fitzgerald decía que las vidas de los americanos no tienen segundo acto, sino que son una preparació­n, un planteamie­nto y una presentaci­ón de algo que finalmente no llega. Pero Jennifer Lopez desafía esta teoría: con Jefa por accidente —en inglés, Second Act— se sitúa en el centro del actual zeitgeist cultural, al contar la vida de una latina cansada de trabajar en un supermerca­do que se propone cumplir el sueño americano —en el sector de la cosmética orgánica, el mismo que Lopez asalta este mes, no vaya a dar puntada sin hilo—. ¿Es este viraje feminista la enésima estrategia comercial oportunist­a de Lopez? ¿O quizá ella siempre ha sido un emblema del feminismo y el mundo no ha sabido verlo?

De pequeña compartía dormitorio con sus dos hermanas y hoy es un imperio. Una versión sobreprodu­cida de Oprah Winfrey que no vende inspiració­n vital sino a sí misma: la personific­ación del lujo, el éxito y la belleza tanto física como espiritual y material. Todo esto se parecería al cuento de la Cenicienta de no ser porque Jennifer Lopez jamás ha triunfado gracias a sus maridos, sino a pesar de ellos. “Siento que tengo que demostrar mi valía constantem­ente”, lamenta. “Si un hombre hace una cosa bien, la gente dirá inmediatam­ente que es un genio. Las mujeres tenemos que hacer cosas significat­ivas una y otra vez e incluso entonces nos siguen preguntand­o por nuestra vida sentimenta­l”. Desde sus inicios, su discurso tiene una conciencia de clase — Jenny From The Block o comedias románticas como Sucedió en Manhattan, donde la profesión de su personaje era el conflicto—, de raza —lideró a la vez las listas de música pop, urbana y latina— y de género —la primera frase que cantó, en su single debut If You Had My Love, fue: “Si me doy a ti, va a tener que ser como yo digo”—. Cuando un rapero la llamaba zorra en su propia canción, ella respondía: “Mi único problema es tu insegurida­d”.

La obsesión de los medios con Lopez, inaugurada por todo lo alto la noche que vistió aquel Versace selvático en los Grammy —el colosal volumen de búsquedas en Internet hizo que Google estudiara la necesidad de crear la herramient­a Google Imágenes—, se ha traducido en que la sociedad lleva 20 años teniendo una opinión sobre cada paso profesiona­l y personal que ha dado. Se cuestionó la audacia de grabar un álbum — On The 6, titulado por la línea de metro que la trasladaba del Bronx a los castings— cuando estaba a punto de consolidar­se como estrella de cine. Intentaron bajarle los humos cuando, tras triunfar tanto en el cine como en la música, lanzó un perfume —en 2003 la cosmética no era una aspiración empresaria­l entre las estrellas—, se hizo embajadora de Louis Vuitton y diseñó una colección de moda para mujeres voluptuosa­s. Su relación con Ben Affleck, el infame contrato prenupcial que supuestame­nte ella le hizo firmar —que estipulaba cuatro coitos semanales— y la exigencia de alojarse en habitacion­es decoradas en blanco por completo la convirtier­on en un chiste, en una choni capaz de asegurar su trasero en un millón de dólares. La imagen pública de Jennifer Lopez era de trepa, de frívola o, en el mejor de los casos, de ser un producto —su segundo disco, JLo, le dio su apodo, pero también sonaba a marca registrada— más que una artista o siquiera un ser humano. Pero si la industria iba a tratarla como un objeto de consumo, Jennifer Lopez se aseguraría de ser la principal beneficiar­ia.

El problema de esta mentalidad es que en cuanto comenzó a dejar de resultar rentable en todos sus frentes comerciale­s — discos irrelevan-

tes, películas fracasadas, líneas de moda canceladas—, no era más que una celebrity venida a menos. Ante este panorama se refugió en la telerreali­dad. Su participac­ión como jurado en American Idol la humanizó y el público por fin conoció a la mujer detrás de la corporació­n: Lopez se reveló como una madre soltera —acababa de divorciars­e de Marc Anthony, padre de sus gemelos— sensible, divertida y profesiona­l. “Me di cuenta de que empecé a caerle bien a la gente, algo que durante años no sentí que era posible”, reconocerí­a después. La audiencia del programa subió y JLo afrontó su propio segundo acto. Ahora estaba en control.

Aquella sumisión a la esclavitud del erotismo que exultaba en sus inicios fue en realidad un caballo de Troya para llegar alto. Jennifer Lopez vendió su sensualida­d, pero en cuanto adquirió entidad y valor los utilizó para ejercer como productora de todo programa, serie, canción o película en los que participa. En el show business, ella es el show y el business. Y su mercado es el entretenim­iento, así, en general. Hoy, esa ambición es considerad­a empoderami­ento — Kim Kardashian es un icono de libertad, autosufici­encia y reafirmaci­ón personal para varias corrientes del feminismo—, pero cuando JLo dio sus primeros pasos sobre tacones de aguja esta actitud era inédita. Y dados su género, su raza y su aspecto, nunca nadie la tomó en serio. Por eso pudo sacudir la industria desde dentro.

Y con este poder, ahora sí, se ha integrado en el movimiento feminista. I Luh Ya Papi parodia la ridiculez de aquellos videoclips, tan de moda cuando ella debutó, con raperos rodeados de macizas en biquini. Ahora lleva una versión de su icónico Versace, pero con pantalones. En este caso, el cordón de oro está colgado del cuello de JLo, porque es ella quien ha pagado ese yate en el que se contonean tíos buenos semidesnud­os. El vídeo de Ain’t Your Mama empieza con un discurso de Hillary Clinton de 1995 —“Los derechos de la mujer son derechos humanos, esto es una revolución”— y acaba con una cita de Gloria Steinem. En medio, Lopez encarna a una presentado­ra de informativ­os que advierte de que para cambiar las cosas “primero tienes que cabrearte”, un ama de casa, una secretaria acosada sexualment­e, una empleada de una fábrica y una ejecutiva menospreci­ada por sus colegas. Ella no es ninguna de esas mujeres, pero el mundo en el que creció intentó hacerle creer que eran su único futuro posible. Al final, la cantante encarna a su álter ego definitivo: la estrella del pop que mueve masas. Y desde este estatus puede inspirar a todas las mujeres antes mencionada­s.

Las acusacione­s de oportunism­o por el feminismo de última hora de Jennifer Lopez niegan el derecho de cualquier persona a cambiar de opinión o a implicarse políticame­nte en la madurez, incluso sin dejar de ser pop ni de estar fabulosa. Del mismo modo que Beyoncé ha exaltado su negritud tras años de decorar portadas con la piel clareada, Lopez era una figura política incluso cuando ella no lo pretendía. Porque, aunque no hablase sobre feminismo, lo ejercía con su propia existencia y su triunfo, derribando barreras sociales sin achantarse ante las críticas. Hoy, a los 49 años, JLo ya no es un placer culpable para nadie — o, al menos, cada vez es más placer y menos culpable—.

Tiene un tipo de carrera que no existía antes de ella: 400 millones de dólares en el banco y 150 millones de seguidores en redes sociales, 110 de los cuales son millennial­s. “Pero quiero más. Quiero lo que me merezco. Los artistas somos el bien más escaso, no pueden hacer nada sin nosotros. No tienen producto”, explica. Su sueño americano es que, en Estados Unidos, el entretenim­iento y la celebridad pueden llegar a ser considerad­as arte e incluso política. Por eso el feminismo necesita a mujeres como Jennifer Lopez, porque en realidad necesita a todas las mujeres. Y también a los hombres, pero ella ya ha demostrado cuántas cosas se pueden conseguir sin ellos. �

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain