Vanity Fair (Spain)

Efectos secundario­s

En la vida, como en los deportes, utilizamos diferentes complement­os para sortear aquellos elementos que puedan afectar nuestro desempeño. El problema surge cuando hacemos un mal uso de ellos y, en lugar de ayudar, alteran nuestra percepción de la realida

- Por J AV IER A ZN A R

Hubo un tiempo en el que estaba convencido de que me pasaba algo grave. Los ojos me vibraban. Pero no me refiero a ese ligero temblor de párpado cuando te encuentras muy cansado. Hablo de varias horas seguidas temblando. Primero un ojo. Luego el otro. A veces los dos al mismo tiempo. Todo acompañado de punzantes dolores de cabeza localizado­s en la misma zona. No sabía qué me ocurría. Me tumbaba en la cama y observaba a oscuras las molduras del techo de mi habitación, incapaz de dormir. No tenía buena cara. La gente me lo decía. Porque la gente a veces te dice ese tipo de cosas. Tienes mala cara. Has engordado. No me gustó el libro que recomendas­te. Lo llaman “sinceridad”. A mí, mentidme sin que me dé cuenta, por favor.

Consultaba en Google los posibles diagnóstic­os, típica cosa que te dicen que nunca hay que hacer, y luego borraba asustado el historial para ocultarme a mí mismo ese otro yo del que me avergonzab­a. Antes de dormir, me examinaba en el espejo mientras me lavaba los dientes, deseando que al día siguiente aquel maldito temblor hubiera desapareci­do. Pero siempre volvía. Por aquella época iba a nadar una hora todos los días. Al acabar, me quedaba sentado en un banco junto a la piscina, observando mis manos arrugadas. Pensando siempre en cosas horribles.

Se lo contaba a mis amigos, pero como tengo fama de ser algo aprensivo, me sentía como Woody Allen en Hannah y sus hermanas:

—Hace dos semanas, creíste que tenías un melanoma maligno. —Claro... Me salió de repente una mancha en la espalda. —¡Fue en la camisa! Me decían que fuera al médico, pero no me apetecía recibir malas noticias. Prefería vivir en la ignorancia. A un médico no le puedes pedir eso de que te mienta sin que te des cuenta.

Un día quedé a cenar con una chica y me empezaron a palpitar los ojos. Me entró una especie de ataque de ansiedad pensando que a lo mejor ella podía darse cuenta. Y cuanto más nervioso me ponía, más me vibraban. Tal vez todo estuviera en mi cabeza. Tenía los nervios tan hechos polvo que el tembleque se me pasó a los dedos y era incapaz de coger un maldito nigiri con los palillos. Recuerdo volver esa noche en el taxi, con la cabeza entre las manos. “Es un principio de Parkinson. Como Michael J. Fox”, pensaba hundido. Siempre he sido un poco María Guerrero.

Un viernes en la piscina paré a descansar en la corcheras. No estaba nadando bien y me faltaba el aliento. Me quité los tapones, el gorro, aunque estuviera prohibido, y las gafas. Trataba de recuperar un ritmo adecuado de respiració­n. Entonces, un señor habitual en la piscina se detuvo en la calle de al lado. Noté que me observaba. —¿Te puedo decir algo? —Sí, claro. —Creo que te aprietas demasiado las gafas. No entendí nada. Salí. Me miré en un espejo. El reflejo me asustó. Tenía los ojos fuera de las órbitas. Como los de un dibujo animado. El rostro, abotargado, con unas profundas marcas cruzando la cara. En mi afán por evitar que se me metiera agua en los ojos, sensación que siempre he detestado, me estaba apretando las gafas como si me fuera la vida en ello. Y así, durante meses. Enseguida conecté aquello con mi problema ocular. Empecé a llevar las gafas como una persona normal y, de un día para otro, desapareci­eron los temblores y dolores de cabeza. Creo que todos actuamos de un modo parecido en esa enorme piscina que es la vida. Cada uno va por su carril y por miedo a que nos entre un elemento molesto, aunque sea algo tan inofensivo como un poco de agua, nos ponemos las gafas a una presión altísima, terminando con dolores de cabeza y diagnóstic­os erróneos de la realidad. Nos aislamos de las ideas externas con nuestras gafas de prejuicios, filias, conviccion­es y miedos. Es algo que ocurre a diario. Lo vemos en el trabajo, o cuando hablamos de política, o en las relaciones personales, o discutiend­o en redes sociales. Usar esas gafas, esos “anteojos de nuestra ideología” que diría el escritor Antonio Orejudo, es inevitable. Hasta útil en algunos casos. El problema es cuando las llevas demasiado apretadas. Los efectos secundario­s no son agradables. Es mejor fluir. Be water, my friend. �

Javier Aznar siempre ha querido llevar un traje blanco como Tom Wolfe. De momento solo tiene la chaqueta.

NOS AISLAMOS DE L AS IDEAS EXTERNAS CON NUESTRAS GAFAS DE PREJUICIOS, FILIAS Y MI EDOS

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