Vanity Fair (Spain)

DE SEO, DOL OR Y GL ORIA

- POR PALOMA RANDO

CULMINACIÓ­N AL TRÍPTICO SOBRE SU VIDA, EN ‘ DOLOR Y GLORIA’ ALMODÓVAR ESCONDE UN SILENCIO TESTAMENTA­RIO

Un consejo, ya convertido en lugar común, que se suele dar a los aspirantes a escritores es que escriban de lo que sepan. Esta recomendac­ión lleva a muchos neófitos de las letras a creer que deben recurrir a la autobiogra­fía cuando es probable que uno de los temas sobre los que menos conocimien­to y perspectiv­a atesore un joven autor —entre otras cosas porque cree que los tiene— sea su propia vida. Entonces, ¿cómo salir airoso del reto de escribir de uno mismo? Pedro Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949) empezó a cimentar ese camino antes siquiera de proponerse trasladar sus vivencias al cine. Primero, reconocien­do que sobre uno mismo ya han escrito con precisión otros antes. “La película que habla mucho de mí estaba hecha mucho antes de que rodara La ley del deseo. Esta película se llama Lo que el viento se llevó. El personaje que me representa no es Mammy, como dirían los malintenci­onados, sino Escarlata, un carácter capaz de sacar leche de una alcuza”, cuenta el director en uno de los textos reunidos en Patty Diphusa, la antología que publicó en 1991. Después, utilizando la distancia de seguridad de la autoficció­n: los huecos que deja la experienci­a personal, que no siempre es útil ni narrativa, los rellena la inventiva.

Dolor y gloria, broche del tríptico sobre sí mismo que comenzó con La ley del deseo (1987) y continuó con La mala educación (2004), provoca en el espectador familiariz­ado con la filmografí­a y la biografía del creador la inevitable tentación de especular sobre dónde acaba la verdad y dónde empieza la verdad de la ficción. Es un ejercicio cotilla y —por tanto— humano, pero tiene poco recorrido, porque las vicisitude­s de la vida de Salvador Mallo, el personaje interpreta­do por Antonio Banderas que sirve de álter ego del director, están al servicio —como si fuera poco— de construir su esencia, que es la que perdura a la salida del cine.

Bajo estos mimbres, Dolor y gloria suena a grito de socorro de un creador aislado que se refugia en la medicación, el arte y la literatura. Los malintenci­onados que hace 30 años habrían identifica­do a Almodóvar con Mammy entenderán la omnipresen­cia en la película de los libros y de los cuadros que pueblan la casa de Salvador —que es la del propio Almodóvar— como un alarde cultureta. El resto sabrá leer que son la única compañía de un hombre solitario, atrapado por su sufrimient­o físico y la frustració­n que este le provoca: la imposibili­dad de dirigir, su única vocación profesiona­l y personal. Una doble cárcel.

La voz en off que la hilvana ayuda a crear la sensación de que es el propio Almodóvar el que le explica a sus espectador­es sus deseos perdidos, sus dolores, sus miserias, sus cuentas pendientes. Una, la que vertebra la trama, con un actor —interpreta­do por Asier Etxeandia— con el que trabajó en sus inicios. Pero la más importante, con su madre. Primero, interpreta­da por Penélope Cruz en la infancia —y la ficción— de Salvador. Esa madre neorrealis­ta, que riñe con suavidad a su hijo a la voz de: “No pongas esa cara de narrador, ¿eh?”. Cara y cruz de narrador. Y 50 años después, encarnada por una extraordin­aria Julieta Serrano, que escucha cómo este le reprocha: “Cuando decías: ‘¿A quién habrá salido este niño?’, no lo decías con orgullo y yo me daba cuenta”. Francisca Caballero falleció sin poder ver a su hijo recoger su primer Oscar por Todo sobre mi madre (1999). Su muerte resuena tanto en Dolor y gloria que contribuye a la sensación de que la voz del cineasta esconde un silencio testamenta­rio. Esa intuición ya ha suscitado que Almodóvar confirme en entrevista­s que desea seguir dirigiendo. Por si acaso, dan ganas de recordarle uno de los diálogos de La ley del deseo. Tiene lugar cuando el director al que interpreta Eusebio Poncela, despierta amnésico en el hospital e interpela a su médico: “—¿Qué hacía yo antes? —Películas. —¿Y cómo eran? —Maravillos­as, por eso debes salir pronto de esa cama y hacer muchas más”.

Paloma Rando es colaborado­ra de ‘Vanity Fair’ y, excepto beber, qué difícil le resulta todo.

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