El patio de mi casa es extraordinario
Así fue como una esnob se dio cuenta de que las marujas que juzgaba con desdén eran mujeres que formaban una red de apoyo incondicional.
Una de las pocas cosas buenas que tiene hacerse mayor es que con la edad aprendes a disimular tus defectos. Por ejemplo, yo el mes pasado escribí aquí una columna en la que defendía el gusto popular frente al gusto sofisticado, como si en mi interior, el 95% del tiempo, no fuera una auténtica esnob.
A mi favor diré que creo en la bondad de las acciones pero no en la bondad de espíritu (entre otras cosas, porque no creo en el espíritu, pero esa es una desgracia personal que no tengo por qué contagiar a nadie). De modo que si eres amable con los demás y te preocupas por no hacer daño, mientras por dentro sueñas con exterminarnos en una cámara de gas, a mí me vale. Dadme un sociópata así por 100 personas “de buen corazón”.
Por mi parte, soy consciente de mi esnobismo e intento mantenerlo a raya, cosa que en la adolescencia no se me daba tan bien. Ser un esnob está íntimamente relacionado con ser inseguro, y en esos años complicados podía poner los ojos en blanco 100 veces al día, no fuera a pensar nadie que mi criterio superior no estaba en perpetuo desacuerdo con todo.
Algo que me hacía resoplar a menudo era el patio interior de la casa donde vivía y el constante cacareo de las vecinas que lo habitaban. A mi esnobismo se le sumaba una buena dosis de machismo y las visualizaba así, como gallinas escandalosas, saludándose a un volumen molesto, comentando datos irrelevantes y manteniendo conversaciones vulgares.
Mi madre, que es una persona increíblemente bondadosa (quién sabe si en su interior sueña con practicar genocidios), no tenía tiempo para participar en esas tertulias vecinales, pero saludaba a las mujeres con mucho énfasis. Siempre interpreté este comportamiento como simple cortesía, hasta que hace unos años, hablando de nuestra antigua casa, me dijo: “Cómo me ayudaron aquellas vecinas. Cuando llegamos al piso, yo tenía 21 años, acababas de nacer, no teníamos dinero y me estaba sacando unas oposiciones. Con tu padre todo el día fuera, se me venía el mundo encima. Cuando no sabía qué te pasaba o qué hacer contigo, les podía preguntar a ellas. Siempre estaban ahí. Yo era muy joven, no tenía ni idea de cómo cuidar de un bebé y no podía estar llamando todo el rato a la abuela. De no ser por ellas, me habría vuelto loca”.
Cuando mi madre terminó su explicación, asentí de manera casual, como si me estuviera contando algo que yo ya sabía, mientras mi pétreo corazón se iba deshaciendo en arena. Cobró sentido de repente la actitud de estas mujeres cuando, a pesar de mis esfuerzos, no podía evitar a veces entrar en su campo de visión. Para mi fastidio, jaleaban mi apariencia y mi estatura, como si fuera un ejemplar de feria. Repetían a mi madre en bucle: «Oyoyoyoy… Qué grande está tu Carmen». Y ahora comprendo que, en parte, mi crecimiento era mérito suyo. A través de esas ventanas, habían aconsejado sobre cómo alimentarme, cómo cuidarme, cómo calmarme. Y habían acompañado y apoyado a mi madre en los momentos de mayor estrés de su vida.
Hace poco me pidieron que hablara en una charla sobre la correspondencia entre canales de comunicación analógicos y los nuevos entornos digitales. Me acordé entonces de aquellas señoras. Mucho antes de las mommy bloggers y los parenting influencers, existían los patios de vecinas. Pequeñas comunidades de mujeres que compartían sus preocupaciones, se aconsejaban y, en cierta forma, hacían terapia de grupo. Comunidades que la cultura popular se ha encargado de ridiculizar con muy poca gracia cuando se habla de “las marujas”, con bastante más acierto en casos como el de las televisivas “Radio Patio”. Pero siempre sin darles ni el más mínimo reconocimiento. Os animo a que, dejando el esnobismo a un lado, preguntéis a vuestras madres o a vuestras abuelas sobre aquellos patios. Igual descubrís que lejos de ser “nidos de arpías” eran simples grupos de mujeres ayudándose y haciéndose compañía. �