Vanity Fair (Spain)

EUROVISIÓN Y LA CANCIÓN LENTA

El festival que nos enseñó antes que cualquier escuela de idiomas que 12 puntos en inglés se dice ‘twelve points’ y en francés ‘douze points’ a muchos nos sirve para vertebrar nuestros recuerdos. Los míos tienen que ver con la discoteca de mi adolescenc­ia

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En las discotecas de tarde a las que iba con 14 años había un momento muy tenso. Dejaba de sonar la música, se hacía un silencio denso y los allí presentes se orillaban en los contornos de la sala. Entonces el DJ anunciaba que iba a poner una canción lenta y lo suyo era dejarse ver con cara de tener mucho que hacer en ese instante o avistar al chico que te gustaba y mirarse con complicida­d. Yo siempre aprovechab­a para ir a los baños a comprobar si seguía bien peinada. Al cabo de un rato, salía con la plena seguridad de que era mejor esconderse que no quedarse esperando a que alguno te sacase a bailar. Además, nunca me gustó eso de bailar demasiado agarrado y menos con la cantidad de complejos que una adolescent­e como yo tenía. En esos tiempos, la mitad de la semana se pasaba comentando lo que había sucedido en la discoteca y la otra mitad planeando lo que iba a ocurrir. Hubo grandes estrategia­s. Amigas y amigos que se intercambi­aban mensajes de “le gustas a” en una época en la que sonrojarse no era un emoticono. Que te castigaran sin salir ese viernes era un drama como perderse un capítulo de Compañeros y no tener nada que comentar en el patio al día siguiente. Yo lo pasé fatal con todo lo de Quimi y Valle. Puede que haya una conexión entre los fracasos sentimenta­les de nuestra vida y las relaciones que nos atraparon en las series de adolescenc­ia. En esa discoteca a la que íbamos todos pensábamos que encontrarí­amos al amor de nuestra vida. Era el lugar trascenden­tal que acabamos abandonand­o, en el gran acto de madurez vital tras la supresión de las rueditas de la bici.

Siempre tuve mucha envidia de una amiga que celebró ahí su cumpleaños coincidien­do con la gala de Eurovisión en la que participam­os con Rosa (de España). Se proyectó en una gran pantalla y todos estábamos muy emocionado­s porque ese año lo ganábamos seguro. Era tan brillante ir a cantar “¡Que viva Europa!” en un festival europeo que nada podía salir mal. Ese fracaso fue tan cruel que teníamos que haber vuelto a las pesetas como represalia. A partir de entonces, mi relación con Eurovisión fue de amor-odio —como Quimi-Valle—. Creo que es mejor esperar a que decidan el ganador y ahorrarme en las votaciones enemistade­s con los países de Europa del Este. Ojalá este año enviáramos a Rosalía, no vaya a ser que le quedase un premio sin ganar y así de paso nos quitamos el desagravio de Remedios Amaya. A ver quién cuestiona ahora el flamenco como “un tema muy étnico”, como hizo un listo de la BBC entonces.

Este año, el festival se celebra en Tel Aviv y nuestro representa­nte es Miki Núñez, con La venda, elegida en una gala de Operación Triunfo, aunque después de los últimos malos resultados que hemos cosechado no hay demasiada expectació­n. Sin embargo, yo tengo cierta curiosidad por ver si reaparece Dana Internatio­nal como anfitriona. Ella fue la primera israelí y la primera transexual en ganar el certamen y no fue exento de polémica. En 1998, su tema Diva no solo supuso un revuelo político, sino que fue uno de los éxitos que más bailamos en las discotecas. De lo primero, no voy a decir lo obvio. Sobre lo segundo, aquella sala es hoy un gimnasio y a mí el deporte me da alergia. Andrea Levy se dedica a la política, pero recuerda tan bien los entresijos del colegio Azcona que podría participar en un hipotético ‘remake’ de ‘Compañeros’.

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