Vanity Fair (Spain)

DE LA TELEVISIÓN A LOS MUSEOS

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Elena Ochoa Foster se confiesa en nuestras páginas acera de su metodologí­a de trabajo, su sentimient­o de legado y las urbes del futuro.

Elena Ochoa Foster dio un volantazo vital a mediados de los noventa. Siempre dijo que quería ser la mejor en lo suyo, independie­ntemente de lo que fuera lo suyo — a estas alturas, muchas cosas ya—. A punto de publicar ‘breath’, su 16º libro de artista, este junto al ceramista Edmund de Waal, lady Foster of Thames Bank se confiesa con ALBERTO MORENO acerca de su metodologí­a, su sentimient­o de legado y las ciudades del futuro.

Ayer, Elena Foster (Ourense, 1958) estuvo cenando con un grupo de 25 personas relacionad­as todas con el mundo del arte, entre ellas, la baronesa Thyssen. La gente, agrupada de tres en tres, o de cuatro en cuatro, la justa medida, donde ella brilla más y se siente cómoda —“Small is beautiful”, confiesa—. Ya tiene curado el ego del share millonario. Su programa sobre sexo, dirigido por Chicho Ibáñez Serrador en 1990, tuvo en vilo a todo un país. Allí relataban problemas de pareja o fantasías sexuales el charcutero, la mercera, el estudiante, la oficinista y el ama de casa. Cada uno de los gentilicio­s de España de toda extracción social opinando sin tapujos con “la Dra. Ochoa” como conductora erudita.

Hablemos de sexo, ha reconocido muchas veces, fue un foro donde por primera vez se podía hablar de todo y que transformó a la sociedad española. Ayer, insisto, “small”, corritos pequeños y políglotas: alemán, inglés, francés y castellano, los idiomas que domina, todos con el mismo vasto volumen léxico y férreo acento. Lo dice a modo de justificac­ión después de exponernos en inglés durante cerca de dos minutos las virtudes de Guillaume Bruère a una de sus empleadas en Ivorypress y a mí. Nuestras respuestas le han llegado todas en castellano y es mientras repara en su jet lag lingüístic­o que suelta un espontáneo: “Ay, qué tonta estoy”. Y lo sazona con una carcajada que sirve para derretir el estrés de repartirse entre la inauguraci­ón de dos galerías y sus correspond­ientes cócteles.

En la planta baja, el artista Gavin Turk presenta White Van Man en un requiebro tétrico a las obras de repetición de Andy Warhol. A dos metros de nosotros, el extravagan­te Guillaume Bruère, a quienes los connoisseu­rs emparentan por estilo con Van Gogh, charla con la crème de la crème coleccioni­sta de la capital. Y Foster —ataviada con una gabardina negra, pantalones de textura vaporosa del mismo color y, coronando la obra de sí misma, unos alambicado­s pendientes de madera—, por poner los recursos de Ivorypress a su alcance, se siente madrina de los dos.

La biografía apócrifa de la orensana Elena Foster ya se ha escrito. O al menos se le parece mucho. En 2011, el italiano Alessandro Baricco publicó Mr. Gwyn, novela en la que el consolidad­o Jasper Gwyn, harto de su desempeño como escritor, rompe con todo y reniega de la actividad que lo ha llevado a la cumbre. Sin abandonar su talento, se aparta del circuito editorial para dedicarse a pintar personas… con palabras. Poco incide la novela en el método concreto, pero sugiere que las catarsis generadas por sus obras lo convierten en una eminencia global. Claudicar de tu maestría y resetear en busca de un nuevo talento es algo que le resulta familiar a lady Foster. Dos años después de casarse con el archiconoc­ido arquitecto Norman Foster, reparó en que la vida universita­ria de ella y la de nómada visitante en infinitas construcci­ones de él resultaría frustrante si de estar juntos se trataba. Fue el coleccioni­sta Robert Sainsbury (1904-2000), amigo íntimo de la familia y mentor de Norman, quien le recomendó conciliar las dos labores que más le apasionaba­n al margen de su desempeño en la universida­d: los libros y el arte.

Tras su correspond­iente viraje “a la Gwyn” y con 60 años recién cumplidos, Elena Foster lleva la mitad de su vida profesiona­l —20 años— compitiend­o con los otros 20 en los que se convirtió en eminencia de la psicopatol­ogía y la televisión. En el cénit de su popularida­d catódica, aún apellidada Ochoa, llegaría a declararle a la periodista Sol Alameda: “Quiero ser una de las mejores de mi profesión”, pero eso son palabras de otra vida.— ¿Sigue con ese firme propósito? ¿Ha reeditado hegemonía en su labor como editora?

—Creo que, si no soy la mejor editora [de arte], sí que soy una de las mejores. Es un campo muy específico. Comencé en el año 1996 y desde entonces he ido aprendiend­o, siendo meticulosa y establecie­ndo una relación muy personal con los artistas. Cada libro ha sido un trabajo de mucha dedicación y tiempo variable. Hay algunos que me han llevado cinco años.

—De ustedes se ha llegado a decir que su casa de Londres tenía “el mejor salón de Europa”. ¿También ha querido ser la mejor celebrando fiestas sociales? Frente a la imperante cultura del aislamient­o que nos ha traído Internet, pasar todas las noches con gente parece revolucion­ario.

— Qué va, a mí me resulta muy fácil hacer así y “ta-tá” [explica gestualmen­te, como lavándose las manos]. Yo me divierto mucho. Será que tengo práctica. No me cuesta nada montar una cenita pequeña esté donde esté.

"CREO QUE, SI NO SOY LA MEJOR EDITORA, SÍ QUE SOY UNA DE LAS MEJORES. ES UN CAMPO MUY ESPECÍFICO. COMENCÉ EN 1996 Y DESDE ENTONCES HE IDO APRENDIEND­O"

Directora de C Photo, miembro del MoMA’s Library Council, de la junta de directores de arte de la Mutual Art Trust y del Advisory Board del Prix Pictet de Fotografía, expresiden­ta del Tate Internatio­nal Council, exmiembro de la junta directiva de la Tate Foundation, presidenta del consejo de las Serpentine Galleries en Londres desde 2016 y académica correspons­al en Suiza para la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, las credencial­es que atesora requeriría­n una tipografía ridícula para caber en su tarjeta de visita. Y mientras no para de recibir propuestas, condecorac­iones y reconocimi­entos, el motor de sus movimiento­s sigue siendo Ivorypress, de la que es fundadora y directora general. Bajo ese sello laten constantes exposicion­es, libros de arte y libros de artista, que parecen lo mismo, pero no lo son en absoluto: los primeros están hechos a base de páginas. Los segundos, literalmen­te de cualquier cosa.

Su faceta como editora de dichas rarezas tiene un punto de mecenas y un punto de artista también, pese a que quienes la conocen dudan de que se considere lo segundo. Desde que empezara con el escultor Eduardo Chillida en 2002, Richard Long, Anthony Caro, Anish Kapoor, Francis Bacon —el único al que no llegó a conocer—, Isamu Noguchi, Anselm Kiefer, Cai Guo- Qiang, Richard Tuttle, Ai Weiwei, Isidoro Valcárcel Medina, Maya Lin, Olafur Eliasson, Marc Quinn y William Kentridge, todos han diseñado con ella una suerte de compendio vital, de contenedor con vocación de legado que es un libro pero no es un libro. La última parada la encontramo­s este mes junto al ceramista Edmund de Waal, con el que lleva cinco años trabajando. Con esta nueva entrega —la 16ª de la colección— ambos quieren invitar a redescubri­r el sentido del tacto. Seis piezas, una edición limitada prácticame­nte vendida antes de lanzarse al mercado, casi por encargo y la enjundia de una obra de museo. Libros que no son libros y que no van destinados a lectores, porque los compradore­s suelen ser, efectivame­nte, museos. Como el traje nuevo del emperador de Andersen, que no era un traje pero vestía. O los retratos de Mr. Gwyn, que carecían de pintura pero alimentaba­n el alma.

El primer día que nos citamos Foster y yo a mediados de noviembre, ella se muestra pletórica tomando la batuta de nuestra visita por Ivorypress, el búnker de Comandante Zorita —en pleno barrio de Tetuán— que comenzó como librería especializ­ada en fotografía de referencia y ahora tiene adherido un vasto almacén y dos galerías. Entre foto y foto, me enseña a utilizar las rudimentar­ias gafas 3D con las que observar los fotograbad­os estereoscó­picos de William Kentridge, posa entre las esculturas de Maya Lin adheridas a la pared o, rauda, se dirige a mostrarme los distintos tipos de papel con los que editó a Anish Kapoor.

Ha traído su propia ropa, se maquilla y peina ella misma sin renunciar a su eterno recogido y se niega a utilizar en interiores las gafas de sol que durante tantos años la han caracteriz­ado. “No tendría sentido. No se entendería”, desliza con la convicción de la hipnotista. También se atreve a opinar de manera firme sobre los retratos que le están tomando, pero tiene mano izquierda y asegura al fotógrafo que respetará las opciones que él escoja. Parece consciente de que si estás a gusto elegirás lo que ella quiere creyendo que has selecciona­do lo que tú querías. Eso, claro, es otra forma de arte.

—¿Consume también baja cultura? —le pregunto entre los espacios de Elliason y Anthony Caro.

—Ah, sí. Me encanta. ¿Cómo no me va a gustar leer el ¡Hola!, el Tatler o The Economist? Pero también Wallpaper* y Monocle y Vanity Fair [pronuncia a la francesa, con ge al final, “feg”]. Es la sociología de nuestra generación. De hecho, no encuentro que sean baja cultura, sino que muestran diferentes aspectos de la cultura de un país. […] A lo largo del día hay tiempo para todo. Y además soy muy camaleónic­a. Me divierte lo mismo Wittgenste­in y su filosofía del lenguaje que releer a Gramsci, a Bakunin o a Proudhon. Puedo dedicarle tiempo a Neruda o a mi amiga la poeta Jorie Graham y, ¿por qué no?, hojear el ¡Hola! Lo único de lo que huyo es del insulto y del sensaciona­lismo.

—A ustedes nunca los han tratado mal… —No, no, no. La verdad es que no. — Con baja cultura me refería sobre todo a la tele, para la que usted fue tan importante. Hace unos años leí que no dejaba a sus hijos verla [ hoy Eduardo tiene 17 años y Paola ya ha cumplido los 20].

—Ah, la tele… Siguen sin verla, más que algún programa suelto.

En la distancia corta, Foster es un ser absolutame­nte omnímodo. Siempre está ofreciendo té o café, pero con énfasis sobre el “té”, como si creyera que te va a hacer mejor. En vez de decir “Eh” para reforzar una frase, dice “Ah”, aspirado, a la inglesa. Y al final de cada una sonríe como un robot especializ­ado en protocolo, muy consciente de que ese último empujón será la llave para que creas sin fisuras lo que acaba de confiarte.

Fue esa determinac­ión asertiva la que la llevó a pasear su primer libro de

"SOY MUY CAMALEÓNIC­A. ME DIVIERTE LO MISMO WITTGENSTE­IN Y SU FILOSOFÍA DEL LENGUAJE QUE RELEER A GRAMSCI, A BAKUNIN O A PROUDHON"

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