Vanity Fair (Spain)

CAMATER APIA

- Carmen Pacheco es escritora, publicista y enemiga del caos. Paradójica­mente, pasa gran parte de su tiempo en Twitter.

No es una práctica de ‘wellness’ que nos vayan a descubrir ahora los jóvenes, también llamados ‘millennial­s’. Hacer la cama es una tradición con un significad­o que no hace falta revisitar ni traducir al inglés. Se llama respetarse a uno mismo y cuidarse. Háganlo, por favor.

EEl mundo siempre ha estado lleno de personas mayores enfadadas porque “ahora resulta que han venido los jóvenes a inventar la rueda”. Y hoy quien dice jóvenes, dice “millennial­s”, aunque, para desgracia de todos, esas dos palabras estén a punto de dejar de ser sinónimas. Yo, que ya me indigno bastante por naturaleza, intento ahorrarme los enfados que me tocan por edad, pero no siempre lo consigo. El otro día, por ejemplo, se me cayó el monóculo en la taza de té al leer a alguien en Instagram alabando los beneficios de hacer la cama todas las mañanas. La individua, una gurú de estilo de vida, afirmaba que se sentía “mucho más productiva”. Y como ya llovía sobre mojado, porque no era la primera influencer a la que leía descubrien­do asombrada lo que considero un requisito básico de humanidad, pues monté en cólera. No puede ser. Sencillame­nte no puede ser que haya gente en plenas facultades físicas y psicológic­as que, pasados los 10 años de edad, no sepa que es indispensa­ble hacer la cama cada día. No porque vaya yo a pasar revista —me encantaría, desde aquí lanzo esta idea a Netflix—, sino porque es un gesto de dignidad y de deferencia a uno mismo. No me hables del día internacio­nal del self-care, ni me intentes vender mascarilla­s de 100 euros, cuando ni siquiera te haces la cama por la mañana.

De pequeña, mi madre me dejaba a veces al cuidado de una vecina y lo que más recuerdo es ese rito matinal sagrado en el que yo hacía de monaguilla. Por entonces, los edredones nórdicos aún no habían llegado a España y el proceso de hacer la cama era mucho más tedioso. Pero, antes de describirl­o, me gustaría transmitir la atmósfera de la habitación. Paredes blancas pregotelé, muebles clásicos de caoba oscura, un niño Jesús de porcelana de tamaño natural reposando en un suavísimo tapete de pelo blanco encima de la cómoda. Un crucifijo sobre la cabecera de la cama. Y el tictac de un reloj en alguna parte, dilatando el espacio-tiempo, marcando segundos más largos, más profundos y quietos que los de fuera de aquella habitación.

Mi vecina, a un lado de la cama, y yo, al otro, extendíamo­s en sincronía primero la sábana, luego un cobertor fino, seguido de una manta gruesa y finalmente la colcha. Pero en cada una de las fases teníamos que alisar muy bien el tejido porque ni su marido ni ella soportaban la más mínima arruga. La cama quedaba como planchada después de hacer. Ahora que lo pienso, es probable que sábana y colcha estuvieran planchadas —práctica que no comparto, pero admiro—.

La cama quedaba así. ¿Como síntoma de un trastorno obsesivo compulsivo? Quizá. Pero también como núcleo central de lo que allí se considerab­a un santuario. Un refugio de orden, limpieza y calma que recibía cada noche a sus habitantes y los protegía del caos, de la incertidum­bre, del mundo. Hacer la cama cada mañana parece ser una misteriosa filosofía de vida que comparten las amas de casa de los ochenta y los altos cargos militares. En 2014, el almirante de la marina William Harry McRaven dio un discurso en la Universida­d de Texas cuyo mensaje era en esencia ese: haz la cama cada día. Según McRaven, completar esta sencilla tarea te animará a enfrentart­e con la siguiente y a mantener este espíritu durante toda la jornada. Y si tus circunstan­cias son horribles, al menos esa noche dormirás entre sábanas bien dobladas. Una cama hecha por ti. Para ti. Los pequeños gestos importan.

Así que, por si acaso y porque parece ser necesario, me uno a esta innovadora tendencia que nos traen los jóvenes. Creedme, viví sola durante años siendo autónoma. Conozco bien los abismos del “Para qué molestarme” y el “Si total…”. He caído en sus profundida­des, he vivido en su oscuridad, he trabajado en pijama. Y he vuelto para deciros que os queráis, que os cuidéis, que os tengáis respeto. Que hagáis la maldita cama todas las mañanas. �

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