PAPA versus PAPA
Cuando renunció a su cargo, se esperaba que el ultraconservador papa Benedicto XVI desapareciera de la escena pública y que le dejara el terreno libre a Francisco, su progresista sucesor, para que este llevara a cabo una purga en el Vaticano, un lugar célebre por su corrupción. Pero Benedicto ha seguido estando presente. JOHN CORNWELL investiga cómo su presencia ha abonado el terreno para que surja un conflicto que amenaza con partir en dos la Iglesia católica.
Delante de un plato de fettucine y de dos botellas de Chianti Antinori, en nuestra trattoria habitual del casco antiguo de Roma, el monseñor me cuenta chismes sobre el difunto papa Juan Pablo II: que después de afeitarse se ponía loción Penhaligon’s, de Harrods; que, mientras era obispo en Polonia, salía de acampada con Anna-Teresa Tymieniecka, una filósofa amiga suya. Después me enseña el discreto saludo nazi con el que, a modo de burla, Juan Pablo se despidió de un grupo de obispos alemanes, que se marchaban y estaban de espaldas a él.
“Cuando enarqué las cejas para mostrar que no me parecía bien esa travesura”, prosigue, “él me dio un puñetazo en el brazo. ¡Me dolió!”.
Este hombre es mi Garganta Profunda, mi proveedor de los susurros anónimos que corren por los claustros del Vaticano. Es un religioso que ocupa un lugar intermedio en la burocracia vaticana, también denominada la curia; hace suaves ademanes con las muñecas que dejan al descubierto unos puños blanquísimos y unos gemelos de oro. “Este lugar”, añade con una sonrisa tímida e irónica, “¡se alza sobre un océano de maledicencia!”.
Mi confidente no tarda en hablar maliciosamente del papa Francisco: “Es blando con los homosexuales, las lesbianas y los transexuales. ¿Cómo se atreve a criticar a la curia? Nos acusa de padecer alzhéimer espiritual porque su papado se desmorona”. Le enfada la reprimenda que soltó a los cardenales hace cuatro años, por la “grave enfermedad” que suponían los rumores. El pontífice declaró: “Hermanos, estemos en guardia contra el terrorismo de las habladurías”.
Tiene sentido que el papa reprendiera a los chismosos, porque con frecuencia él es el blanco de sus lenguas afiladas.
En la actualidad, la Iglesia católica se halla dividida por culpa de la lucha que libran conservadores y progresistas, comparable a la batalla en la que se enfrentan los ángeles en El paraíso perdido, de Milton. ¿Quiénes representan el poder de la luz? ¿Quiénes el de la oscuridad? La respuesta depende de quién consideremos que tiene razón en los virulentos ataques que se lanzan, así como en las proclamas de los medios de comunicación católicos. En el progresista National Catholic Reporter, Nancy Enright, experta en Estudios Católicos, comentó que Francisco se acerca “a Jesucristo con su mirada misericordiosa a los millones de personas que tanto la necesitan”.
El detalle que hace que este cisma en la Iglesia sea más serio y mucho más peligroso que las disputas habituales es el hecho de que
existen dos papas, ambos residentes del Vaticano, cada uno con sus fieles y vociferantes seguidores. Los progresistas tienen a Francisco, y los conservadores a Benedicto XVI. El pontífice que actualmente ostenta el cargo es Francisco, pero Benedicto se niega a desaparecer.
En 2013, de forma inesperada, Benedicto renunció al papado y fue el primer pontífice en tomar semejante decisión desde hacía casi 600 años. Después no se retiró, como muchos creían, a un recóndito monasterio bávaro. Se quedó donde estaba y siguió recibiendo el título de su santidad, no se quitó la cruz pectoral del obispo de Roma, siguió publicando textos, siguió aumentando su legado, siguió reuniéndose con cardenales, siguió realizando declaraciones. Su mera presencia anima a los críticos conservadores que quieren minar el mandato de Francisco.
Por ejemplo, a Matteo Salvini, el populista viceprimer ministro de Italia y líder de la Liga, partido derechista, que ha defendido la prohibición de la inmigración ilegal, y rechaza los llamamientos de Francisco para que se acoja a todos los refugiados. Salvini, amigo de Steve Bannon y del cardenal Raymond Burke, contrario a Francisco, apareció en una fotografía en la que sostiene una camiseta con la siguiente frase: “IL MIO PAPA È BENEDETTO” (“Mi papa es Benedicto”), en la que también sale una imagen de Francisco con un semblante desesperado.
Las hostilidades alcanzaron cotas desconocidas el pasado mes de agosto, mientras el actual pontífice visitaba Irlanda. El arzobispo Carlo Maria Viganò, nuncio papal en Washington y destacado conservador, difundió una carta en la que acusaba a Francisco de hacer la vista gorda con los abusos sexuales y en la que lo instaba a renunciar. La acusación más grave de Viganò es que Francisco anuló las sanciones que Benedicto impuso al cardenal estadounidense Theodore McCarrick, a quien culparon de abusar sexualmente de seminaristas adultos y de un monaguillo. (McCarrick lo niega). El Vaticano tardó seis semanas en responder a la carta, aunque a Viganò no le cupo duda de que Francisco hablaba de él cuando les pidió a los católicos que rezaran a la virgen María y san Miguel Arcángel para que “protegieran a la Iglesia del demonio, que siempre aspira a separarnos de Dios y a dividirnos”. Cuando el Vaticano lanzó un comunicado en el que aseguraba que las acusaciones de Viganò eran “falsas, blasfemas y aberrantes”, y de motivación política, la popularidad de Francisco en Estados Unidos ya había bajado al 51%, 19 puntos menos que en enero de 2017.
Cuesta reprocharles a los defensores del pontífice actual que se muestren escépticos ante la indignación de los conservadores por la forma en que el papa gestiona los abusos sexuales. Francisco se esfuerza mucho más que Juan Pablo II o Benedicto en reconocer que la Iglesia católica tiene una vergonzosa responsabilidad en los escándalos que han surgido en todo el mundo a lo largo de las últimas décadas. Aun así, la tendencia de Francisco a la empatía (y quizá el rechazo que le inspiran las habladurías) le han llevado a cometer errores. En agosto, un juzgado superior de Pensilvania declaró que existían pruebas de que líderes de la Iglesia encubrieron los abusos; entre esos líderes se encontraba el cardenal Donald Wuerl, arzobispo de Washington. Francisco reaccionó aceptando la renuncia de Wuerl, sí, pero también ensalzándolo por su “nobleza” y pidiéndole que siguiera al frente de su archidiócesis hasta que le encontraran sustituto. A principios de 2018, el pontífice defendió a los obispos chilenos acusados de tapar abusos, pero cambió de opinión cuando un informe de 2.300 páginas, que él mismo encargó, dejó claros ciertos comportamientos cuestionables.
Desmontar esta herencia ver- gonzosa ya supondría todo un reto para un papa que no tuviera, además, que lidiar con la presencia en la retaguardia de su predecesor. Habría iniciado el alegre Juan XXIII el reformista Concilio Vaticano II si Pío XII, su autoritario predecesor, lo hubiera estado observando sombríamente? Y ¿habría contribuido Juan Pablo II a que se desmoronara la Unión Soviética si el angustiado y dubitativo Pablo VI, que se había planteado la posibilidad de establecer un concordato con Moscú, lo hubiera estado vigilando? Sea cual sea la dirección que asume un papado, a la izquierda o a la derecha, con mayor o menor fortuna, es la singular y exclusiva primacía de un único papa, en un momento determinado, lo que confiere una autoridad y un poder supremo a su cargo. La lealtad inquebrantable al único sumo pontífice vivo constituye el secreto evidente de la unidad entre los católicos.
SBenedicto XVI no se retiró. Se quedó donde estaba, siguió recibiendo el título de su santidad y no se quitó la cruz pectoral del obispo de Roma
in embargo, la escisión entre los fieles a Francisco y los insurgentes de Benedicto amenaza con provocar el mayor cisma en la Iglesia católica desde la Reforma del siglo XVI, cuando Martín Lutero y otros devotos reformadores encabezaron la revuelta protestante contra el Vaticano. Tal como me asegura Diarmaid MacCulloch, profesor de Historia de la Iglesia en Oxford: “Que haya dos papas es la mejor manera de que se produzca un cisma”.
Una figura clave en esta rivalidad entre los dos papas es un apuesto arzobispo, Georg Gänswein, célebre por practicar esquí, tenis, y por su elegancia; se le conoce popularmente como el Bello Georg Gänswein es el secretario