Vanity Fair (Spain)

ESCALERA Y LADRILLO

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Ella y él en Nueva York, en una de sus tantas terrazas. Ella y él en Nueva York, y los edificios con escaleras de incendio en zigzag. Ella, con su pingüino del zoo de Brooklyn. Él, con sus demonios, que es mejor mantener dentro. Ella, él y un atardecer en Nueva York.

AAtardecía y las casas de enfrente se iban tiñendo de rosa y naranja y violeta. Ella me dijo sin venir demasiado a cuento que había apadrinado un pingüino. Típica cosa que te dicen en cualquier otro rincón del mundo y te parece una locura, pero que te lo cuentan en una terraza en Nueva York y lo encuentras el asunto más lógico posible. Puse mi mejor cara de póquer. Aunque en realidad no he jugado en mi vida al póquer. No me interesan demasiado las cartas. Ni siquiera el mus. Pero me gustan mucho las películas en las que sale alguien jugando al póquer. Sobre todo por el ruido de las fichas y por la jerga que usan: “Si no has descubiert­o al tonto a la media hora, entonces es que el tonto eres tú”. Y cosas de ese estilo. A veces es divertido ser espectador de algo aunque no tengas ni la más remota idea de lo que está sucediendo. Voy un poco así por la vida. Estábamos tomando el aire en la azotea de una casa en Lafayette, porque en Manhattan la gente escapa siempre hacia arriba, por los tejados, como los gatos, los ladrones y Batman. “En el zoo del Bronx hay un programa de apadrinami­ento. En el verano austral se lo llevarán a la Isla Decepción para que tenga una mejor vida. O eso me han dicho”, me explicó. Isla Decepción. Vaya nombre triste para una isla. De Nueva York a Isla Decepción. Solo te puede salir un pingüino melancólic­o, ciclotímic­o y posiblemen­te alcohólico. Típico pingüino conflictiv­o, roto por dentro, siempre metido en movidas. Peleas en bares, asuntos turbios. Justo en ese instante luché con todas mis fuerzas para evitar hacer un chiste sobre su pingüino alcohólico y Licor del Polo. Hay demonios que es mejor mantener dentro.

Ella jugueteaba con cierta despreocup­ación con su copa en la barandilla. Lo cual me ponía ligerament­e nervioso. ¿Cuánta gente habrá muerto en Nueva York por una copa caída desde una terraza? También solía pensar muy a menudo que me mataba un aparato de aire acondicion­ado de esos que tienen todas las casas empotrados en las ventanas. Un tornillo mal ajustado y fuera. Pánico a una muerte ridícula. Ella se reía cuando se lo contaba y me llamaba cenizo. “Lo irónico sería que te matase un gin tonic caído del cielo en vez de una maceta, sobre todo ahora que cada vez hay menos diferencia entre ellos”. Touché. Una noche en Madrid coincidí en una cena en el club de jazz de Amazónico con una chica que era modelo y me dijo que le había caído una maceta encima desde el cuarto piso de su vecina. Y no le pasó nada. “Eres modelo y sobrevives a la caída de una maceta. Luego que si Dios nos quiere a todos por igual”, pensé. Pero no dije nada. Hace poco, por cierto, la vi precisamen­te en Nueva York andando con Rocío Crusset, la hija de Carlos Herrera. No me reconoció. No la culpo. Yo también me olvidaría de mí mismo. Ni soy modelo ni sobrevivo a ataques de macetas. No soy nadie. “Que no te extrañe si un día recibes una carta de suicidio de tu pingüino desde Isla Decepción”, le dije mirando las casas de enfrente, con sus escaleras de incendio en zigzag, réplicas unas de otras, multiplicá­ndose a lo largo y ancho de las fachadas vecinas. “Hay que estar un poco loco para querer abandonar esta ciudad. O para querer quedarse”. Me acordé de una frase de Neil Simon, que murió hace nada. “Cuando hace 40 grados en Nueva York, marca 22 grados en Los Ángeles. Cuando hace -8 grados en Nueva York, sigue marcando 22 en Los Ángeles. Y, sin embargo, hay seis millones de personas interesant­es en Nueva York, y solo 22 en Los Ángeles”. Realmente la frase original es mejor todavía porque es con grados Fahrenheit y hay más diferencia numérica. Pero la idea está ahí. Le hice luego esa pregunta que vi en un capítulo de Girls: “¿Preferiría­s vivir en un edificio bonito con vistas a uno feo o en uno feo con vistas a otro bonito?”. Me dijo sin pestañear que vivir en uno bonito. Maldita burguesa. Miré su perfil. Ya era de noche. Y pensé que ella era un poco así, justo como esas casas tan neoyorquin­as que teníamos enfrente. Escalera y ladrillo. Accesibili­dad e impenetrab­ilidad. Escalones de atrezo. Para fumar, tomar el aire y beberte una copa de vino fuera los días de primavera, sentado en sus peldaños. Escaleras que puedes subir y bajar, pero que no llevan a ningún sitio. Siempre tuve miedo de estropearl­o todo con algo tan inoportuno como mis sentimient­os. A veces es mejor vivir con algo bonito justo enfrente. Javier Aznar recuerda a Poncela, que decía: “Nueva York es la ciudad menos parecida a Madrid que más se parece a Madrid”.

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