TREINTA AÑOS DE HIERRO Y BARRO
El galerista Aimé Maeght catapultó a Chillida a la fama internacional. Su hijo recuerda la forja del gran artista vasco. n simple apretón de manos. Así fue como en 1953 el escultor Eduardo Chillida y el galerista Aimé Maeght iniciaron una relación profesional de casi tres décadas. “Ni abogados ni contratos”, apunta Luis, uno de los hijos del artista. Se habían conocido en París cuando Maeght era ya uno de los marchantes de arte más importantes del mundo: terminada la II Guerra Mundial, abrió en la capital francesa una galería que reunía a las vacas sagradas del arte moderno. Pero también exponía a noveles, como hizo con Chillida, que llegó recomendado por el pintor Pablo Palazuelo, con el que compartía estudio mientras se batía el cobre en la etapa parisina obligatoria para todo joven artista con aspiraciones. Aquellos torsos humanos en yeso estaban llenos de fuerza, pero aún no eran Chillida. “Aita pensó que en París le influía demasiado lo que estaban haciendo otros artistas, y decidió volver”, explica Luis. “Se quedó en Hernani, donde una tía suya les dejó una casa a él y a Pilar, mi madre”. Justo enfrente quedaba la herrería del pueblo. Allí decidió que su material era el hierro, y se puso a trabajar noche
tras noche durante dos años. Cuando hubo producido suficiente, Pilar y él tomaron rumbo a París para enseñársela a Maeght: “Aunque aita confiaba en lo que había hecho, también tenían miedo, porque aquello era nuevo y no sabían cómo iba a reaccionar Aimé”. El galerista decidió que aquello, fuera lo que demonios fuera, era importante y que quería tener a aquel vasco en exclusiva. Luego llegó la fama internacional, las exposiciones, el trabajo repartido entre Hernani, San Sebastián y Saint Paul de Vence, el pueblecito junto a Niza donde Maeght tenía su fundación. Chillida producía allí su obra gráfica, y en ese lugar descubrió la chamota, esa arcilla que le hizo olvidar su aversión por el barro. La relación entre ambos solo terminó con el fallecimiento de Maeght en 1981. A partir de entonces, Chillida trabajó con varias galerías. Por eso compró Zabalaga, el viejo caserío del siglo XVI que se convirtió en su lugar de trabajo y centro de operaciones, y después, bajo el nombre Chillida-Leku —“el lugar de Chillida”—, en un museo dedicado a su obra. Tras más de ocho años cerrado al público, Chillida-Leku reabre gracias al apoyo de otra galería, Hauser & Wirth, que vuelve a representar en exclusiva el legado del escultor. Pero son otros tiempos, y para ese acuerdo hizo falta bastante más que un apretón de manos.