JOHN JOHN & CAROLYN
Cuando se cumplen dos décadas de su trágica muerte, recorremos el barrio de Tribeca y conversamos con los vecinos y la biógrafa de la malograda pareja en busca de su vida no noticiosa.
Dos décadas después de la trágica muerte de John John Kennedy y Carolyn Bessette, MATEO SANCHO recorre las calles de Tribeca, el barrio neoyorquino donde habían fijado su residencia en el número 20 de la calle North Moore, y habla con los vecinos en busca de la vida no noticiosa de la malograda pareja. Un matrimonio que solo perseguía escapar de los titulares y alcanzar la tan ansiada cotidianidad convencional, pero fue incapaz de no sucumbir al mito de los Kennedy.
El sueño americano, definido como la odisea democrática que parte de la nada para acabar en el todo, tiene un reverso al que pocos dan importancia, quizá porque a muy pocos les afecta. ¿Qué sucede con los que nacieron en la cima? ¿Qué sueños les quedan a ellos? El imaginario popular sobre el vacío existencial de los elegidos, no solo los estadounidenses, es amplio. Desde El príncipe y el mendigo (1881), de Mark Twain, hasta Vacaciones en Roma (1953), con Audrey Hepburn, pasando por casi toda la filmografía de Sofia Coppola. Sus desenlaces son a veces dulces, a veces amargos, cuando no sangrientos, pues, precisamente, la hija de Francis Ford revisitó en clave pop en una de sus películas a la reina María Antonieta, quien romantizó la pobreza hasta el punto de construir en medio del esplendor barroco de Versalles un pueblo a su medida —el llamado “Hameau de la Reine”—. Para cuando la monarca tuvo contacto real con la plebe, una guillotina estaba rebanando su cuello.
Sin embargo, la lucha interna más filosófica y encarnizada entre ambos mundos queda condensada mejor que en ninguna otra imagen histórica, literaria o cinematográfica en la figura de John John Kennedy (Washington, 25 de noviembre de 1960), todavía hoy el único bebé de la historia de Estados Unidos que nació cuando su padre era un presidente electo y un Hércules a la inversa que, en vez de anhelar ser ascendido al Olimpo, quiso probar las sales del sudor de su propia frente. Veinte años después de su desaparición, su muerte en aguas del Atlántico a los 38 años se diluye entre la maldición de todo un clan con el que la tragedia se cebó, pero también emerge como el último capítulo de una batalla individual del mito contra el hombre. El enfrentamiento entre la cadencia monótona e
“JOHN NUNCA HABÍA SIDO ‘NO FAMOSO’. LLEVABA UNA VIDA NORMAL [...] ERA UN NEOYORQUINO MÁS” ( ROSEMARIE TERENZIO)
“SI ALGUIEN ANÓNIMO LO SALUDABA, ÉL DEVOLVÍA EL SALUDO. ERA UNA PERSONA TRANQUILA” (JERRY, CONSERJE)
impersonal de llamarlo John John y el peso ineludible de ser apodado JFK Jr. Su búsqueda desesperada de la normalidad parecía haberse cumplido en los brazos de su esposa, Carolyn Bessette, y en su vida cotidiana en el barrio neoyorquino de Tribeca, donde ambos compartían un acercamiento a la humildad algo mariantonietiana en el loft de 250 metros cuadrados —y 1.700 dólares de gastos de comunidad— con el gato de ella —Ruby— y el perro de él —Friday—. Un lugar que representaba para John John la huida de ese mítico Camelot —como Jackie Kennedy llamaba a los años de la familia en la Casa Blanca— donde había nacido fruto del amor de dos leyendas. Un vecindario en el que parecía que la espada nunca hubiese salido de la piedra… Aunque a veces los flashes de los paparazzi buscaran poner precio a su cabeza.
“Tengo una vida bastante normal, sorprendentemente”, decía con cierto tono triunfal a Larry King en una entrevista en 1995, cuando lanzaba su proyecto más ambicioso y meritocrático: la revista política George. “La gente ve que no estás en el negocio de vender tu personalidad, así que la acaban entendiendo. Por supuesto que pregunta, pero en general es simpática, no es una locura”. Durante su época al frente del magazine, buscó como relaciones públicas y asistente a RoseMarie Terenzio, una chica proveniente de una familia de clase trabajadora en el Bronx, quien recuerda: “John nunca había sido ‘no famoso’ y llevaba una vida normal, pero al mismo tiempo jamás se quejaba de todo lo extraordinario que la acompañaba. Conducía él mismo al aeropuerto, sus amigos eran del instituto, de la universidad o del trabajo. Era un neoyorquino más”. Terenzio retrató esa cotidianidad fuera de lo común en el libro Fairy Tale Interrupted, publicado 12 años después del trágico accidente, y acabó tejiendo una especial relación tanto con John John como con su esposa. Bessette, proveniente de la verdadera clase media, directamente no daba entrevistas a la prensa. “Se estaba acostumbrando poco a poco a la atención de los medios”, recuerda. Sus apariciones públicas fueron contadísimas una vez que se la vinculó sentimentalmente al nuevo sex symbol de la factoría Kennedy.
Dos décadas después del fallecimiento de ambos —y del de la hermana de Carolyn, Lauren Bessette, que también viajaba con ellos en el fatídico vuelo—, Tribeca apenas recuerda su tragedia como una muesca en su siniestro expediente. Los atentados del 11 de septiembre de 2001, dos años más tarde, se encargaron de marcar para siempre la identidad de un distrito a caballo entre las operaciones financieras de Wall Street y sus aledaños y los galpones industriales a las orillas del Hudson. Una combinación que se convirtió en cool a la grupa de la burbuja inmobiliaria, pero que supo ser tierra de nadie entre el Downtown en el sur de Manhattan y los populares Villages del este y del oeste. Ahora, tomado el barrio por parejas jóvenes con dos buenos sueldos y sin responsabilidades familiares, casi nadie se acuerda de que, en el número 20 de la calle North Moore, en un edificio de nueve pisos construido en 1921, con cornisa de metal y elegante ladrillo, entre Broadway y Hudson, a escasos metros de donde actualmente están las tiendas de Issey Miyake y Rag & Bone, vivieron sus últimos años de vida John John Kennedy y Carolyn Bessette. Ese olvido generacional no sería, probablemente, una mala noticia para la malograda pareja, sino quizá un pequeño triunfo póstumo para quienes solo querían escapar de los titulares. A la velocidad a la que cambian los barrios en Nueva York, un paseo por las inmediaciones de esa pequeña calle de North Moore en busca de la vida no noticiosa de los Kennedy Bessette se convierte casi en una labor de arqueología. En este momento, la calle está plagada de edificios renovados con grandes ventanales. Viviendas residenciales de alto standing que ahora tienen vistas al niño bonito de la nueva arquitectura neoyorquina: el rascacielos de Herzog y De Meuron, conocido popularmente como el edificio Jenga. “Has tenido suerte de dar conmigo. Quedamos ya muy pocos”, dice Lauri Kingsley, la dueña del Tribeca Beauty Spa desde hace más de dos décadas. “Antes aquí solo había almacenes”, explica la propietaria de este espacio semioculto, casi emparedado entre varios locales nuevos. Lo mismo asegura Jerry, el portero durante 21 años del edificio frente al que vivía el matrimonio, el número 27 de North Moore Street. “Es el tipo de barrio en el que cuando tienes niños te vas. Quizá aguantas con el primero, pero en el momento en el que nace el segundo buscas otra cosa”, asegura.
Ambos coinciden en que ni John John ni Carolyn jugaban al gato y al ratón con el vecindario, sino más bien todo lo contrario: eran animales de costumbres, de horarios prácticamente idénticos todas las semanas, con sus lugares favoritos y su tienda de la esquina. “Cada día salía con su plátano, su botella de agua, su bicicleta y se iba al gimnasio. Tomaba la curva mientras le intentaban cortar el paso los paparazzi”, explica el conserje sobre John John Kennedy, según él ajeno al revuelo de fotógrafos que hacía guardia ante su portal. “En una ocasión incluso le di el teléfono de la portería para que me llamara si necesitaba saber si había fotógrafos, pero él era el tipo de persona que decía: ‘No te preocupes, no me molestan, no hace falta’. Alguna vez pasaba con el coche y me miraba como diciendo: ‘¿Te puedes creer esto?”, añade con tono fanfarrón. El turno de este portero es de siete de la mañana a cuatro de la tarde, pero por la noche la pareja
también tenía sus clásicos: el diner con solera The Odeon, en West Broadway, un lugar con el sabor añejo del diner clásico, con su letrero estilo años veinte, una barra con taburetes y espejos en el interior al que acudían para sus cenas rutinarias, o el cotizado restaurante japonés Nobu, más cerca de Wall Street, para las ocasiones especiales y/o comidas de negocios. Consultados ambos, la rotación de personal hace que lo relativo a la pareja suene a leyenda del pasado. Pero todos corroboran que, definitivamente, vivían el barrio con comodidad. “Si alguien anónimo lo conocía y lo saludaba, él devolvía el saludo. Era una persona tranquila”, concluye Jerry.
La obsesión de John John con la normalidad, más allá de la simple curiosidad del cambio de perspectiva —lo que justificó también su salto al periodismo, de presa a cazador—, tenía una semilla más dolorosa. Jackie Kennedy, tras ser la viuda de América en 1963 y, sobre todo, tras el asesinato de Robert Kennedy en 1968, decidió sacar a sus hijos del país entendiendo que podían ser objetivo de una posible cacería contra la estirpe. De alguna manera, su forma de protegerlos fue hacerles olvidar que eran unos Kennedy, y murió en 1994 pensando que lo había conseguido. Sin embargo, la alternativa a la vida Kennedy que creó Jackie no pasaba por un retiro discreto, sino por la opulencia de su nuevo marido, Aristóteles Onassis —con el que se casó ese mismo 1968—. El multimillonario griego los llevó lejos del mundanal ruido a su isla privada, Skorpios. Un modo de vida que nunca fue del gusto de John John, quien, en cuanto se hizo mayor, se salió del camino marcado tanto por su casta de sangre como por su casta de adopción. Así, el niño que había derretido y abofeteado lo corazones del mundo al hacer el saludo militar ante el féretro de su padre con solo tres años, empezó a enfatizar su individualidad entrados los ochenta. Renunció a ir a Harvard y se fue a la Universidad de Brown, en Rhode Island, donde compartió piso con la famosa periodista Christiane Amanpour “y limpió retretes cuando era su turno”, según recordaría ella nostálgica en la CNN en los especiales sobre su muerte. Cuando terminó sus estudios de Derecho, resurgió para la opinión pública al hablar en la convención demócrata de 1988, pero volvió a batir el cobre al presentarse a los exámenes de abogacía para ejercer en el Estado de Nueva York. Entonces pudo saborear el amargo —aunque para él relativamente dulce— sabor del fracaso al no aprobar hasta la tercera intentona —Caroline, su hermana, sí pasó a la primera—. Quizá fue su momento objetivamente más terrenal, si no fuera porque los tabloides neoyorquinos hicieron carnaza con ello con titulares tan crueles como el del New York Post, que rezaba: “The hunk flunks” —algo así como “El tío bueno suspende” o, intentando repetir la rima, “Al ‘mazas’ le dan calabazas”—.
Es cierto que su buen porte y su apellido no ayudaban a que pasara desapercibido, pese a sus esfuerzos. Y menos aún su condición de womanizer tan marca de la casa Kennedy. Nombrado el hombre vivo más sexy del mundo por People en 1998 —Terenzio recuerda que tenía un gimnasio cerca de casa (el Downtown Athletic Club) y otro cerca de la oficina en Midtwon (La Palestra)—, le encantaba salir con mujeres del mundo del espectáculo. Si su abuelo tuvo un romance con Gloria Swanson y su padre flirteó con Marilyn Monroe, John John sumó a la lista a Madonna y a la que sería su relación más duradera, la actriz Daryl Hannah. Por eso, cuando en 1993 sus ojos se posaron en la belleza rubia, grácil e imperfecta de la empleada de Calvin Klein que le estaba vendiendo un traje, sus ansias de cotidianidad convencional también calaron en el reducto sentimental. Carolyn era hija de padres divorciados, tenía seis años menos que él y había nacido en White Plains, a las afueras de Nueva York.
“FUE EL PRIMER CLIENTE QUE TUVE EN EL RESTAURANTE DESDE EL SEGUNDO DÍA QUE ABRÍ, EN 1990” (RON SILVER)
Había intentado ser modelo, pero acabó reconduciendo su sueño trabajando para los entresijos de la industria. Aunque su posición era relevante —no cualquiera en Calvin Klein podía atender personalmente a un Kennedy—, su anonimato y su carrera en la Universidad de Boston resultaban un cambio de tercio para el llamado Príncipe de América, con quien comenzó una relación, oficialmente, un año después.
Ambos eligieron como nido de amor el barrio que frecuentaban de solteros. John John ya vivía allí y ella se mudó con él en 1995. “Antes de venir con su esposa, había traído aquí a varias novias. Fue el primer cliente que tuve en el restaurante desde el segundo día que abrí, allá por 1990”, explica Ron Silver, el dueño del local Bubby’s, en el que desayunaba los fines de semana y leía tranquilamente la prensa. Bessette también era una habitual del barrio, pues tenía que acudir allí por motivos de trabajo. “Iba a menudo a la calle North Moore, donde luego vivirían juntos, porque Bethanne, la agencia de modelos en la que solían hacer los castings en Calvin Klein, estaba ahí”, apunta la dueña del spa que, curiosamente, en esa época trabajaba para la citada agencia de modelos —ubicada en el 37 de North Moore— y trató personalmente con Bessette. “Recuerdo la conversación como si fuera ayer. Estaban locamente enamorados y ella no podía creer que estuviera casándose con un Kennedy. Eso era lo que comentaba. Pero ella era una de las personas más tranquilas y más dulces que he conocido. Tenía mucho talento”, asegura. Ya en el spa, también coincidieron. “Creo que vino alguna vez a hacerse las uñas, aunque nunca se hizo ningún tratamiento facial. La manicura sí, definitivamente”, añade.
Kingsley matiza el mito de que las altas esferas le generaran conflicto a la mujer más envidiada del país, pues a pesar de ser hija de una funcionaria de un colegio público y un ebanista, llegó a los brazos de Kennedy con una carrera en la que se codeaba con la élite, vendiendo a personalidades como Annette Bening. “No cambió tanto su vida, no tan significativamente. Ella trabajaba en la industria de la moda, por lo que siempre estaba en el punto de mira”, explica, derivando más el conflicto a la relación con la prensa. Es por eso que su gesto siempre es esquivo en la mayoría de las fotos que quedan de su vida juntos, nada representativo de ese carácter más plácido. Según Terenzio, de ella aprendió a ser leal a los amigos: “Todas las ventajas que le llegaron al vivir con John las compartía con ellos”.
El perfil discreto de la pareja alcanzó su máxima expresión, pero también cometió su gran osadía, cuando celebraron su enlace en secreto en la isla de Cumberland el 21 de septiembre de 1996, en la costa del estado de Georgia, en una humilde iglesia de madera colonial. Ella, insider de la industria, vistió de Narciso Rodriguez cuando aún no era un puntal de la moda estadounidense. Tras haberse perdido la boda del año, los paparazzi contraatacaron estableciendo su trinchera enfrente del loft, ubicado en un edificio en el que también vivían personalidades como David Letterman y que, tras la muerte de la pareja, salió a la venta por 2,5 millones de dólares.
“ESTABAN LOCAMENTE ENAMORADOS Y ELLA NO PODÍA CREER QUE ESTUVIERA CASÁNDOSE CON UN KENNEDY” (LAURI KINGSLEY)
Los tabloides apuntaban que la presión mediática era uno de los factores que complicaron la relación, más por lo que le afectaba a ella que a él, que estaba acostumbrado a lidiar con el avispero de fotógrafos. John John acabó dando la cara ante la prensa para pedir respeto hacia su esposa, pero eso no impidió que su orgullosa normalidad fuera asediada por los teleobjetivos. Eso hizo de dominio público algunas de sus discusiones en los parques por los que paseaban con sus mascotas y, fundados o no, comenzaron los rumores de crisis. “Un día estaba leyendo algo sobre John John en el New York Post y sentí una presencia. ¡Era él leyendo sobre sí mismo detrás de mí! […] Mi personalidad no es de intentar molestar a las celebridades, sino dejarles vivir una vida normal. Puedo decir que John John se comportaba de manera normal. Era un ser humano y tenía días como todos los seres humanos: malos, buenos, divertidos, estúpidos”, explica el dueño de Bubby’s. Con todo, dados sus esfuerzos por establecer una vida sin apellidos, que las grietas en su matrimonio se abrieran justamente por los gajes de ser un Kennedy no dejaba de ser una derrota para él. Para más inri, publicaciones como Women Wear Daily elevaron a Carolyn al estatus de icono y comparaban su estilo con el de Jackie. Anna Wintour, directora de Vogue, y Liz Tilbens, de Harper’s Bazaar, se la rifaban para protagonizar sus portadas, algo que no lograron.
En ese clima de tensión, el destino de los Kennedy y la voluntad de normalidad de John John colisionaron, literalmente, el 16 de julio de 1999, el día en el que él, su esposa y su cuñada Lauren —un año mayor que Carolyn— se subieron a su avioneta privada rumbo al lugar vacacional de la familia, Martha’s Vineyard, y desafiaron las condiciones meteorológicas. “Esa mañana la vi [a Carolyn], pero fue la última vez. El conductor estaba esperándola en el coche. Cuando luego escuché las noticias, no me lo podía creer”, evoca el portero. RoseMarie Terenzio recuerda aquel día como una jornada típica, con una reunión de redacción, un almuerzo de negocios, artículos… “Nos despedimos por la tarde cuando él iba al gimnasio”. Ella misma se encargó de convencer a Bessette de que debía subirse a ese avión —cuyo destino era la boda de Rory Kennedy—, pues Carolyn estaba más que reticente a acudir al enlace. El gran argumento de Terenzio: de no ir, la prensa arreciaría los rumores de crisis matrimonial.
JFK Jr. había conseguido su licencia para pilotar un año antes, tras reprimir su pasión por las alturas por petición expresa de su madre, que tenía el presentimiento de que moriría en un accidente de aviación, como su tío Joseph P. Kennedy Jr. y su tía Kick Kennedy. Pero después de la muerte de Jackie por un cáncer en 1994, el aventurero y huérfano John John pensó que era lo suficientemente corriente como para no sucumbir al mito y lo suficientemente extraordinario como para vencer la adversidad. Es más, amaba volar, según sus amigos, como válvula de escape a sus presiones diarias, a los medios y a las responsabilidades de la revista. Pero su muerte fue, paradójicamente, el momento más estelar y mediático de su vida. “Fue el ejemplo perfecto de que uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde. La fila era enorme. La mayoría, mujeres. Uno hasta sentía envidia”, recuerda Jerry, el conserje del edificio de enfrente. El barrio de la cotidianidad se convirtió en un circo. “Se llenó de hippies con sus guitarras”, apunta John, un camarero de Walker’s. “Y la gente no paraba de murmurar sobre cómo era todo parte de la maldición de los Kennedy. No tanto de la pena de haber perdido a alguien joven y prometedor”, añade Robert, el mánager de Tribeca Tavern. Efectivamente, el Kennedy de andar por casa se veía a título póstumo sobrepasado por teorías esotéricas o conspiranoicas. Mientras, la familia Bessette, doblemente afectada por el accidente, se sumió en un silencio que dura ya 20 años. Ni su madre, Ann, ni la hermana gemela de Lauren, Lisa, se expusieron a los medios. Pero entre la realidad y la leyenda, los resultados de la autopsia dejaron claro que fue el error humano y no el fatum mitológico el que acabó con sus vidas. Richard Quest, el especialista en aviación de la CNN, resumió con crudeza que aquel viernes por la noche John John, simplemente, se desorientó. “Las circunstancias de vuelo eran sumamente complicadas y era un piloto normal, de ninguna manera extraordinario.”