BLANCA LACASA
Elogio del patito de goma
Periodista y escritora, tiene un programa de radio en M21, La flaneadora. Ha publicado cinco libros, cuatro para niños, el último traducido a cuatro idiomas. Le gusta dibujar y es autodidacta en estas lides. Se le da de fábula perder el tiempo.
Hace muchísimo tiempo unos amigos compraron en pública subasta el piso de Luis Roldán. Organizaron una visita guiada antes de que lo derribaran las excavadoras y todos salimos, como grandes fetichistas, con un recuerdo de su cuarto de baño. Era de ónix — esa piedra verde fosforescente tipo Virgen de Lourdes—, enmarcado en metal dorado y con un gran jacuzzi redondo en el que según se abrían los grifos —dorados, claro— bajaba automáticamente la intensidad de las luces, que representaban la Vía Láctea.
Yo soy más de baño que de ducha y, sobre todo, de baño salón donde poder recibir incluso a mis amistades. Y no, no soy especialita. Pero hay que tener mucho cuidado con venirse arriba con el estilismo. Mi amigo Juaco, por ejemplo, que es como un Jeremy Irons en versión andaluza con algo de vasco, su pizca de salero británico y al único que le sientan igual de bien un esmoquin que unas bermudas —que ya es difícil—, es un poco maniático. Y una de sus manías es precisamente esa: odia la ducha. Considera que está sobrevalorada. Donde esté un buen baño con su espuma de Moussel- de-Legrain-Paris, su cepillo Un cuarto de baño lo suficientemente amplio como para recibir a las visitas es, sin duda, la sublimación de una fantasía en la que no caben los grifos de oro. rascaespalda de Harrod’s, su termómetro y, sobre todo, su pato de goma amarillo, que se quiten las cromoterapias y los chorros a presión.
Sumergirse en agüita caliente, botella de Perrier incluida —para limpiarte por dentro y por fuera—, sustituye, sin lugar a dudas, a un buen Trankimazin. Ahora bien, mi amigo no concibe un cuarto de baño sin los metros cuadrados suficientes — que son bastantes—, aunque los interioristas del momento hagan maravillas para introducir todo lo necesario en una microcápsula.
Si por mí fuera, instalaría la bañera de María Antonieta en mi biblioteca. Soy capaz de tirar tres tabiques para que en mi baño salón quepan una chaise longue rosa, una lámpara de cristales de bohemia, un biombo, un tocador francés, un espejo de plata, varios candelabros y, desde luego, mi juego de toallas blancas con monograma bordado —la de hilo es optativa. ¿Para qué sirve? Muy fácil: para la cara— y, por supuesto, su calienta toallas. Un lujo tan tonto como necesario. Pondría hasta una barra de cócteles. Pero antes tiene que entrar un buen espejo, de esos humillantes. No cometa el error de la iluminación cenital, acabaría por odiar el dulce momento del make up. Las luces deben ser frontales y a ambos lados de la luna, como en los camerinos de las grandes. Una última recomendación: no se precipite con el jacuzzi. No lo va a utilizar. Y no caiga en la tentación de deslumbrar a las visitas con una grifería dorada.