Vanity Fair (Spain)

PICAR PIEDRA

- Por VERA BERCOVITZ

La doble vida de Adolfo

Barnatán, artista inagotable y estratega financiero.

El escultor Adolfo Barnatán ha tenido una doble vida: en una era un artista inagotable y creativo; en la otra, el estratega financiero del imperio peletero de su exmujer, Elena Benarroch. El artista nos abre las puertas de su estudio para hablarnos de su última exposición, ‘Constanza constelaci­ón infinita’, inspirada en su actual esposa, Constanza Echevarría. Pasamos un día con la pareja recordando por qué compró la casa de Andy Warhol en Manhattan y cómo Felipe González se convirtió en su proveedor de obsidiana, la piedra predilecta de los mexicanos.

Estaba con Felipe [González] tomando un traguito y le dije: ‘Felipe, a vos que te gustá tanto ir a las canteras y que te gustá tanto ir a México, ¿por qué no me mirás a ver si encontrás alguna cantera de obsidiana y que me manden las piedras?’. No fue chiste. Un día me llamó: ‘¡Niño!’. Le dije: ‘¿Dónde estás?’. ‘Dónde voy a estar. Encima de una piedra de obsidiana, en una cantera, en México. Aquí hay obsidiana para tirar por la ventana. ¿Cuánta quieres?’. Resulta que le había preguntado a [Carlos] Slim y él le había prestado su avión privado para ir a buscarla”.

El escultor Adolfo Barnatán (París, 1951) se ha desplomado en su sillón. Hemos terminado la sesión de fotos y necesita descansar. Su obsesión por la estética le hizo mover anoche una de sus esculturas de una tonelada, lo que le provocó un tirón en la espalda. Recostado sobre el sofá, enciende su primer cigarrillo, se mesa el cabello y empieza la fiesta. “¿ Querés un vinito? Coco, muñeca, traenos una copita. Yo, tinto”. Es mediodía y Constanza Echevarría, Coco, nos sirve la primera copa. Se casó con Papu, como lo llaman, hace un año, después de cinco de noviazgo: “Él me decía: ‘Vas a ser la musa de mi obra’, pero llevábamos cuatro años y ahí no pasaba nada”, me contará en algún momento del día. Hace 18 meses se obró el milagro. “La cabeza le hizo clic y se puso a crear. Se acostaba a las tres, las cuatro de la mañana. Cuando nos íbamos de viaje, al cabo de los días empezaba a estar inquieto. ‘¿Gordita, se me va a ir la inspiració­n?’. Era entrar por la puerta y ponerse a currar”. De ese fervor creativo nació Constanza constelaci­ón infinita, una colección dedicada a su esposa que se puede visitar hasta finales de mayo en la sala de exposicion­es de Crédit Suisse. “Nunca hice una expo con tanta cantidad de obra”, asegura.

Quedar con Papu es como entrar en la redacción de un periódico. Uno sabe cuándo llega, pero nunca cuándo sale. Es, probableme­nte, el mejor contador de historias que conozco y, probableme­nte, el mejor anfitrión de Madrid. El día de la entrevista llegué a su estudio a media mañana y conseguí volver a mi casa a medianoche. Durante esas 12 horas hablamos de las dos grandes facetas de su vida: el Barnatán artista y el Barnatán empresario. Ha sido el estratega financiero del imperio peletero de Elena Benarroch, con quien estuvo casado 34 años y tuvo dos hijos, Yael y Jaime. La expareja, que se separó en 2006, se sigue llevando de miedo. Durante la charla, degustamos croissants, sándwiches de miga, una tortilla de patatas espectacul­ar y unas chuletitas de cordero que comimos con los dedos. Todo rociado por una botella de tinto, una de blanco y una de champán, lo que hace que nuestra charla sea a veces tranquila, a veces acelerada y a veces —solo a veces— relativame­nte ordenada: “¿Pero estás grabando todas las pelotudece­s que estoy diciendo?”. Cuando la conversaci­ón se desvía en exceso, Coco intenta centrar a su marido: “¡Papu, enfoca!”.

Barnatán llegó a Madrid cuando su padre, constructo­r, agarró a su mujer y a sus tres hijos y decidió abandonar Argentina para probar fortuna en Europa. Papu tenía 13 años. “Me pasaba el día en el Prado. Cuando descubrí el Adán y Eva de Alberto Durero, me cambió al vida. Es un cuadro que me ha inspirado mucho”. Al pintor alemán le siguieron Eduardo Chillida, Martín Chirino —“Mi maestro”— y el escultor rumano Constantin Brancusi, por citar algunos. Desde pequeño tuvo una sensibilid­ad especial para la estética y para los negocios. “A los 14 años mi madre me mandaba al mercado a comprar la carne, la verdura… Decía que tenía buen ojo”. También era el encargado de ordenar la casa con armonía y de organizar una pequeña tienda de decoración que poseían sus progenitor­es: “Acomodaba los objetos para que quedara más linda”. El estudio donde nos encontramo­s —en su día propiedad del fotógrafo Javier Vallhonrat— es un fiel reflejo de su gusto: espacios diáfanos, techos altísimos y mucha luz. Sus obras —algunas, enormes y rotundas; otras, pequeñas y elegantes— dan al espacio un aspecto de pequeño museo.

“Con solo 19 años realicé mi primera exposición junto a Joan Miró”. A Papu le había dado por pintar el cementerio de Praga después de que su hermano Marcos fuera a visitarlo y trajera un montón de fotos. “Mi padre me decía: ‘¿Pero, Papu, hijo, quién te a va comprar un cementerio?”. Los vendió todos. Era el año 1970 y aquel joven desgarbado y de profundo acento argentino empezaba a disfrutar de un éxito relativo. Cuando llegó la hora de elegir carrera, no lo dudó y escogió Arquitectu­ra de Interiores. Su sueño era diseñar muebles. Pero una sencilla manta truncó sus planes. “Cuando terminé la carrera, me pasaba el día visitando las cuatro tiendas de decoración del barrio de Salamanca en busca de trabajo y en una de ellas vi una manta de piel que se vendía a buen precio”. Su mente empresaria­l se puso en marcha. Le pidió a un amigo de su abuelo que le mandara una igual desde Buenos Aires y la vendió por el doble de su precio. “Salí de la tienda dando saltos de alegría”, recuerda. Aún no lo sabía, pero había nacido el germen de Elena Benarroch. Dos años más tarde conocería a la propia Elena en una boda de la comunidad judía. Era el año 1972.

Elena Benarroch, como Papu, pertenecía a una familia judía acomodada. Era una niña bien, interesada en la moda y

“YO CREÉ LA MARCA ELENA BENARROCH Y LE TENGO MUCHO CARIÑO, PERO DECIDÍ CERRAR LA TIENDA ESTE VERANO”

educada en el Liceo Francés de Madrid. Al poco de conocerse, ella se quedó embarazada. Entonces Papu ya se ganaba la vida vendiendo pieles al por mayor. “Siempre he querido ganar dinero para poder ser libre y pintar lo que me diera la gana”, asegura. Con un bebé en camino, tampoco había mucha opción.

Cuando en 1979 Barnatán abrió la primera tienda Elena Benarroch, se armó la primera revolución. A la inauguraci­ón acudió le tout Madrid. Miguel Bosé, compañero de pupitre de Elena, fue con su madre, Lucía. El hermano de Papu, que andaba por la zona en una charla de intelectua­les, se pasó por la celebració­n con José Luis López Aranguren. “Se juntaron el mundo de la moda con el de la cultura y la política, algo que se convirtió en el sello de identidad de nuestros festejos”. En efecto, Felipe González no es la única personalid­ad que Barnatán cuenta entre sus amistades. También es amigo del exministro de Interior Pepe Barrionuev­o —“Su hijo iba al colegio con el mío y se hicieron íntimos. Dormía más en casa que en el ministerio”—. Miguel Bosé, Pedro Almodóvar, el diseñador Juan Gatti, el periodista Juan Luis Cebrián, Miguel Boyer e Isabel Preysler y el constructo­r Luis García Cereceda, el creador de La Finca ya fallecido, han formado parte de su círculo íntimo. En 2006 se incorporar­on José Luis Rodríguez Zapatero y su mujer, Sonsoles. “Nos pidieron que hiciéramos campaña para ellos”, recuerda Barnatán. Cuando Zapatero se convirtió en presidente, le pidió a Papu dos de sus esculturas para decorar el comedor de la Moncloa, las mismas que Almodóvar le solicitó para que apareciera­n en Los abrazos rotos. “Las colocó exactament­e igual que como estaban en la Moncloa”.

Aunque la marca Elena Benarroch ha absorbido gran parte de su tiempo, Papu nunca ha abandonado el mundo del arte. A sus primeros dibujos a plumilla le siguieron grandes pinturas de lágrimas en acrílico —“Cuando falleció mi padre”—; luego llegaron los Papeles Rotos, realizados con bloques de carteles de la calle; y siempre, como una constante, sus esculturas: gigantes y circulares en hierro, piedra y bronce; bustos tallados en obsidiana; instalacio­nes en madera…

Además de artista, Barnatán también se considera coleccioni­sta: “Las dos caras de la misma moneda”. Posee obra de Alexander Calder, del ruso El Lisitski y de León Ferrari. Aunque la más preciada es un Kandinsky que se compró en ARCO. “Tuve que ir a recogerlo a Ginebra porque los vendedores solo habían hecho una exportació­n temporal para la exposición. Cuando llegué al aeropuerto, me llevaron a una nave enorme llena de cajas fuertes donde todos los ricos del mundo guardan sus obras y sus objetos de valor. Yo cogí mi Kandinsky lo metí en una bolsa de Elena Benarroch y, cuando llegué a la sala vip de Iberia, lo dejé en el suelo junto a un sofá y me fui a comprar chocolates”.

Su período menos prolífico transcurri­ó entre los años ochenta y noventa, la época en la que abrió dos tiendas en Nueva York. Una vez al mes viajaba hasta la Gran Manzana en Concorde. “Salía de casa a las cinco de la mañana y a las siete ya estaba allí. ¡Esos días desayunaba cinco veces!”. Entonces tuvo la oportunida­d de comprar la casa de Andy Warhol en Manhattan. “Estaba al lado de mis tiendas. Tenía 7 plantas y 11 chimeneas. La tuve que restaurar entera, pero respeté todo: la grifería, la bañera, los baños… ¿Ves eso? [señala un sacapuntas de pared que está en su estudio]. Estaba colgado en la casa. Es el sacapuntas de Warhol”. —¿Quién la disfrutó más? —Mis hijos. Por entonces estudiaban en Estados Unidos e iban mucho allí con sus amigos. Toda la planta baja estaba formada por dos salones de baile con parqué encerado. Los usaba Jaime para hacer carreras de cochecitos. Yo me ponía loco.

La crisis de 1987 dio al traste con el sueño americano: “Afortunada­mente seguíamos vendiendo mucho en Madrid”. Veinte años más tarde, la crisis de 2008 golpeó con fiereza a la marca, que ha sobrevivid­o hasta el pasado verano: “Yo la creé y le tengo mucho cariño, pero decidí cerrar la tienda. La marca sigue viva en Nueva York, a través de mi hija Yael, en showrooms y tiendas de otros. Pero en España, c’est fini. Hay que cambiar de juguete”.

Hoy, Papu está centrado en su vertiente creativa. “El único Barnatán que me interesa es el artista. A él hubiera tenido que dedicarme toda la vida”, se lamenta. Una afición que comparte con su esposa, Coco, quien trabaja con su tía, una reconocida fotógrafa. “Está especializ­ada en fotografía documental. Su gran obra se ha centrado en retratar comunidade­s deprimidas”. Gracias a su profesión, Constanza ha recorrido medio mundo fotografia­ndo tribus desde África hasta Mongolia. “Viajar es mi pasión, algo que también hago mucho con Papu”.

Cae la noche y vamos a cenar al Mercato Ballaró, un italiano del vecindario donde pedimos más vino y más comida. Terminamos luchando por ver quién paga la cuenta mientras los camareros nos piden educadamen­te que salgamos de detrás de la barra. Antes, en los postres, Papu nos cuenta cómo una de sus esculturas llegó a Shanghái: “Me la encargó Michael Kadoorie, el dueño de la cadena de hoteles The Peninsula. Lo conocí en Gstaad a través de amigos comunes. Es un tipo muy divertido. Cuando se presenta, dice: ‘Hola, soy Michaelito’, porque es muy bajito. Compró una escultura para su casa y me pidió otra para su hotel. Mide siete metros y tardé un año en hacerla. Es espectacul­ar”. Cuando la conversaci­ón amenaza con irse de nuevo por las ramas, Coco le vuelve a centrar: “¡Papu, enfoca!”. � A Vera Bercovitz le gusta beber vino blanco mientras escucha las historias de Adolfo Barnatán. Lo segundo nunca se agota.

DOS DE SUS ESCULTURAS DECORARON LA MONCLOA. LAS MISMAS QUE PEDRO ALMODÓVAR USÓ EN ‘ LOS ABRAZOS ROTOS’

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