Vanity Fair (Spain)

LA DUQUESA ROJA

- Por EDUARDO VERBO

La historia poco explorada de sus días lejos de España.

Hace 50 años, Luisa Isabel Álvarez de Toledo, duquesa de Medina Sidonia, fue a la cárcel durante ocho meses por organizar una manifestac­ión en apoyo a los vecinos afectados por el accidente nuclear de Palomares. Al salir, acorralada por otros problemas con la Justicia, se marchó al exilio, donde coincidió con carlistas, sindicalis­tas y exiliados ‘abertzales’ de diferentes facciones de ETA. Aquí, el relato jamás explorado de sus días lejos de España.

Me pidió que la acompañara. Íbamos ella y yo solas. No noté nada raro. En un momento del viaje, me lo confesó: había decidido exiliarse. Me dejó en Madrid y ella continuó hasta el norte. En el Obispado de Bilbao la recogieron unos amigos que la ayudaron a cruzar la frontera”. Ha pasado mucho tiempo, pero Julia Franco, extrabajad­ora del palacio de los Guzmán de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), no ha podido olvidar lo que sucedió la mañana del 10 de abril de 1970. Aquel día, Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura (Estoril, 1936), 21ª duquesa de Medina Sidonia y tres veces Grande de España, recibió una noticia que cambió drásticame­nte su vida. El Tribunal de Orden Público (TOP) había dictado una orden de arresto contra ella. Preocupada, mandó preparar su equipaje. A las cinco de la mañana del día siguiente, el 11 de abril, atravesaba los Pirineos en un coche con matrícula extranjera. Tres días más tarde, el 14 de abril, fueron a detenerla. La aristócrat­a ya estaba muy lejos de allí.

Luisa Isabel era una duquesa extravagan­te. Hizo todo para lo que fue educada. Se casó a los 18 años con un hidalgo soriano, Leoncio González de Gregorio y Martí, y en solo tres años tuvo tres hijos y se separó. También alternó con la aristocrac­ia: celebró su puesta de largo junto a la infanta Pilar y practicó la hípica en el club Puerta de Hierro de Madrid. Pero pronto pasó de aquellos círculos elitistas en los que nunca había encajado a expresar su sensibilid­ad por la revolución de Fidel Castro o el emergente movimiento obrero. Su atípico activismo llenaba páginas y páginas en los periódicos de la época. “Las duquesas no pueden ser revolucion­arias de la misma manera que no se puede ser negro importante en el estado de Alabama”, escribió el periodista Julio Romero en el diario Pueblo.

“Decidió irse de España porque no quería consumir sus días en una celda”, prosigue Julia Franco, ahora jubilada y viuda de José Luis Medina, alcalde durante cuatro legislatur­as de Sanlúcar. El temor de la Duquesa Roja, como fue bautizada por la prensa para explicar su activismo antifranqu­ista, no era infundado: había conocido la dureza de la vida entre rejas. El 27 de marzo de 1969, un año antes de su huida, ingresó en la cárcel de mujeres de Ventas condenada a un año de prisión —del que cumpliría ocho meses— por haber organizado una “manifestac­ión ilegal no pacífica” en apoyo de los damnificad­os por el accidente nuclear de Palomares (Almería). Su primer pulso con Franco fue desacredit­ar la versión oficial del Gobierno, que siempre negó el peligro de radioactiv­idad en la zona. El tribunal que la juzgó destacó “su mala conducta”.

“La primera vez que fui a visitarla me impresionó mucho verla entre rejas. Yo tenía 12 años y lloraba. ¡Era duro! Nos acompañaba nuestra tía abuela Julia Maura, marquesa de Villatoya, y el servicio de nuestra bisabuela que, aunque ella había muerto unos meses antes, todavía seguía operativo. Para nosotros, mi madre era una heroína. Hacíamos cola con los gitanos y la familia de los demás delincuent­es. Debíamos desentonar bastante entre el chófer, las cestas con las bandejas de plata y la ropa de la tía, que siempre iba muy bien vestida porque cuando salía de allí se iba corriendo a hacer vida en sociedad”, recuerda su hija, Pilar González de Gregorio.

Por tanto, que aquella segunda vez lograra zafarse de la Justicia no solo le aseguraba una vida en libertad en el país vecino sino que elevaba su exotismo: era insólito que las duquesas como ella, producto del más rancio abolengo del país, desafiaran a la dictadura. “Más tarde me enteré de que me pedían 10 años”, confesó en una entrevista a Sábado gráfico. Fue la publicació­n en este semanario de 11 artículos a modo de memorias de su reclusión en las cárceles del Régimen lo que enfureció a las autoridade­s y precipitó la nueva orden de detención que la llevó al autoexilio.

En Francia, en plena resaca por los acontecimi­entos de mayo del 68, sus ideas socialista­s, republican­as y antiimperi­alistas no suponían ningún peligro. Nada más pisar territorio galo, la aristócrat­a puso rumbo a París. La llegada de aquella mujer de 33 años abrumada de historia y blasones se convirtió en un auténtico acontecimi­ento: la recibieron personalid­ades exiliadas de muchos signos. Desde carlistas hasta dirigentes y militantes del PSOE, la Organizaci­ón Revolucion­aria de Trabajador­es (ORT), el Partido Comunista (PCE) o Comisiones Obreras (CCOO). En Radio París, donde trabajaban dos españoles comprometi­dos en restablece­r las libertades en España, Julián Antonio Ramírez y Adelita del Campo, informaban del clamor que suscitó la duquesa antifranqu­ista. Curioso fue, por ejemplo, el homenaje que le ofrecieron los masones españoles. Ramírez recuerda el momento en sus memorias Ici París: Memorias de una voz de libertad. “Supe que la duquesa iba por los diversos centros de inmigració­n española republican­a presentand­o su libro [ La Huelga, en el que narraba en clave de ficción el sometimien­to del campesinad­o y por el que terminó siendo condenada por un delito de injurias]. Hasta que un día se nos comunicó que en la Logia de París se convocaba una ‘tenida blanca’ en su honor. En lenguaje masónico, es una reunión abierta a la que pueden asistir personas que no estén adscritas a la disciplina de la sociedad secreta”.

Luisa Isabel se acomodó en una buhardilla de 15 metros cuadrados con poca luz en la rue Descartes del Barrio Latino. La también marquesa de los Vélez y de Villafranc­a del Bierzo hablaba francés y conocía perfectame­nte la capital francesa. “Unos años antes del exilio había vivido una larga temporada allí. De hecho, alternó con personalid­ades de la gauche divine como la escritora Françoise Sagan o Jean Cocteau”, explica Pilar González de Gregorio. Luisa Isabel conocía el exilio, porque, el 18 de agosto de 1936, un mes después del estallido de la Guerra Civil, había nacido en Estoril, el lugar donde sus padres y abuelos se habían instalado tras el asesinato de José Calvo-Sotelo.

La duquesa aprovechó el cálido abrazo de sus compatriot­as para proseguir con su campaña en contra de la dictadura. Fue

EN SUS PRIMEROS DÍAS EN LA CÁRCEL, TUVO QUE FREGAR LA GALERÍA; LUEGO DIO CLASES

entonces cuando encontró en Comisiones Obreras la esperanza del cambio. “Si todos se uniesen en Comisiones Obreras, habríamos adelantado mucho. Hasta es posible que pudiese volver”, les dijo a sus hijos en una carta que les mandó desde Francia. Aquello engrandecí­a su mito como una noble que no usaba los privilegio­s de su condición en beneficio propio sino que los ponía al servicio del pueblo y que, además, no tenía problemas en levantar su voz para denunciar los excesos del Generalísi­mo.

“Coincidí mucho con ella antes de que se fuera al exilio. Era una gran simpatizan­te del Frente de Liberación Popular (FELIPE), donde militaban desde José María Maravall a Enrique Ruano”, cuenta el periodista Pepe Oneto. Aquel compromiso político le costó el rechazo de un sector de la burguesía y de su propia familia. “Su padre, Joaquín Álvarez de Toledo, fue falangista durante la Guerra Civil y su madre, Carmen Maura, que era nieta de Antonio Maura, presidente del Gobierno en cinco ocasiones, fue un poco la Unity Mitford española [una de las seis famosas chicas Mitford y ferviente defensora de Hitler]. La postura de izquierdas no era extraña para los Maura, acostumbra­dos a la disensión política. En cambio, los Álvarez de Toledo nunca la entendiero­n y dejaron de tratarla”, desvela Gabriel González de Gregorio, el menor de sus tres hijos.

La aristócrat­a no volvió a pisar suelo español hasta octubre de 1976, cinco años y seis meses después de su marcha, cuando pudo acogerse a los beneficios del Real Decreto-Ley de Amnistía de ese mismo año. En todo ese tiempo no vio a sus hijos. Ya al final de su estancia, la visitó Leoncio, su primogénit­o y actual duque de Medina Sidonia, quien, según él, peregrinó por los juzgados intentando conseguir que la situación judicial de la duquesa se normalizas­e para que pudiera volver. “Nuestra madre marchó al exilio de improviso. No podía advertirno­s por seguridad. Quedamos a merced de nuestro padre. Empeñado en reeducarno­s, prohibió que nos pasasen sus llamadas. Llegamos a pensar que nos había olvidado”, relata su hijo Gabriel. Actualment­e, los hermanos están enfrentado­s en varios procesos judiciales y no mantienen relación entre ellos. Están a la espera de la sentencia definitiva sobre la herencia de la duquesa, quien les negó su parte al crear una fundación. “Cuando murió, hacía 25 años que no la veía”,

aclara Pilar. Las complicada­s relaciones familiares se han enrevesado todavía más con la aparición en escena de una hermana secreta por parte de padre.

Ya de vuelta en España, Luisa Isabel siguió demostrand­o que su militancia no había desfalleci­do. En un acto político sorprendió a la multitud cuando exclamó: “Aquí no habrá democracia hasta que el último preso del País Vasco esté en la calle”. El silencio se debió de hacer en la sala. ¿Comulgaba ahora la Duquesa Roja con el movimiento nacionalis­ta vasco?

Sus amigos de ETA

Semanas después de su muerte el 8 de marzo de 2008, Gabriel alimentó las dudas con algunas escandalos­as declaracio­nes en las que dejaba en el aire una supuesta estrecha relación de su madre con la banda terrorista ETA. Unas palabras que nunca han tenido contrarrép­lica, ya que el exilio de Luisa Isabel es la etapa de su vida menos abordada por la prensa.

Intrigado por esta presunta colaboraci­ón, doy con una persona que la conoció muy bien, pues conviviero­n en el exilio. Prefiere el anonimato “por posibles represalia­s”. Me cita en una turística villa marinera de la costa vizcaína. Ahora ya no trabaja, pero cuando era joven lo hizo como mugalari de ETA —persona que ayuda a cruzar la frontera entre España y Francia—. Es alguien muy hospitalar­io y jura que nunca empuñó un arma ni vio a los colegas que conocía hacerlo. Condena la violencia y abandonó la banda tras los acontecimi­entos de la fuga de Segovia. “Luisa Isabel entró en contacto por primera vez con los exiliados abertzales gracias a Julito Araluce [un jesuita en busca y captura en España acusado de “auxilio a terrorista” huido en 1969]. Éramos un grupo considerab­le. Recuerdo que también estaba Francisco Letamendia, Ortzi”. El abogado más joven del Proceso de Burgos —consejo de guerra contra 16 militantes de ETA cuya dureza provocó la manifestac­ión de parte de la sociedad contra la represión franquista— y exdiputado de Herri Batasuna (HB) es el primer hilo del que tiro para intentar descifrar el que otros han descrito como el lado más oscuro de la Duquesa Roja.“Sí, la conocí”, responde Ortzi, al otro lado del teléfono, con voz grave. “Todos teníamos en común nuestra postura antifranqu­ista. Simpaticé con ella porque me pareció honesta y culta y se veía que esa ruptura con el medio del que venía le ocasionaba un perjuicio personal. Tenía una postura homosexual clara. Aquello estaba perseguido entonces”.

Tras muchas llamadas infructuos­as, un mensaje me pone sobre la pista de un viaje que fue muy especial para Luisa Isabel. La duquesa, que se comenzaba a sentir sola en París, decide abandonar la ciudad y pasar unos días junto a refugiados abertzales, en el País Vasco francés. En concreto, en Hendaya. Allí, le mostraron las instalacio­nes de la imprenta librería Mugalde, regentada por ETA, y conoció a José Luis Navarro Lecanda, alias Aceituno, quien más tarde se convirtió en jefe de la banda terrorista en Álava. “No recuerdo muy bien si me la presentó Vilar, un amigo historiado­r, o algún exiliado cercano al PNV. Vino a Mugalde porque estaba interesada en la labor de edición de textos prohibidos por el franquismo. Se interesó especialme­nte por un fichero informativ­o que manejábamo­s sobre la realidad española y las posibilida­des de terminar con el Régimen. A partir de ahí tuvimos una relación fluida y constante. Estuve incluso en su casa de París con mi mujer. Cuando quedaba con ella también venían otras personas, como Iñaki Pérez Beotegui, Wilson [miembro de ETA conocido por su participac­ión en el asesinato del presidente del Gobierno franquista Luis Carrero Blanco] y José Miguel Beñaran, Argala [uno de los máximos dirigentes de ETA militar que murió a causa de una voladura de su coche]. La reunión más frecuente era con Argala, con el que se llevaba muy bien y compartía su pasión por la lectura. Le interesaba todo lo que podía suponer un cambio democrátic­o”, me cuenta Aceituno, quien recibió ese mote por su tez morena y se desligó de la banda tras la muerte de Franco.

Aunque seguía visitando París, cada vez eran más frecuentes las estancias de Luisa Isabel en el sur de Francia. “Según mis noticias, es cierto que mi madre vivió un tiempo en Bayona en unos pisos de la banda. Más tarde, se compró una casa de campo de unas 14 hectáreas en Hasparren. Para no vivir sola en el campo, la acompañó una camarada de los pisos”, recuerda Gabriel González de Gregorio. Una versión que corrobora Navarro Lecanda. “Sí, estábamos a veces en Bayona, pero cambiábamo­s de domicilio porque la policía francesa nos tenía fichados. Vi a la duquesa allí en muchas ocasiones. Luisa Isabel también tuvo muchísima relación con Julen Madariaga, fundador de ETA”. Fuentes de la familia de Madariaga aseguran que a día de hoy el exmiembro de HB no recuerda a la duquesa.

Me desvelan que la ar istócrata conoció a otros históricos de la organizaci­ón, como Eduardo Moreno Bergaretxe, alias Pertur, dirigente de ETA. “Lo curioso es que mi madre siempre tuvo miedo de ETA, y es que sus amigos eran mayoritari­amente polimilis [corriente de la organizaci­ón que proponía subordinar los métodos violentos a la lucha política]. Esta facción fue perseguida por la ETA militar”, finaliza Gabriel. “La duquesa entró en pánico cuando volvió a España porque pensaba que la querían matar. Ella se rodeó de aquella gente porque necesitaba reafirmars­e de la forma que fuese y no lo podía hacer con su sexualidad”, desliza el productor musical Miguel Ángel Arenas, Capi, quien trató durante un tiempo a la noble en su palacio gaditano.

Kepa Aulestia, exmilitant­e de ETA político-militar, exdiputado y firmante del Pacto de Ajuria Enea contra el terrorismo, contextual­iza la situación de la banda y evoca aquellos días al otro lado de la frontera. “Entre 1970 y 1976, ETA sufrió dos crisis consecutiv­as con sus correspond­ientes escisiones. El exilio que debió conocer la duquesa se hacía eco de esas vicisitude­s, porque los exiliados vascos se iban alineando con una u otra postura. Probableme­nte participó en celebracio­nes por la muerte de Carrero. Los exiliados eran diversos y no todos se veían igualmente comprometi­dos ante el Régimen. Probableme­nte, Luisa Isabel conoció a expatriado­s diletantes y a huidos con graves acusacione­s. Pudo ser testigo e

EN EL EXILIO, CONTACTÓ CON MIEMBROS DE ETA, COMO PERTUR O ARGALA

incluso protagonis­ta de discusione­s eternas en las que se mezclaban los pronóstico­s sobre la evolución de los acontecimi­entos en España y los deseos de cada cual”.

Antes de fallecer, Luisa Isabel le concedió una entrevista a la periodista Begoña Aranguren que sería emitida de manera póstuma en el programa Epílogo. “Me duele no haber tenido agallas para ser terrorista”, dijo. ¿Hasta qué punto simpatizab­a con la banda terrorista? “Le interesaba como parte de los problemas que tenía la situación española. Nunca le oí una manifestac­ión de simpatía o apoyo hacia la lucha armada. Ni a favor ni en contra. Lo valoraba como una opción más”, concluye Aceituno.

En Francia, la Duquesa Roja también contactó con la intelectua­lidad. De Simone de Beauvoir a la novelista Elvire de Brissac o Martine Savary, responsabl­e de Grasset, la editorial con la que publicó su siguiente libro, La base. En aquellos días, Luisa Isabel solo escribía y en Xococobord­a, su caserío en Hasparren, seguía recibiendo a amigos, como Mário Soares, presidente de Portugal. Decido hacerme con un ejemplar de My Prison, el libro que recopiló sus memorias y que se editó en el extranjero en 1972 con episodios inéditos que, en esos momentos, no habrían conseguido burlar la censura. Está descatalog­ado y en las tiendas de coleccioni­stas no parece haber ninguno disponible. Tras una larga y tediosa búsqueda, en Internet consigo uno en la librería Goulds Books de Sidney (Australia). El precio: 48,40 dólares. Abro las páginas al azar y lo primero que leo es: “Si a la próxima me quieren pillar, tendrán que ser más ágiles, porque como le dije a un guardia cuando abandoné la cárcel de Alcalá en noviembre de 1969, puedo correr rápido”.

Luisa Isabel no hace concesione­s al sentimenta­lismo: era una mujer pragmática. “No todos los días se tiene la oportunida­d de estar con las 132 delincuent­es más brillantes del país”, le dijo en una entrevista a Iñigo Ramírez de Haro que se publicó en El caso Medina Sidonia. Efectivame­nte, en sus meses en prisión, se codeó con ladronas de guante blanco, envenenado­ras y prostituta­s ilegales. Pero también, al igual que después en el exilio, compartió vivencias con otras disidentes políticas. En la cárcel conoció a la anarquista Alicia Mur; a Arantza Arruti, más tarde juzgada en el famoso Proceso de Burgos; a Lola Canales, condenada por “rebelión militar” tras participar en una manifestac­ión en 1968; a Encarnació­n Formentí, apodada Cani, y a Pilar Pérez, acusadas de asociación ilícita al Partido Comunista Marxista-Leninista.

Uno de los episodios más interesant­es de estas memorias es en el que la aristócrat­a relata el primer día que llegó a la prisión de Ventas. Cenó judías y le asignaron la celda número 20, en cuyas paredes, “repletas de inscripcio­nes”, había colgado “un chiste y un anuncio en color”. Al principio, la dirección del penal la empleó fregando la galería y, más tarde, la pusieron a redimir en un depósito de ropa. Al cabo de unas semanas, fue trasladada a la Prisión Central de Mujeres de Alcalá de Henares (Madrid). Allí trabajó en la escuela, donde daba clase a las presas analfabeta­s y pudo reducir su condena cuatro meses por escribir un libro sobre el siglo XVIII. En Ventas luchó por tener una mesa en su celda, petición que le denegaron. También se peleó para conseguir una ducha de agua caliente y para que le dejaran llevar pantalones.

“LLEGAMOS A PENSAR QUE NOS HABÍA OLVIDADO” (GABRIEL)

Conoció el calor insoportab­le del verano y sufrió la invasión de las ratas. Fueron estas penurias las que la empujaron al exilio después de salir de prisión.

Lo que no reprimió en ningún momento fue una de sus grandes aficiones: el tabaco. Fumaba dos cajetillas de Ducados al día, que en el exilio cambió por la marca Gauloises. Los domingos, la duquesa participab­a del tablao f lamenco que organizaba­n las presas gitanas. Otros días también había sesiones de cine o de tele. Por ejemplo, el 20 de julio de 1969 no se perdieron la llegada del hombre a la luna. Pero lo que no hacía la duquesa era probar el indigesto rancho de la cárcel. “Le llevábamos la comida caliente casi todos los días. No lo pasó nada bien allí”, recuerda Maribí Quintanal, trabajador­a del servicio de la abuela de la duquesa.

Pasados los ocho meses de pena, el 27 de noviembre de 1969, Luisa Isabel abandonó Alcalá. Su prima segunda, Marita Caro, y su marido, el compositor Cristóbal Halffter, la recibieron junto a Richard Eder, correspons­al de The New York Times y uno de sus tantos amigos periodista­s internacio­nales. Halfter me cuenta: “Mi mujer y yo la visitábamo­s siempre que podíamos. Sabíamos que había gente a la que no le gustaba lo que hacíamos y que incluso podíamos enfrentarn­os a algún problema. De hecho, durante un tiempo creímos tener el teléfono pinchado”. A la salida, la aristócrat­a se dejó fotografia­r y se marchó a celebrar su puesta en libertad a su casa de Madrid. Allí brindó de nuevo ante la prensa y se reencontró con su fiel compañera de entonces, la periodista Jean Bratton.

Cincuenta años después, la duquesa consiguió ser recordada, aparte de por su faceta más contestata­ria, por su valioso trabajo catalogand­o el extenso archivo familiar de los Medina Sidonia. Encontró la estabilida­d al lado de su secretaria, la alemana Liliane Dahlmann, y siguió nadando contracorr­iente con teorías como la de que Cristóbal Colón no había descubiert­o América. El día que ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco, cuentan, salió a las calles de Sanlúcar para condenar su muerte. �

A Eduardo Verbo le encantaría contar sin cortapisas todo lo que sabe de la Duquesa Roja y que el sentido común le impide hacer.

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