LAS OS TENIBILI DAD Y LA MODA SE DAN LA MANO
Sostenibilidad también significa ética laboral. La moda rápida se ha propuesto liderar el cambio social con colecciones conscientes, pero trabajando sobre el terreno.
El fast fashion se ha propuesto liderar el cambio social con colecciones conscientes, pero trabajando sobre el terreno.
Se llama Chat Makara, camboyana, de 30 años, y tiene algo que decirnos: “Comprad mucho. Cuanto más compréis, más trabajo tendré y más dinero ganaré”. La economía de mercado (neo)liberal explicada en una factoría de Nom Pen. Con su lúcida respuesta a la pregunta de la periodista bienintencionada de turno —“¿Cómo se podrían mejorar vuestras condiciones laborales?”—, Makara pone sobre la mesa las cartas de esa realidad que tanto parece preocupar a la sociedad primermundista: el trabajo precario, peligroso incluso, de quienes hacen la ropa barata —y no tanto— que vestimos.
Tras el desastre del Rana Plaza, aquel complejo de producción textil de ocho plantas que se vino abajo en abril de 2013 en Bangladés —1.134 muertos, cerca de 2.500 heridos—, el mundo no ha vuelto a mirar con los mismos ojos despreocupados la moda de gran consumo. Entonces saltaron todas las alarmas a propósito de las circunstancias laborales del negocio del vestir en los países subdesarrollados —o en vías de desarrollo— y así fue como la cuestión ética y social pasó a formar parte del peliagudo diálogo sobre sostenibilidad, que ya no se trataba de mirar por la huella medioambiental, o no solo, sino también por el impacto humano. Quién hace la ropa que nos ponemos y en qué términos se convirtieron en las preguntas causa del nuevo activismo indumentario. Lo que no quita que sigamos comprando en masa en las cadenas globales de la llamada fast fashion, rumiando hipócritas: Si esta camiseta me ha costado 10 euros, ¿cuánto le estarán pagando a quienes la han hecho?
Como operaria textil, Chat Makara gana 182 dólares —unos 160,7 euros— al mes. Es lo que estipula por ley el salario mínimo interprofesional en Camboya desde el 1 de enero de 2019. Dakota Industrial Co., la fábrica en la que trabaja desde hace 12 años, la bonifica además por antigüedad y fidelidad, con lo que su salario puede alcanzar los 300 dólares. Se trata de una práctica habitual en la mayoría de las empresas de confección del país que, sorpresa —o no tanta—, suelen ser de propiedad china, como es el caso. En efecto, ninguno de los sospechosos habituales occidentales tiene factoría propia en el sudeste asiático, así que, en realidad, no son responsables directos de los sueldos de sus trabajadores. Otra cosa es que se preocupen por ellos.
“El Gobierno, las marcas y sus proveedores deben asumir todos su parte de responsabilidad”, expone Jyrki Raina, secretario general de IndustiALL, la federación global de sindicatos que representa a más de 50 millones de trabajadores en 140 países. “Esos 182 dólares aún no son un sueldo decente, pero los gobiernos no pueden actuar solos. Hemos de trabajar con las marcas y los inversores para tener la seguridad de que no hay explotación de mano de obra barata en Asia”. Otra sorpresa — o tampoco tanta—: H&M ha sido la compañía que nos ha puesto delante a semejante interlocutor. Desde 2013, el gigante sueco es el impulsor de Fair Living Wage Roadmap, una iniciativa global en pro de un salario digno para los trabajadores textiles que, en su momento, consiguió hasta el apoyo de la campaña internacional Clean Clothes. Además, el grupo escandinavo tiene su propio jefe de compromiso laboral ad hoc, Jonah Wigerhall, que no puede ser más consciente de
la problemática. “La perspectiva de los derechos es muy importante, pero quizá no lo suficiente como para motivar a otras firmas para que adopten políticas al respecto que destaquen”, sostiene. En Camboya, al menos están en ello.
Unos cuantos datos y hechos antes de continuar: la moda y el calzado emplean a más de 700.000 trabajadores en el país asiático. El negocio representa el 75% de sus exportaciones —es el quinto en volumen a la Unión Europea—. Opera en alrededor de 700 factorías, aquellas en las que el salario mínimo está garantizado y cumplen la normativa laboral exigida, incluyendo el estatuto de salud medioambiental y seguridad (EHS) y el programa ZDHC que pretende erradicar los procesos químicos peligrosos de la industria de la confección en 2020. Poca broma con saltarse las reglas porque, de la Organización Internacional del Trabajo a la última ONG del planeta, no hay organismo e institución interesada que no esté presente para actuar y denunciar de inmediato. Por eso las fábricas exhiben ufanas los certificados de excelencia —plata, oro y platino— que avalan su buen hacer. Dakota Industrial, por ejemplo, se ha alzado durante dos años consecutivos —2013 y 2014— con el título de Role Model Factory. Y los estándares de eficiencia y responsabilidad social y medioambiental durante el último lustro le han valido a Roo Hsing Co., especializada en denim —y también de propiedad china—, el título de proveedor platino. Ambas, claro, son instalaciones en las que opera H&M y son las que ha querido mostrar al grupo de prensa internacional que ha invitado a Nom Pen.
Las plantas —inmensas— son un mar de operarios hasta donde alcanza la vista. Sí, la labor es mecánica, como en cualquier cadena de montaje. La mayoría de los trabajadores lleva pañuelos de color en la cabeza, que distinguen a los sindicatos que los representan. En una sola fábrica puede haber hasta 400. Aun atomizada, su misión es fundamental: los empleados son conscientes de que no es fácil vivir con lo que se les paga. “El problema es que el nivel de vida se encarece de continuo y así no hay manera de estar a la par. Solo produciendo más podemos ganar más. Es un círculo vicioso”, dice Tep Piseg, de 40 años y, como su compañera Chat Makara, parte de ese nutrido contingente que ha emigrado del campo a la ciudad en busca de futuro, en un país de dramático y reciente pasado sociopolítico que ha encontrado en la industria textil su principal motor económico.
Cada vez más, grandes cadenas y firmas hacen pública la lista de sus fabricantes y proveedores en el sudeste asiático. En el caso del gigante sueco se puede consultar online. Organizaciones como Better Factories —dependiente de la OIT y del Banco Mundial— se encargan de vigilar, entre otras cosas, que no haya censura. “No se trata tanto de hacer moda sostenible como de hacer sostenible la [industria de la] moda”, concluye Anna Gedda, directora medioambiental de H&M. Ya saben: hoy no puede haber estética sin ética. Piensen en Chat Makara la próxima vez que compren barato.